21

Keops hizo el viaje de regreso en una de las barcas sin cubierta, de vela cuadrada, que descendían por el río siguiendo la corriente, dirigidas por los dos remos de gobernalle fijados en la popa. La tripulación era restringida, pero bastaba para asegurar la circulación fluvial, tanto de día como de noche, pues la ligereza de las embarcaciones evitaba el riesgo de embarrancar en los bajos fondos durante las navegaciones nocturnas. Transcurrieron pocos días antes de que aparecieran, en la orilla occidental, las murallas pardas de Menfis. Apenas desembarcado, Keops se dirigió presuroso a palacio y se presentó ante su madre, sin solicitar audiencia, antes incluso de haber visto a sus esposas.

—¡Mi querido hijo! —exclamó Hetep-heres— ¡Qué alegría! ¡Ya estás aquí! No teníamos noticias tuyas y comenzábamos a preocuparnos.

—Acabo de llegar y vengo a verte sin demora, pues han ocurrido graves acontecimientos.

—¡Ah! ¿Estás ya al corriente? —se extrañó ella.

—¿Al corriente de qué?

—¿No acabas de decirme que acaban de ocurrir graves acontecimientos?

—Sin duda…

—Entonces ya sabes que tu hermano menor ha estado a punto de ser asesinado.

—¿Mi hermano? Pero ¿qué estás diciendo? ¿Qué hermano?

—¿Cómo que qué hermano? ¿Cuántos hijos tengo para que me hagas semejante pregunta? ¿A quién crees que, después de ti, amo más en el mundo?

—¿Quieres decir que han intentado asesinar a Rahotep?

—Eso es. ¿No era ése el asunto del que querías hablarme?

—En absoluto. Ignoraba que habían atentado contra la vida de mi hermano. Venía a decirte que también han querido acabar con la mía en el templo de Thot, en Hermópolis.

Al oír la noticia, la gran esposa se levantó de su silla.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Han querido asesinarte a ti, a mi hijo, al heredero del trono de las Dos Tierras?

—Está claro que alguien pretende eliminar a los herederos directos del trono y también a su majestad.

—No puedo creer que sea tu hermanastro…, y sin embargo, todo le acusa.

—Todo. Y precisamente me sorprende que parezca el único a quien beneficiarían estos crímenes. Pero yo creo, más bien, que todos estos actos se deben a personas interesadas en que Nefermaat lleve la doble corona, y temen que no esté lo bastante bien considerado en la corte para que el rey le designe. Nuestro hermano está demasiado seguro de sí mismo, demasiado convencido de ser el favorito de nuestro padre, por ello me cuesta creer que corra tales riesgos.

—No voy a contradecirte. De hecho, mis sospechas recaen en alguien del clan de Menfis, o incluso de Neithotep, que sueña con ver a su hijo en el trono de las Dos Tierras, pero conoce bien la opinión del rey y sabe que éste no está dispuesto a convertir a Neferu en heredero del reino.

—Lo único seguro es que mientras no desenmascaremos al instigador de estos crímenes, ni Rahotep, ni nuestro padre, ni yo mismo estaremos tranquilos —dijo con un suspiro Keops.

—Así es. Pero explícame lo que te sucedió. Y tal vez también puedas contarme lo que has aprendido, lo que te sea posible revelarme de tu iniciación.

—Tendremos mucho tiempo para hablar de ello. Ahora preferiría que tú me relataras lo que le ha ocurrido a Rahotep.

—Está bien, hablaré yo primero si es lo que deseas. Tu hermano, como hace a veces, había ido a cazar solo al desierto. Afirma que es un buen ejercicio para el jefe de las expediciones del rey. Me siento tan orgullosa de él como de ti, pues también le gusta ir solo al desierto, armado con su jabalina y su maza, y enfrentarse con el peligro; pero esta expedición pudo ser fatal, pues es tan imprudente como tú, y a veces se ausenta también varios días… Por otra parte, sospecho que tu hermano intenta evitarte: le das malos ejemplos, querido hijo.

—A él le toca no seguirlos, madre. Pero te lo ruego, prosigue y dime lo que sucedió.

—Estaba diciendo que, al principio, no nos preocupamos por su ausencia. Había ido a cazar al desierto Oriental, que conoce muy bien. Pero como al cabo de diez días no había regresado, vuestro padre se alarmó y envió a varios destacamentos en su busca. Finalmente, lo encontraron cerca de un pozo que le era conocido. Mi pobre hijo estaba muy débil, delgado, y había sido duramente golpeado. Dijo que le habían agredido mientras cazaba, pero que no fueron los beduinos ni unos bandoleros, sino un hombre solo, muy robusto, que le hirió con la jabalina y le golpeó con una maza. El agresor le dio por muerto y abandonó su cuerpo a merced de las hienas y los leones.

—Pero ¿no me has dicho que no había muerto?

—Te lo he dicho; afortunadamente está vivo, muy vivo. El asesino no lo remató porque se asustó ante la repentina aparición de un león y emprendió la fuga seguro de que la fiera devoraría a mi pobre hijo. Pero Sekhmet, la diosa leona, protegió a Rahotep, y alejó de él a la bestia, que no lo tocó. Así pudo salvar la vida. Se arrastró por las piedras y las arenas del desierto, hasta el pozo donde lo encontraron. Pudo beber, pero estaba demasiado débil para regresar solo. Afortunadamente, llegaron los soldados. Lo salvaron, le dieron de comer y lo trajeron hasta aquí por el río. De eso hace apenas tres días. Ahora, tu hermano ya se encuentra bien; tiene todavía cicatrices, pero ha recuperado peso.

«¿Acaso el mismo hombre que me agredió a mí intentó luego matar a Rahotep? —se preguntó Keops, que se había separado de su madre después de contarle lo que le había sucedido a él y ahora se dirigía a su residencia—. De ser así, sabía dónde estaba yo y también que mi hermano cazaría solo. No, no puedo creer que fuera el mismo hombre. El instigador de los asesinatos debe de tener varios cómplices, lanzó a uno tras las huellas de Rahotep y a otro contra mí… Aunque puede que el hombre que atacó a mi hermano fuera un bandolero que no sabía con quién estaba viéndoselas. Pero ¿por qué iba a asaltar a un cazador solitario que lo único valioso que llevaba encima era una jabalina? ¿Quién iba a arriesgar la vida para robar un arma que un hombre hábil puede fabricarse personalmente o adquirir a poco coste?».

Cuando llegó a su residencia, Keops encontró sólo a Henutsen. La joven estaba en el jardín, junto al gran estanque, y ensayaba una canción para, según dijo, cantársela a su esposo.

—Keops, mi señor, mi amado… ¡Qué feliz soy al verte! ¡Cómo te he añorado!

Se levantó, corrió hacia él y se arrojó a sus brazos.

—Por fin has vuelto —suspiró separándose de él—. Escucha la buena nueva: vas a ser padre dos veces.

—¿Cómo dos veces? —se extrañó Keops riéndose, tras tomar a la joven de la mano para llevarla a la sombra de los tupidos árboles y hacerla sentar a su lado, en los almohadones.

—Meritites está ya muy avanzada, el niño que lleva en su seno no tardará en abandonarla, y yo también estoy encinta, y espero darte un hijo, otro muchacho.

—Eso está bien, muy bien, pero no me disgustaría que me dieras una hija; tengo ya dos apuestos muchachos. Dime, ¿dónde está Meritites?

—Con Rahotep. Ha ocurrido algo espantoso. Intentaron asesinarlo cuando se encontraba cazando en el desierto.

—Estoy al corriente. Acabo de visitar a mi madre y me lo ha contado todo. Iré a ver a Rahotep; tengo motivos para estar inquieto. Escucha, también han intentado matarme mientras estaba en Hermópolis. Una noche un hombre se acercó a mí mientras dormía. Pero un dios me envió un sueño y desperté: el hombre lanzó contra mí su jabalina, pero falló.

Keops narró su aventura a Henutsen y luego le dijo:

—Te ruego que guardes el secreto. Prefiero que ese intento de asesinato no se conozca. Ignoramos quién desea nuestra muerte, la de nuestro padre, la mía y ahora la de mi hermano. Es normal que sospechemos de Neferu, pero me cuesta imaginar que esté metido en una empresa tan azarosa.

—Keops —dijo Henutsen—, tampoco yo puedo creerlo. Cuando trajeron a Rahotep fui a ver a Neferu y le interrogué. Sé que no se ha alejado de Menfis y me dijo que ahora estaba seguro de que vuestro padre iba a nombrarlo heredero del trono. Y juiciosamente añadió: «Sería muy loco si intentara eliminar al bueno de Rahotep, que además no es mi rival porque soy mayor que él, aunque no sea hijo de Hetep-heres».

—Sin duda es mayor que él, pero después de mí, el heredero legítimo es Rahotep, no Neferu. Sin embargo tampoco yo creo que esté comprometido en la conspiración, por eso me siento perplejo, no veo a quién puede interesarle nuestra muerte.

—Se dice que Rahotep puede haber sido atacado por un soldado descontento, pues parece que es severo con sus hombres y no vacila en ordenar que los apaleen si cometen una falta.

—Nunca podré creer que un soldado, por muy vengativo, por muy rencoroso que sea, arriesgue la vida para vengarse así de un simple apaleamiento.

—Tampoco yo lo creo. Temo por ti, amado mío. Ahora sabemos que tu vida está amenazada, mientras no queden desenmascarados quienes desean tu muerte.

—No tengas miedo. Es ya el segundo atentado que sufro, y han fallado en las dos ocasiones. A partir de ahora voy a mantenerme siempre en guardia.

Keops se separó de Henutsen para dirigirse a la residencia de su hermano Rahotep. Había guardias armados apostados en las puertas y rodeando la casa y Keops tuvo que darse a conocer para poder pasar. Encontró a su hermano en el jardín, sentado en un sillón cubierto de almohadones. A su lado estaban Neferet, Meretptah, Neferkau y Meritites.

—Veo que estás bien acompañado —dijo Keops después de saludarlo y preguntarle cómo se encontraba.

—Tengo conmigo a mis amadas hermanas, y eso me alegra —declaró Rahotep.

Keops lo encontró, en efecto, más delgado y se lo dijo.

—Si lo hubieras visto cuando lo trajeron —intervino Neferet—. Por fortuna su naturaleza es fuerte y se recupera deprisa. Sus heridas van mucho mejor, casi está curado.

—Lo que más lamento —intervino su hermana— es que todas las miradas se vuelvan ahora hacia mi pobre marido, como si mi querido Neferu fuera capaz de buscar la muerte de su hermano. Espero que tú no sospeches de él.

—Es cierto que la desaparición de Rahotep y la mía le beneficiarían, pero no puedo creer que su ambición sea más fuerte que su amor fraterno y quiera mancharse con crímenes que los dioses abominan. Es tan evidente que él sería el primero en sacar provecho de esos asesinatos que no creo que se haya atrevido a hacerlo.

—En ese caso, ¿sobre quién pueden recaer las sospechas? —preguntó Neferkau—. No quiero apenarte, Meretptah, pero si Neferu no es el instigador de ese intento de asesinato, debemos buscar al culpable en su entorno, pues desde luego Keops queda fuera de toda sospecha.

Neferkau, que ciertamente estaba muy enamorada de Neferu, como había dado a entender varias veces, había lanzado este dardo sólo para incomodar a su cuñada. Le envidiaba un esposo que hubiera deseado tener para ella sola y que, por añadidura, apenas se dignaba a mirarla; lo que no sólo la apenaba, sino que aumentaba sus celos y le hacía pensar a menudo que detestaba tanto a su hermanastro que desearía verlo muerto.

—Los prejuicios nunca son recomendables —respondió Meretptah a la observación de Neferkau—. Ten en cuenta que mi marido no necesita mancharse con un crimen para tener esperanzas de alcanzar algún día el trono de las Dos Tierras.

—Tal vez, pero si nuestro padre no interviene —replicó Neferkau— tiene pocas posibilidades de convertirse en rey de este país. Pues no sólo están vivos y bien vivos mis dos hermanos mayores, sino también los dos niños, Kawab y Baufré, y tal vez un tercer hijo legítimo de Keops, si Meritites nos diera otro muchacho.

—¡Dejad ya estas sórdidas discusiones! —intervino entonces Meritites—. Todos somos hermanos. Qué importa quién suba al trono de nuestro padre. Qué importa que sea Keops o Neferu. ¿Por qué no somos una familia unida? Bastante trabajo da el buen gobierno de la Tierra Negra. Nuestros hermanos y esposos podrían repartirse los poderes sin tener que pelearse por cuestiones de supremacía. Y vosotras. Neferet y Meretptah, ¿os habéis fijado en la vida que lleva nuestro padre y en la que impone a sus dos reinas? Siempre está lejos, entre sus cortesanos y Amigos, o en plena campaña, en tierras lejanas. Casi nunca ve a sus hijos, salvo para darles órdenes y cargos. Y a sus hijas las ve menos aún.

»Sus esposas siempre están solas. Incluso la que fue su amor de juventud, la madre de Neferu, se marchita en su hermoso palacio; el rey la visita muy pocas veces porque sus funciones lo mantienen demasiado ocupado. A veces, yo desearía que Keops fuese un simple ciudadano o que siguiera siendo siempre lo que es ahora; por lo menos así está a menudo con nosotras, vive como un hombre y no como un dios, puede amar una noche a Henutsen y acercarse otra a mi lecho, tiene tiempo para charlar con nosotras en el jardín, e incluso ahora está junto a ti, Rahotep, mientras que nuestro padre ni siquiera encuentra tiempo para interesarse por ti, y debe pedir a los mensajeros que te traigan sus palabras y le repitan a él las tuyas. Con el pretexto de que debe trabajar por el bien de su pueblo como el pastor vela por la seguridad de su rebaño, su majestad no tiene tiempo para amar a los suyos y consagrarles algún momento. No, en verdad no me satisface ser hija de su majestad y saber que mi esposo será rey algún día y tendrá que portarse conmigo como mi padre lo hace con nuestras madres y con nosotros mismos.

Keops tomó en sus brazos a Meritites y habló a su vez.

—Nuestra hermana tiene razón… Apruebo tus palabras, querida mía, y no quisiera, si algún día soy soberano de este país, descuidarte, ni tampoco a nuestros hijos, como tal vez he hecho muy a menudo cuando he ido a recorrer nuestras campiñas. Pero es muy cierto que las cargas de un reino son abrumadoras para quien las asume, por eso debemos perdonar que nuestro padre nos abandone con tanta frecuencia y apenas lo conozcamos, diría incluso que sabemos menos de él que muchos de sus amigos de la corte que lo ven diariamente en su palacio.

Después se volvió hacia Rahotep y le dijo:

—Ahora, dejemos estas disputas y cuéntame con detalle lo que te ocurrió. Dime cuándo saliste de Menfis, dónde y cuándo fuiste agredido por aquel hombre, cuánto tiempo tardaste en llegar al pozo que te permitió no morir de sed, cuántos días estuviste allí antes de que te encontraran los soldados.

—Mi buen Keops, me abrumas con tus detalladas preguntas. Soy incapaz de decirte cuánto tiempo hace que salí de Menfis. Recuerdo que descubrí huellas de beduinos y las seguí porque al jefe de expediciones del rey le es útil encontrarse con ellos, conocerlos y convertirlos en aliados. Fui tras ellos, de campamento en campamento, durante varios días y por fin los encontré y hablé con su jefe. Le dije quién era y establecí con él pactos de alianza en nombre de su majestad. Luego me marché. El mismo día de mi partida encontré huellas de leones y las seguí por curiosidad, pues nunca he cazado uno, ni tampoco una pieza de ese tamaño.

—¿Y qué habías ido a cazar entonces? —se extrañó Keops.

—Para mí, como para ti, la caza es más bien un pretexto para recorrer el desierto y alejarme algún tiempo de nuestro mundo. Sólo cazo presas pequeñas para alimentarme. ¿De dónde salió el hombre que me atacó aquel día y cómo supo quién era yo? No puedo decírtelo. Tal vez se lo dijeron los beduinos, porque si me había seguido desde mi partida, ¿por qué esperó tanto tiempo para atacarme?

—Juiciosa observación. Pero si como parece te buscaba para asesinarte, ¿cómo pudo encontrarte en el desierto? —advirtió Keops—. Hay algo muy extraño en todo eso. Aunque también pudo ser simplemente un bandido que quería desvalijarte.

—Ya lo he pensado; pero sólo llevaba mi paño, sucio y hecho jirones después de tantos días en el desierto, y no tenía más arma que mi jabalina. ¿Quién se jugaría la vida para apoderarse de tan parco botín? No, sólo puedo creer que el hombre quiso matarme y pensó además haberlo logrado. Cuando apareció el león, yo debía de parecer muerto. Por eso, y porque no me moví, la fiera me desdeñó y corrió tras mi agresor, que huía. Luego me arrastré en busca del pozo que ya conocía. Llegué al día siguiente, agotado después de tantos esfuerzos. Saqué agua para beber y después perdí el conocimiento. Ardía de fiebre. Vendé mis heridas con tiras arrancadas de mi paño. Ignoro cuántos días estuve solo, supongo que varios, pero dormí tanto que perdí la noción del tiempo. Cuando los soldados me encontraron, mis heridas estaban comenzando a cicatrizar.

—¿Pudiste ver el rostro del hombre que te agredió? ¿Cómo era?

—Te extrañará, pero no pude ver su cara. Llevaba una máscara; su cabeza estaba oculta por una pesada cabeza de ibis, como en las representaciones del dios Thot.

—¿Dices que llevaba una máscara de ibis? —quiso confirmar Keops.

—Eso es. Es extraño, ¿no?

—Muy extraño. Así pues, no pudiste ver su rostro.

—Pero sí vi su cuerpo. Era un hombre robusto, algo más alto que yo, me pareció. Y llevaba un paño como los nuestros. Sólo puedo decirte que no se trataba de un beduino. Ya ves que no será fácil identificarlo. Por mi parte, renuncio a ello aunque, como jefe de las expediciones del rey, estoy al frente de la policía del desierto.

Rahotep calló. A su lado había una gran jarra de cuyo cuello salían dos largas boquillas. Se inclinó, tomó en su boca el extremo de una de las boquillas y aspiró la cerveza que contenía el recipiente. Luego ofreció a su hermano la otra boquilla.

Keops levantó la mano en gesto de agradecimiento y rechazó la invitación.

—¿Y tú, hermano mío, de dónde vienes? ¿Estabas en el gran oasis occidental, hacia el mar del Poniente?

—He recorrido las regiones vecinas —respondió evasivamente Keops.

—Me parece que esta vez has estado fuera mucho tiempo.

—Más que de costumbre, es cierto. Pero tenía algunas tareas que llevar a cabo.

—¿Tareas que llevar a cabo? Entonces supongo que regresas satisfecho.

—Lo estoy. Y más todavía por encontrarte en buen estado después de lo que acaba de sucederte. Y veo que a nuestro padre tu aventura le ha alarmado lo bastante como para rodearte de guardias.

Rahotep se echó a reír.

—Sí, nuestro padre quiere mantener a sus hijos vivos y con buena salud. Me ha hecho saber que, cuando me haya restablecido por completo, me nombrará jefe de los ejércitos reales. Su majestad desea que constituya un cuerpo permanente de soldados fieles y bien entrenados. También quiere que lleve a cabo una investigación sobre los soldados que intentaron asesinarlo en Nubia y sobre el hombre que me ha agredido. Al parecer, el comandante de los medjay es un inepto que ni siquiera ha podido descubrir cuál es la familia de los soldados culpables de ese crimen de lesa majestad. Ignoro si yo podré hacerlo mejor.

—Esperemos que sea así. Es muy posible que el hombre que sobornó a los dos soldados sea el mismo que lanzó tras tus pasos, como un vil perro de caza, al sicario de la cabeza de ibis.