18

Rahotep regresaba glorioso y satisfecho de una corta expedición que había dirigido en el desierto, al este de la Tierra del Norte, en las Terrazas de la Turquesa, el país de los beduinos, llamado también desierto de Sin. Había conseguido piedras raras, malaquita y turquesa, y también cobre. Después de depositar todo ello en los almacenes reales y comparecer ante el rey, su padre, para recibir sus felicitaciones, regresó a su residencia. Allí lo esperaba Neferet, su esposa, que se presentó ante él y dijo:

—Esposo mío, me complace ver que has regresado sano de la expedición por el desierto, entre la peste de los beduinos. Si no has encontrado a tu hermano Neferu, si no te ha dicho nada, has de saber que nos ha enviado un mensaje: para celebrar su nombramiento junto al visir, mi padre, nos invita a una hermosa fiesta en su residencia. Ha querido esperar a que regresaras para que estuvieras presente.

—Lo celebro, pero me extraña. Nos evita desde hace mucho, halaga a nuestro padre lejos de nuestras miradas. Y además, hace ya algún tiempo que ocupa ese cargo junto a Nefermaat, tu venerado padre. ¿Por qué se decide ahora a celebrar la fiesta?

—Creo que lo han investido de modo oficial recientemente y, además, su majestad le ha confiado el cargo de administrador de palacio.

—¡Ah! Veo que nuestro padre lo colma de honores y poderes. Temo que llegará el día en que será investido oficialmente con el título de príncipe heredero, para sucederlo en el trono de las Dos Tierras… en detrimento de mi hermano mayor, de sus hijos y también mío, pues soy el segundo hijo de la gran esposa real.

—Querido esposo, te pareces demasiado a Keops, no sabes hacer la corte al rey y a los grandes, siempre te quedas al margen; aunque, después de su majestad y de tu hermano mayor, eres el tercer personaje del reino, y estás destinado a convertirte en el visir de Keops.

—Mucho me temo que él no se ciña nunca la doble corona. ¿Sabes qué otros invitados habrá?

—Sé que estarán tus hermanas Meritites y Neferkau, y también Henutsen, esa mujer que ha conseguido casarse con Keops.

—Henutsen es graciosa y amable, no entiendo por qué no te gusta.

—No es que no me guste, pero me parece demasiado segura de sí misma, demasiado convencida de su talento. Desde que su majestad acudió a casa de Keops para verla danzar y oírla cantar, no deja de elogiarla y en la corte sólo se habla de ella. Todos repiten que es la danzarina con más gracia nacida a orillas del Nilo y que su voz debe de encantar a los dioses.

—Desde luego, es agradable escucharla y contemplarla, pero también es verdad que no es la Única, la Dorada en persona. Hator la de las hermosas danzas.

—Pues comienza a creérselo. En cualquier caso, no sé qué otros invitados asistirán, aunque es seguro que no estarán presentes ni mis padres ni los tuyos, ni tampoco la madre de Neferu. Hizo saber que sólo invitaría a personas de su generación, lo que le evita tener que invitar a tu madre, a la que detesta.

—No exageres, Neferet. Sin duda Neferu reprocha a nuestra madre ciertos agravios, porque defiende a Keops ante el rey y es un obstáculo para sus ambiciones. Pero afirmar que la detesta hasta el punto de no poder soportar su presencia…

—Y sin embargo es cierto —interrumpió Neferet—. Si no fuera así, acudiría algunas veces a su residencia para rendirle homenaje. Mas, según lo que me ha contado la gran esposa, nunca se ha presentado ante ella y sólo lo ve cuando va al palacio para hablar con el rey o compartir con él la comida.

—Nosotros tampoco visitamos mucho a su madre Neithotep —advirtió Rahotep—. ¿Cuándo va a celebrarse la fiesta?

—Neferu te estaba esperando. Me hizo saber que, si no te oponías, la organizaría para el tercer día después de tu regreso a Menfis.

—Está bien. Le enviaremos un mensajero para comunicarle nuestra conformidad.

Neferu había invitado a sus hermanos con sus esposas y sus hermanas, pero también a numerosas parejas jóvenes, todos hijos o hijas de Amigos del rey; sólo faltaba Keops, del que se sabía había abandonado su residencia hacía varios días, sin que nadie supiera dónde estaba. Algunos decían que había vuelto a Heliópolis, pero los espías de Neferu apostados a las puertas de la ciudad declararon no haberlo visto. Se supuso entonces que estaría conviviendo con el pueblo, como solía, o cazando solo en algún lugar del desierto o en las marismas del mar Occidental. Su ausencia no había turbado a Neferu; en realidad, había aprovechado esa circunstancia para mandar las invitaciones, pues prefería que su hermano mayor no estuviera entre sus huéspedes.

Recibió a sus invitados con su joven esposa, Meretptah. Cuando Rahotep se presentó acompañado por Neferet, cada uno en su silla de manos, Neferu salió a su encuentro con Meretptah, luciendo una amplia sonrisa y con los brazos levantados en señal de alegría.

—¡Rahotep, hermano mío, cómo me complace volver a verte! —exclamó poniéndole las manos en los hombros, mientras Meretptah besaba a su hermana.

—Neferu, para nosotros es también un gran día —dijo Neferet—, y nos sentimos muy dichosos, pues hemos estado mucho tiempo alejados. Pero creo que tu boda con mi hermana podrá aproximarnos.

—Es cierto, y soy el primero en celebrarlo. La prueba es que os he invitado a la hermosa fiesta que damos en nuestra casa.

Mientras hablaba, Neferu tomó de la mano a su cuñada y la llevó al interior de la casa, seguidos por Rahotep y Meretptah. En la gran sala que daba, a través de una columnata, a un jardín bien iluminado por una multitud de lámparas, se habían reunido ya numerosos jóvenes, que se hallaban sentados en mullidos almohadones. Las parejas estaban juntas, mientras que las muchachas y los jóvenes solteros se habían colocado frente a frente, a un lado las mujeres y al otro los hombres. Así todos tenían la posibilidad de examinarse mutuamente y buscar entre las personas del sexo opuesto un posible cónyuge. Naturalmente, todos ellos pertenecían a la alta sociedad; eran hijos de príncipes o de Amigos del rey, de modo que no corrían el riesgo de que sus deseos se vieran entorpecidos, al menos por la barrera de las diferencias sociales. Como habían llegado muy pronto, Meritites y Henutsen estaban entre las muchachas solteras, pues su esposo estaba ausente, y junto a ellas se sentaban las compañeras de Henutsen, Uta y Chery, a las que habían proporcionado instrumentos de música de los que arrancaban una hermosa melodía, pues así se lo habían pedido todos los presentes. No obstante, Henutsen no tocaba ni cantaba pues, siendo ahora esposa del príncipe heredero, no se atrevieron a pedirle que participara en el espectáculo ofrecido por sus amigas.

Rahotep y Neferet fueron a saludarlas y se instalaron junto a ellas. Unas muchachas muy jóvenes, siervas en la residencia de Neferu, ofrecieron perfumes, flores y bebidas; luego unos criados sirvieron alimentos. Neferu, que se había sentado con su esposa junto a las parejas, aguardó a que finalizara la comida para acercarse a su hermano.

—Rahotep —dijo—, dejemos, si te parece, que las mujeres hablen entre sí y ven conmigo para poder charlar de cosas que a ambos nos conciernen.

Aquel preámbulo despertó la curiosidad de Rahotep, que se levantó y siguió a su hermano por el jardín.

—Ya he visto que nuestro padre te colma —dijo a Neferu—. He sabido que también te ha confiado el gobierno de su palacio.

—Es verdad, nuestro padre sabe apreciar mis méritos y la seriedad con que llevo los asuntos que me confía. Y lo mismo ocurre contigo. Hace poco, te elogió sobremanera. Parece que, más tarde, cuando tengas experiencia en las cosas de la guerra, piensa convertirte en el comandante de las tropas reales…

—¿Te lo dijo él?

—Así es. Mas guarda para ti esta confidencia, pues de momento no es seguro. Pero dijo que lo haría cuando considerara que habías adquirido la suficiente madurez para encargarte de tan alta función.

—Créeme, hermano, no presumiré y esperaré a oír por boca de su majestad la confirmación de lo que me comunicas.

Caminaban en silencio por las oscuras avenidas, iluminadas sólo por el fulgor del cielo hacia el que apuntaban las altas palmeras. Neferu fue el primero en tomar de nuevo la palabra.

—Estoy seguro de que tú y yo podríamos hacer grandes cosas juntos.

—¿Qué quieres decir con eso? —se extrañó Rahotep.

—Quiero decir que, en caso de que mi padre me designe príncipe heredero, podrías convertirte en mi visir y en comandante de nuestros ejércitos: formaríamos una pareja que ninguna potencia sería capaz de desafiar.

—Tal vez pero, de momento, nuestro padre no ha hecho tal cosa, aunque te ha confiado altos cargos.

—Muy cierto. Ahora bien, incluso un rey, a pesar de su sangre divina, es mortal. Ignoramos cuándo se reunirá su majestad con Ra en la barca celestial; puede ser dentro de veinte años como mañana mismo.

—Y si fuera mañana, nuestro hermano Keops subiría al trono de las Dos Tierras —precisó Rahotep.

—Mala cosa para la Tierra Negra. Keops es un buen muchacho, pero incapaz de gobernar un reino. Sabe cazar, es invencible en la carrera, nada como un siluro en el Nilo, sabe trazar hábilmente los signos de la escritura, pero aunque puede hablar de igual a igual con boyeros y campesinos, no tiene aptitud alguna para ser rey. ¿No lo crees así?

—Es muy posible. Pero él es el príncipe heredero.

Neferu permaneció unos instantes en silencio antes de volver a hablar, midiendo con prudencia sus palabras:

—También podría morir antes que nuestro padre; es muy imprudente. Recorre solo las marismas y el desierto, no suele llevar armas, desdeña las barcas para cruzar el río, que atraviesa a nado sin miedo a los cocodrilos. En fin, en cualquier momento puede perder una vida muy valiosa para los suyos, y para nosotros mismos. He oído decir que un día durmió con un pastor en el desierto occidental y fue atacado por unos beduinos, lo que estuvo a punto de costarle la vida.

—Lo ignoraba. ¿Cómo te has enterado de esa aventura? Nuestro hermano nunca me ha hablado de ella.

Neferu pensó que acababa de hablar sin la suficiente reflexión, pues, en efecto, recordaba que Keops sólo había comentado el incidente con su esposa y hermana, ante Henutsen, que se lo había contado a él.

—Ya no lo recuerdo. Hace bastante tiempo… Mas querría que entendieras que nuestro hermano no es capaz de gobernar Egipto.

—Pero aunque muriese, tiene también dos hijos que son sus herederos legítimos —le recordó Rahotep.

—Son sólo unos niños.

—Tal vez, pero ¿acaso tras él y sus hijos no es el segundo hijo de la reina Hetep-heres el aspirante al trono de las Dos Tierras?

Neferu rió ante la observación.

—Es cierto. Después de Keops y de sus hijos, tú eres el heredero natural del trono, de modo que te propongo un pacto de alianza: unamos nuestras fuerzas y nuestros poderes. En caso de que su majestad me designe su heredero y me entregue la doble corona, serás mi visir y el jefe de mis ejércitos. Y si dejara las cosas así, sin intervenir, te ayudaré a tomar el poder, a subir al trono de las Dos Tierras, y entonces, yo seré tu visir y el jefe de tus ejércitos. ¿Qué te parece? Pues reconocerás conmigo que nuestro hermano mayor es la última persona digna del trono de Egipto. Unámonos para que no pueda ceñirse la doble corona.

—Pero ¿cómo? ¡No estarás pensando en hacer que asesinen a Keops!

El tono escandalizado de Rahotep preocupó a Neferu, que replicó rápidamente:

—Claro que no… Amo demasiado a nuestro hermano para mancharme con semejante crimen… No, no… Sólo quiero decir que debemos unirnos para impedir que acceda al trono. Bastará con apoderarnos de él, cuando llegue el momento, y encerrarlo en el templo de Ptah, donde estará bien custodiado. Y una vez tengamos el poder, le devolveremos la libertad. Verás, podríamos nombrarle jefe de los rebaños del templo de Sobek. Así pasaría su tiempo con los boyeros del oasis occidental, ya que tanto le gusta compartir sus costumbres y sus placeres.

Rahotep pareció tranquilizarse. Luego dijo en un tono más bajo:

—Me pillas desprevenido… No sé qué decirte, pues no me gustaría traicionar a nuestro hermano… Ni tampoco quiero traicionarte a ti. Fíjate, prefiero a mis hermanas y hermanos que el poder. Si por un cúmulo de inesperadas circunstancias los dioses me colocaran en el trono de las Dos Tierras, no renunciaría a tal honor, es verdad, pero no haré nada para obtenerlo, no intentaré tomar por la fuerza un trono que no me corresponde en derecho, sobre todo si para lograrlo debo mancharme las manos de sangre.

—Querido hermano, admiro tu actitud. Pero debes saber que tampoco a mí se me ocurriría intentar apoderarme por medios recriminables de la doble corona. Te he hecho una buena proposición, además de honesta, por el bien de Egipto. Te aseguro que la vida de nuestro hermano no está en juego, y menos aún la de nuestro padre.

—Me complace escuchar esto de tus labios.

Neferu tomó a su hermano del brazo.

—Ven, volvamos a la sala grande para participar de la hermosa fiesta. Siempre habrá tiempo para proseguir esta conversación… Ahora que nos hemos casado con dos hermanas, a las que les gusta verse a menudo, podremos visitarnos sin que a nadie le parezca extraño, a pesar de que antes de la boda estuviéramos separados.

Rahotep no habló a su esposa Neferet de la entrevista que había mantenido con su hermano. Pero al día siguiente se dirigió al palacio de Menfis, donde residía su madre, la reina Hetep-heres. Ésta lo recibió de inmediato y, cuando le hubo dado noticias de sí mismo y de su mujer, se sentó junto a ella y tomó la palabra.

—Madre, quiero que sepas que la actitud de mi hermano Nefermaat me preocupa.

Hetep-heres levantó las cejas dirigiéndole una mirada alentadora, lo que animó a su hijo a proseguir.

—Ayer, Neferu ofreció a sus hermanos, primos y amigos una hermosa fiesta. Me llevó aparte y me propuso un pacto tras haber afirmado que nuestro hermano mayor, Keops, era incapaz de asumir la tarea real a la que está destinado cuando su majestad suba a la barca de Ra.

—¿Un pacto dices?

—Me propone que lo ayude a alcanzar el trono de las Dos Tierras y, como contrapartida, me ofrece nombrarme su visir y jefe de los ejércitos. Ahora bien, como sabes, amo profundamente a Keops y sé que puede gobernar perfectamente al pueblo de la Tierra Negra. No le dije a Neferu que nunca traicionaré a nuestro hermano, que soy sin duda su más fiel y mejor aliado, pues no quiero romper con el hijo de Neithotep. Mi intención es hacerle creer que no soy hostil a aliarme con él, en detrimento de Keops, y de ese modo podré vigilar de cerca sus acciones; cuando llegue el momento, podré intervenir en favor de mi hermano mayor.

—Hermosa actitud. Pero ten cuidado, temo la perfidia de Nefermaat. Tengo miedo de que te utilice y, cuando esté cerca de su objetivo, te sacrifique. Estoy convencida de que si lograra alcanzar el poder no te elevaría al rango de visir. Este cargo lo ocuparía Ptahuser, el gran jefe del arte, cuya alianza es para él más importante que la tuya. Además, con Ptahuser no corre riesgo alguno, pues éste no puede reivindicar la doble corona, cosa que tú sí puedes hacer porque eres el segundo heredero legítimo. Si por desgracia Keops desapareciese, tú, y no él, serías el príncipe heredero.

—Que el dios nos guarde de semejante desgracia. Mi hermano Keops me es tan querido como mi esposa. Estoy dispuesto a defender su trono contra cualquier enemigo.

—Rahotep, debes saber que permanezco vigilante a este respecto. Cada vez que veo a tu padre lo acoso para que se decida a nombrarte comandante de los ejércitos reales, y lo incito a que reconozca a Keops como el príncipe heredero legítimo por voluntad real. Espero tener éxito en mis empresas aunque no apresuro demasiado mis gestiones, pues, como tú, temo las acciones de Neferu. Tengo miedo de que, si comprueba que el trono se le escapa definitivamente, haga alguna locura. Debemos actuar hábilmente, con gran diplomacia, porque Neferu es astuto, tiene numerosos apoyos y está dispuesto a todo para subir al trono de las Dos Tierras. Tú también debes temer sus intrigas, pese a la oferta que te ha hecho, porque eres el segundo obstáculo para sus ambiciones.

—Me ha propuesto el pacto de alianza porque es consciente de ello, pero desconfío. Mas no te preocupes, sabré protegerme de su perfidia.

—Debes permanecer alerta. Por ello no te aconsejo que simules una alianza con él. Actuando así alentarías sus ambiciones y, sobre todo, te pondrías al descubierto ante él. Es demasiado hábil para dejarte ver su juego, mientras que tú, espontáneo y abierto como eres, te abrirías, y muy pronto descubriría tus debilidades y las utilizaría en su beneficio.

—No olvidaré tus consejos, madre. Voy a pensar en lo que debo hacer. Pero temo sobre todo por Keops. Ignoro dónde se encuentra ahora, aunque sin duda recorre los campos y desiertos de los alrededores de Menfis.

—No, no es así. En estos momentos está seguro en el templo de Thot, en Hermópolis, donde está aprendiendo a ser rey de las Dos Tierras.

—Ésa es una noticia que alegra mi corazón. Por lo menos está a salvo, con gente que sin duda lo ama y respeta.

—Ciertamente. Pero guarda el secreto. Será mejor que crean que está visitando, como de costumbre, a los boyeros de las marismas.