20

Antes de abandonar Hermópolis y cruzar la quinta puerta, Keops se había concedido unos días más, un mes tal vez, para consagrarlos a meditar las palabras que habían sido pronunciadas el día de su iniciación. Ahora bien, al segundo día de aquella nueva etapa en la vía de la verdad, por los caminos de Maat, el sacerdote que le llevaba la comida dejó el cesto y le dijo:

—Ha venido un heraldo de su majestad. Me ha entregado un mensaje del rey para ti.

Keops, que estaba en el centro de la habitación, miró al sacerdote.

—¿Un mensajero del rey?

—Se ha presentado a las puertas del templo. Me ha preguntado si estabas aún entre nosotros. Le hemos indicado el lugar donde morabas, pero ha dicho que no quería turbarte en tus meditaciones y ha solicitado al guardián de la puerta que te entregara la carta de su majestad.

El sacerdote tendió a Keops un pequeño papiro enrollado, sujeto por un ancho hilo vegetal que llevaba un sello de arcilla, indiscutiblemente el sello real, y se retiró. Keops desenrolló el papiro y descifró las pocas palabras.

«Mi amado hijo: ¿Cómo te encuentras? ¿Cómo estás? Yo estoy bien, satisfecho. Tus esposas y tus hijos se hallan perfectamente. ¿Cuándo piensas volver a nosotros? Todo el mundo desea aquí tu regreso. Que el dios te proteja».

Keops volvió a leer la carta y se sumió en un abismo de reflexiones. Se preguntó por qué su padre se había tomado el trabajo de enviarle una nota para decirle aquellas trivialidades, cuando nunca le había escrito. ¿Qué podía significar aquello? Luego recordó que no había comunicado a Snefru adonde se dirigía. Ni siquiera le había avisado de su partida, pues, considerando las funciones que el rey le había confiado, podía ausentarse sin que nadie lo advirtiera. Finalmente, pensó que su padre, de todos modos, debió de inquietarse, preguntar por él y, como nadie podía decirle qué ocurría, se habría dirigido a la gran esposa, suponiendo que ella no ignoraba dónde estaba su primogénito. Pero si se había preocupado por él, debía de tener importantes motivos. Entonces ¿por qué le enviaba sólo sus votos de buena salud? Keops pensó en llamar al sacerdote para preguntarle cuánto tiempo hacía que el mensajero se había marchado, pues tal vez fuera posible alcanzarlo y preguntarle en qué circunstancias el rey le había entregado la carta y las recomendaciones que pudo hacerle. Luego renunció a ello y dejó el papiro a un lado.

Keops durmió en la terraza. Durante largo rato estuvo escudriñando el cielo tachonado de estrellas. Meditó sobre todo lo que Ibebi le había enseñado y lo escrito en los libros de Thot. Pensó que las estrellas que los astrónomos egipcios llamaban las Indestructibles y las Infatigables eran, cada una de ellas, un mundo, un universo a distancias inconmensurables. Las Indestructibles permanecían fijas en el cielo; eran las estrellas y las constelaciones. De entre las Infatigables, sólo cinco eran visibles en el cielo que recorrían incansablemente: eran los planetas, presididos cada uno de ellos por una divinidad; los no iniciados creían incluso que los dioses tenían allí su residencia. Su movimiento era seguido, calculado, y había sabido por Ibebi que estaban muy cerca de la Tierra, aunque menos que la luna y el sol. Por lo que se refiere a las demás, las que parecían siempre fijas, las Inmutables, estaban mucho más alejadas, y todas a distinta distancia. Pues Ibebi le había enseñado —pero ése era un secreto que no debía divulgar, aunque sólo fuera porque nadie iba a creer a quien hablara de él o, si le creía y reflexionaba, podía ser víctima del vértigo— que el cielo no era en modo alguno, como solía enseñarse, una bóveda lisa como el techo de una casa. De ser realmente así, le había preguntado Ibebi, ¿qué habría más allá de la bóveda? Por encima de los techos de las casas estaba el cielo, pero si el cielo era un objeto concreto en el que estaban clavadas las estrellas, ¿qué podía haber más allá de él? El cielo, le habían enseñado, es sólo un inmenso vacío salpicado de cuerpos situados a distancias muy variables de la Tierra: su aspecto de techo sembrado de puntos luminosos era sólo una ilusión de los sentidos, de la vista. Pero en ese caso, ¿cómo un dios concebido de aquel modo, un dios que adoptara apariencia humana, podía ser al mismo tiempo aquel Ser infinito capaz de haber creado tan inmenso universo? Sólo podía ser espíritu, un sublime Akh no podía tener cuerpo, salvo que, como le había dicho Ibebi, su cuerpo fuera sólo la materia en todas sus manifestaciones.

Keops se había dormido, abrumado por el esfuerzo de comprensión realizado.

Se veía pequeño e inmenso en sus sueños. No caminaba, volaba como un halcón, encarnación de Horus. Recorría la Tierra Negra con gigantescas zancadas. De un solo salto iba de Heliópolis a Menfis, de Menfis a Heracleópolis, de Heracleópolis a Hermópolis, de Hermópolis a Abydos, donde sin embargo nunca había puesto los pies; recorría la Tierra, recorría el cielo. Había abandonado ahora el empíreo para encontrarse sentado junto a un hombre que le dijo que era Filitis, el pastor que apacentaba sus animales en el lindero del desierto líbico. «¿Por qué has permanecido tanto tiempo lejos de mí?», le preguntaba Filitis. Y se dijo que había descuidado demasiado tiempo a aquel sabio. «Pero como puedes ver no te he olvidado; he aquí que he vuelto», le respondía. «¿Temes acaso que te ataquen de nuevo? ¿Temes aún a los beduinos ávidos de crimen y pillaje?», seguía preguntando Filitis. Y él contestó: «No temo a nadie». Se volvió hacia Filitis, se incorporó para poner de relieve su hermosa musculatura, para convencerse a sí mismo de su fuerza física. Pero ante él no estaba ya el pastor sino el propio dios Thot, parecido al hombre con cabeza de ibis que se hallaba en la sala secreta del templo, uno de los que le habían llevado a la puerta que daba a las tinieblas, a la nada o, también, a un misterio que la oscuridad debía proteger de las miradas profanas.

Keops abrió los ojos, vio el cielo, que seguía estrellado, sin luna. Volvió un poco la cabeza y siguió viendo a Thot con cabeza de ibis. Tenía el tamaño y el cuerpo de un hombre y la cabeza del pájaro. Se erguía en la terraza vecina, algo más elevada que aquella en la que Keops se había tendido. Por un breve instante pensó que soñaba, no conseguía distinguir el sueño de la realidad. Thot permanecía inmóvil, en actitud de marcha, con una pierna adelantada. Parecía estar en suspenso, como un hombre que avanza silencioso y, temiendo ser sorprendido, se detiene, se inmoviliza para no hacer ruido y no despertar a la persona que se acerca. Keops se incorporó. La estatua de Thot se animó de pronto. Tenía en la mano una jabalina y la blandió con rápido gesto, lanzándola hacia el príncipe. Con sus rápidos reflejos de cazador, Keops saltó hacia un lado, evitando el dardo, y cayó al suelo. Se estaba levantando cuando el hombre saltó sobre él con un cuchillo en la mano. Lo golpeó, arañándole el hombro, y Keops le agarró de la muñeca para hacerle soltar el arma. Con la otra mano intentó asir la máscara de su agresor para arrancársela y ver su rostro. Pero el hombre empuñaba otro puñal. Permanecieron unos instantes frente a frente, casi sin moverse, con los músculos tensos, intentando, cada uno de ellos, desequilibrar al adversario. Keops oía la ronca respiración del desconocido bajo su máscara. Muy cerca de su rostro se agitaba la punta del pico, largo y agudo, del pájaro. Keops apartó la cabeza para no ser herido. Su agresor aprovechó el movimiento para agachar rápidamente la suya mientras levantaba la rodilla para rechazar a Keops. El pico golpeó el pecho del príncipe, que resultó herido. El desgarrón era superficial, pero tan doloroso que Keops retrocedió vacilando, empujado por el rodillazo. El movimiento le hizo soltar la presa, que aprovechó para liberarse. El desconocido intentó golpear una vez más a Keops, pero éste logró esquivarlo. Entonces, entendiendo que había fracasado en su intento de sorprender al príncipe y evaluando los riesgos, lanzó su cuchillo a la cara de Keops y a continuación saltó del tejado para desaparecer en la noche.

El mango del cuchillo le había golpeado en la frente y un hilillo de sangre corrió ante sus ojos y le nubló la vista por unos instantes, impidiéndole lanzarse tras su agresor. Se soltó el paño y lo utilizó para secarse el rostro y el pecho; luego recogió el cuchillo. Bajó apresuradamente a la alcoba, se lavó las heridas, superficiales todas ellas, y salió en busca de la jabalina. No consiguió encontrarla, por lo que supuso que su agresor la había cogido antes de alejarse.

Ahora Keops no podía ya dudar de que él, el príncipe heredero, había sido víctima de un atentado. Se convenció también de que debía dar gracias a la intervención divina por el sueño en que encontró a Filitis, que le recordó el ataque de los soldados desertores y en el que luego se enfrentó a aquel Thot con cabeza de ibis. Pero ¿quién podía albergar la intención de asesinarlo, a él, el príncipe heredero? Sólo su hermanastro, el único rival que conocía en la sucesión al trono. Y sin embargo, le costaba convencerse de que Nefermaat pudiera lanzarse a tan azarosa empresa, pues deducía que la misma mano debía de haber pagado a los hombres que intentaron asesinar al rey en el campamento de Nubia. Y si no se trataba de Nefermaat, sólo podía ser Ptahuser, el sumo sacerdote del templo de Ptah, o uno de los cortesanos que tanto tenían que ganar con la desaparición del príncipe heredero o del propio rey.

Keops aguardó con impaciencia la llegada del día para interrogar al sacerdote que le llevaba el alimento.

—¿Recuerdas cómo era el heraldo de su majestad que te entregó ayer la carta de mi padre?

—No pude verlo, señor. Uno de los sacerdotes encargados de vigilar las puertas del templo me entregó el papiro.

—Ve a buscarlo, quiero hablar con él.

El sacerdote se retiró y regresó muy pronto en compañía del portero, que, interrogado por Keops, declaró:

—En realidad, señor, me sorprendió que aquel hombre fuera un enviado del rey, pues iba solo, sin escolta y a pie.

—¿Qué aspecto tenía? ¿Puedes describirlo? ¿Era alto o bajo, gordo o flaco? ¿Cómo era el paño que vestía? ¿Reparaste en si llevaba peluca o bigote?

—No, no llevaba peluca ni bigote. El paño que vestía no era sino un simple cinturón, lo que me sorprendió. Era de pequeña estatura y muy flaco, como si pasara hambre.

Aquella descripción lo dejó perplejo. Estaba claro que aquel hombre no era un mensajero del rey. El asesino fingió llevar el supuesto pliego para asegurarse de que él, Keops, seguía en Hermópolis. Pero ¿cómo pudo encontrar su morada entre todas las casas construidas de un modo tan anárquico, en el propio recinto del santuario? La única respuesta que le satisfizo fue que el asesino envió al falso mensajero y éste se introdujo en el santuario. Eran muchos los fieles que durante el día entraban en el recinto del templo por una de las puertas de acceso. Una vez dentro, le habría sido fácil seguir al sacerdote que le entregó el papiro. Y regresó por la noche, para, amparado por la oscuridad, desplazarse por las terrazas de las casas contiguas y llevar a cabo su fechoría. Sin duda, el sicario procedía de Menfis, y debía de actuar solo. Había muchas posibilidades, pues, de que el mensajero fuera un hombre de Hermópolis o de su región, que el asesino eligió y pagó para que entregara el mensaje. Y en ese caso, era posible encontrarlo. Keops se dirigió a la morada de Ibebi. El sacerdote se alarmó al ver las heridas. Keops le puso al corriente de su aventura nocturna y le comunicó sus reflexiones.

—Si reside en Hermópolis encontraremos a ese hombre —aseguró Ibebi. Se volvió hacia el portero—. Ve con dos o tres compañeros, como medida de seguridad; recorred las calles de la ciudad, buscad por los campos de los alrededores, tomaos todo el tiempo necesario, pero traednos al hombre que te entregó el papiro.

El portero llevó a cabo las investigaciones siguiendo al pie de la letra las instrucciones de Ibebi, pero no tuvo éxito en sus pesquisas.

—Hemos visitado todas las casas de la ciudad, interrogado a todos los campesinos, artesanos, cabreros, boyeros y guardianes de la necrópolis. No he visto en parte alguna el rostro de aquel hombre.

Ibebi le autorizó entonces a abandonar la búsqueda.

—El falso mensajero real no es de por aquí. Debió de acompañar al hombre que te atacó, a menos que quien trajo el mensaje y quien intentó asesinarte fueran la misma persona.

—Si el portero no se equivocó en su descripción —aseguró Keops—, no puede ser el mismo. Mi agresor era robusto y tan alto como yo o incluso más.

—Entonces ese hombre tenía un cómplice que le acompañaba y, sin duda, ambos se han marchado y ahora estarán lejos de aquí. Tal vez en Menfis. Tendrás que llevar a cabo allí tus investigaciones. Si lo deseas, el portero que recibió el mensaje te acompañará a Menfis, pues si él puede reconocer al hombre, te será fácil hacerle hablar.

—Menfis es una ciudad muy poblada, y en los campos vecinos hay numerosos campesinos. Si el portero encontrara a nuestro hombre, sería sólo gracias a la ayuda de un dios.

—Tal vez del propio Thot, enojado porque hayan adoptado su aspecto para asesinarte —insinuó Ibebi con una sonrisa.

No fue necesario que el portero siguiera a Keops hasta Menfis ni que Thot interviniera. Unos días más tarde, cuando el príncipe heredero decidió regresar con los suyos, Ibebi fue a su encuentro en la morada donde seguía residiendo.

—Señor —dijo—, han encontrado al falso mensajero. Nuestro portero lo ha reconocido.

Keops se levantó enseguida.

—¿Dónde está? Vayamos a verlo, llévame a su lado.

—Sígueme, pero vas a tener una decepción.

Ibebi seguía hablando mientras, seguido por Keops, salía de la estancia.

—¿Por qué hablas de decepción? —se extrañó.

—Porque el hombre ha muerto. Lo han encontrado unos pescadores. Su cuerpo había quedado enganchado en unas hierbas, entre dos aguas, a la altura de un banco de arena. Ha sido devorado, en parte, por los siluros y otros peces carnívoros, pero su rostro es reconocible. Al parecer se trata de un mendigo que vivía solitario en nuestra ciudad. Por eso pudo desaparecer sin que nadie se preocupara, sin que nadie denunciase su desaparición. Su cuerpo ha sido examinado por uno de los encargados de las momificaciones que asegura que el hombre fue golpeado con un pesado bastón o una maza y estrangulado antes de que lo arrojaran al río.

—¿Estrangulado?

—Sí, se han encontrado las huellas de los dedos profundamente marcados en su garganta.

—Entonces debemos suponer que mi agresor, al haber fallado, pensó que el hombre que se encargó de entregar el mensaje podía ser reconocido e interrogado. Lo buscó, lo golpeó y estranguló para asegurarse de que estaba muerto y, finalmente, lo arrojó al río convencido de que la corriente lo arrastraría lejos de aquí.

—Efectivamente es lo que pudo ocurrir —asintió Ibebi—, pues si hubiera conseguido asesinarte, nadie lo habría relacionado con el falso mensajero y nadie lo habría buscado. El fracaso del criminal llevó a la muerte a este desgraciado, que debió de recibir unos panes y un puñado de dátiles por entregar el mensaje, tal vez, incluso, de buena fe.

—Es muy posible, casi seguro que las cosas ocurrieran de ese modo —murmuró Keops—. Y ahora nos será imposible identificar al asesino cuya libertad supone una amenaza para mí y su majestad. Es hora de regresar a Menfis.