Cuando Abedu entró en su morada tras haber sufrido la humillación de verse degradado al puesto de subjefe de los asnos de palacio, Irty, su esposa, vio por su huraño aspecto que le había ocurrido una desgracia. Como el derrumbamiento de una obra tan sagrada había hecho temer por la vida del arquitecto, la mujer casi se alegró al oír el relato que su esposo le hizo del veredicto del rey.
—¿Por qué pones esa cara? —le preguntó— ¡Estabas tan seguro de ti cuando visitabas las obras de tus pirámides! Recuerdo cómo te colmó el furor de Horus y Seth el día que me anunciaste que el príncipe heredero te había tratado de asno. Yo participé de tu cólera, pero en realidad Keops no se equivocaba. Y ahora, sin duda, te sientes humillado, pero al menos estás sano y salvo y tienes un puesto que seguirá permitiéndote mantener a tu familia.
—Tal vez, pero nunca podré perdonar al rey la humillación que me ha infligido, ni a su hijo el modo como me ha atacado. Y ahora, Keops triunfa, pues ha conseguido imponer a mi rival, Ankhaf, al que yo esperaba haber alejado para siempre de la corte, como mi sucesor. Además, mientras mi cargo nos permitía vivir cómodamente, ahora tendremos que reducir nuestros gastos y despedir a la mayoría de los sirvientes; creo, incluso, que tendremos que vender alguna de nuestras propiedades.
La observación pareció impresionar a Irty, que quedó atónita unos instantes antes de gritar:
—¿Cómo? ¿No serás capaz de mantener a tu familia? No renunciaré a nuestra hermosa morada y tampoco a mis sirvientes. Quiero conservar a mi peluquera, a la mujer que me viste, a los porteadores de mi silla…
—A éstos no los necesitaremos ya. Para llevar tu silla de mano podré proporcionarte tantos asnos como desees.
La observación de Abedu hubiera podido provocar la risa si no hubiera sido pronunciada en un tono tan lúgubre, al tiempo que se desplomaba en un sillón.
—Tú harás lo que quieras —prosiguió Irty—, pero debes saber que me niego a cambiar de vida. Te aseguro que te abandonaré y regresaré con mi dote a casa de mi padre si he de hacerlo.
Tras lanzar esta amenaza, salió declarando que no quería tener ante los ojos el espectáculo de un hombre derrumbado, incapaz de actuar.
Abedu se incorporó y se dirigió al jardín, donde jugaban sus dos hijos, uno de diez años y el otro de once. Se arrodilló junto a ellos y los tomó afectuosamente por la cintura.
—Ankhi —dijo al primogénito—, y también tú, mi pequeño Djati, tenéis que querer a vuestro padre, y como es lógico a vuestra madre, aunque se muestre dura conmigo y a veces con vosotros. Sé que ambos seréis buenos escribas. Deseadme una larga vida, pues cuando seáis mayores os revelaré un secreto que os hará ricos para siempre, y también a vuestros hijos, y a vuestros nietos.
—Pero ¿no somos ricos ya? ¿No somos hijos del jefe de las obras del rey?
—Cierto, cierto… Aunque hoy he recibido una nueva función que me hace dueño de los mensajeros que su majestad puede enviar por todo el reino.
—¿Serás entonces más rico y más poderoso? —preguntó Djati.
—Un poco más, y, sobre todo, conoceré los secretos de su majestad, pero no seré más rico por ese método.
—¿Pues por cuál? —preguntó Ankhi.
—Lo sabrás cuando seas mayor.
—¿Y yo? —interrogó Djati enfadado.
—También tú, pero sólo cuando seas mayor.
—¿Cuánto tiempo tendremos que esperar todavía? —suspiró el primogénito—. ¡Tengo tantas ganas de ser mayor y conocer el secreto!
—De momento, y mientras yo esté con vosotros, ni tu hermano ni tú debéis temer la pobreza. Ya habrá tiempo para conocer ese secreto, pues soy el único hombre, en toda la Tierra Negra, que lo conoce.
Durante los siguientes días Abedu tuvo que familiarizarse con sus nuevas funciones. Asumió así la desagradable tarea de designar al mensajero con asno encargado de dirigirse, apresuradamente, a Heliópolis en busca de Ankhaf. Fue también uno de los primeros en saber que el nuevo arquitecto no destruiría la segunda pirámide cuya construcción él había iniciado, tras haber establecido sus planos.
—Si se limita a rebajar los ángulos de la parte ya construida —dijo a su mujer—, no tocará el grueso de la obra ni lo que ya ha sido construido.
Al decir eso, manifestó un gran alivio que sorprendió a Irty.
—¿Y qué? ¿Cómo puede complacerte eso? Si la pirámide se derrumba, la responsabilidad volverá a ser tuya.
—¡De ningún modo! El responsable será Ankhaf. Aunque no creo que pueda derrumbarse. Pero no puedo decir a nadie, ni siquiera a ti, la razón de mi alegría, al menos, de momento. Lo sabrás más tarde.
—¿Por qué no ahora? —se rebeló ella.
—Porque así lo he decidido —respondió él cortante.
Y para terminar la discusión, abandonó su morada. Mientras había estado a cargo de la construcción de las pirámides reales, Abedu edificó una agradable mansión en los alrededores, entre ambas obras. Pero tras su despido, tuvo que abandonarla e instalarse de nuevo en su morada de Menfis, en el barrio de los artesanos, en la periferia, donde las calles eran especialmente ruidosas. Como todo el mundo lo conocía, Abedu dio un rodeo para evitar el bullicio, pues el lugar adonde se dirigía estaba en el extremo opuesto de ese mismo barrio.
Llegó ante una casa aislada, edificada, como todas las de Menfis, de ladrillos crudos secados al sol y revocados con yeso. Las fachadas solían pintarse con colores vivos, pero la de ésta era blanca, aunque con el tiempo había adquirido un tinte pardusco que confería al edificio un aspecto de abandono. Sólo tenía una puerta en un ancho muro ciego, cerrado con un panel de madera policromada.
Abedu lanzó una rápida ojeada alrededor para asegurarse de que la calle, bajo el sol inclemente de esas horas meridianas, estaba desierta; luego empujó la puerta y se zambulló en la cálida penumbra de la casa. Se encontró ante un hombre deforme, de pequeña estatura y más bien obeso, cuya enorme cabeza parecía aguantarse erguida a duras penas dada su desproporción con el cuerpo. La criatura permaneció silenciosa, pero sus oscuros ojos atravesaron al recién llegado; Abedu conocía al enano por haberlo visto a veces, durante las visitas que había hecho al dueño de la casa.
—¿Está tu señor? —preguntó al extraño sirviente.
El enano inclinó la cabeza.
—Ve a decirle que Abedu quiere verlo.
El servidor se alejó y desapareció por una puerta de madera opuesta a la de la entrada, que permaneció abierta. Abedu no tuvo que esperar mucho. El enano regresó al cabo de un instante, seguido por un hombre de tez oscura como la de los habitantes de Nubia, que imponía por su estatura y su fortaleza.
—Sigue a Taxi —dijo entonces el enano a Abedu—. Él te llevará hasta mi señor.
Abedu conocía al servidor de Sabih, sabía que era mudo o, en cualquier caso, no hablaba nunca, tal vez por desconocimiento de la lengua de los egipcios, razón por la que no intentó dirigirle la palabra. El señor de la casa se hallaba sentado en un estrado de ladrillos, al fondo de una sala oscura, a un extremo de la casa. Esos estrados, una vez cubiertos de esteras o almohadones, servían de cama en las habitaciones de las gentes del pueblo cuyos medios no les permitían disponer de muebles.
—Sabih —dijo Abedu cuando Taxi se hubo alejado—, vengo a ti para requerir, una vez más, ese misterioso poder que te concede Isis, o quizás Thot, o tal vez Seth.
—Sospecho la razón que te trae una vez más a mí. Esta vez no es, sin duda, el amor de una muchacha lo que te mueve, ni tampoco la ambición.
—¿Acaso estás al corriente de la afrenta que me ha infligido el rey?
—Lo supe enseguida…, o digamos que muy poco tiempo después. ¿Qué esperas de mí?
—Solicito una rotura de jarras.
—¿Una rotura de jarras? —se extrañó Sabih, reprobatorio.
—Serás pagado debidamente.
Sabih permaneció silencioso unos instantes y luego se levantó. Era alto y delgado, e iba desnudo, algo normal en un egipcio sorprendido en la intimidad de su mansión. Apartó una estera que había al fondo de la estancia y ocultaba una profunda cavidad excavada en el suelo que servía de sótano. Se introdujo por ella, desapareció, y volvió al instante con un recipiente de terracota y unos útiles de escriba. Lo dejó todo en el suelo, ante Abedu, que se había sentado con las piernas cruzadas, y corrió el ligero panel de palmas trenzadas que cubría la única ventana de la estancia, para que entrara la luz. Se sentó ante Abedu, tomó una pastilla roja y otra negra, cortó un trozo de cada una y los mezcló luego con un poco de agua, en dos pocillos, para hacer tinta negra y tinta roja. Depositó uno de los pequeños recipientes ante Abedu, y le tendió una caña aguzada al arquitecto.
—Escribirás tres veces, con tinta roja, en la panza del recipiente, el nombre de aquel a quien desees embrujar.
—Son varias personas, tres en realidad —observó Abedu—. No quiero sólo embrujarlas, quiero que mueran.
—Ya lo había entendido —aseguró Sabih—. Escribe los nombres de esas personas, tres veces cada uno, separándolos cuidadosamente y distribuyéndolos alrededor de la panza y en el fondo. Pero eso te costará más caro.
—Ya te he dicho que estoy dispuesto a pagar.
—Sé que dispones de medios —concedió Sabih dando por supuesto que sabía a qué atenerse con respecto a la doblez y la corrupción de su interlocutor.
Abedu tomó la jarra y la depositó entre sus piernas, luego mojó el cálamo en el tintero y trazó los nombres, en caligrafía lineal, con mano segura, la mano de un escriba acostumbrado al conocimiento de las letras sagradas. Mientras escribía, Sabih no apartaba la vista de él, algo que, muy a su pesar, impresionaba a Abedu, que sentía clavada en él una mirada que imaginaba reprobadora. Se apresuró a trazar los signos y tendió la jarra al hechicero. Éste la tomó y se volvió hacia la luz para descifrar los nombres que había escrito. Inclinó la cabeza y se volvió hacia Abedu.
—Tu responsabilidad ante Osiris puede ser muy grande —observó.
—¿Acaso la protectora de los magos y los hechizos no es su gran esposa Isis? ¿Y mi protector en la magia no es también Thot?
Sin responder, Sabih tomó el cálamo, lo mojó en la tinta negra y trazó unos misteriosos signos rodeando los nombres escritos en rojo. El nuevo jefe de los arrieros lo miró trabajar a su vez, hasta que levantó la cabeza.
—¿Qué vas a darme por mi intervención? —preguntó Sabih.
—Para empezar, estos dos brazaletes de oro. Luego, te donaré las cosechas de dos de mis campos durante diez años, y cincuenta corderos y diez bueyes. Todo te será entregado, mes tras mes, pero sólo si tu magia es eficaz.
—Lo será. Mas lo que acabas de enumerar lo quiero en los dos próximos meses, y cuando tu deseo se haya realizado, me entregarás otro tanto.
—¿Cómo? ¿Quieres el doble de lo que te he ofrecido? —se indignó Abedu.
—Me has comprendido perfectamente. Mira, lo que exiges de mi magia es el mayor de los crímenes. ¿Cómo puedes creer que me limitaré a unos pocos animales, a dos miserables joyas y al producto de dos campos cuya extensión ni siquiera conozco por ensuciar mi alma con semejantes actos, abominables para Maat y para Ra? Si no quieres pagar el justo precio por mis servicios, puedes retirarte.
—Pagaré, pagaré, te lo juro. Dime lo que debo hacer ahora.
—Llévate esa jarra. Cuando estés en tu casa, rómpela en mil pedazos. Luego tomarás los trozos en los que se halle escrito un nombre completo y enterrarás tres de ellos en los respectivos jardines donde suelen tomar el fresco aquellos cuyos nombres se pueden leer en los fragmentos. Te quedarán entonces dos grupos de tres fragmentos con los nombres detestados. Enterrarás uno de ellos en el sótano de tu morada y el otro lo arrojarás al Nilo para que sea pasto de los cocodrilos, para que Hapy y los dioses lo sepan y no puedan pensar que yo intervine para cometer semejante sacrilegio.
—Así se hará, te lo aseguro. Asumo toda la responsabilidad de este sacrilegio.
Abedu recibió la jarra de manos del hechicero, y la metió en un cesto de junco trenzado.
—Que Taxi se presente ante mí mañana. Partirá con un cordero, y le daré uno cada día, durante cincuenta días, y le entregaré un buey todos los meses, durante diez meses. Y la última cosecha de grano procedente de los dos campos que te he ofrecido te será entregada saco tras saco.
—Irá —aseguró Sabih con firmeza—. Y dale también, para él, algunas joyas, piedras de colores, y una maza de mango cincelado, un puñal y un buen arco hecho con cuernos de gacela. Por mi parte, invocaré cada día las potencias de la Tierra, daré vida a las fórmulas inscritas en negro sobre los fragmentos de la jarra, animaré los nombres allí escritos.
—Que así sea. Por lo que a Taxi se refiere, tendrá todo lo que me pides, y más aún cuando tu magia haya actuado —aseguró Abedu antes de retirarse.
Abedu se dirigió dos días más tarde al templo de Ptah. Pese a haber caído, en cierto modo, en desgracia, seguía siendo lo bastante importante en la corte para que Ptahuser, el gran jefe del arte, lo recibiera; aunque éste, para poner de relieve su propia superioridad sobre Abedu, ahora simplemente jefe de los mensajeros, lo hizo esperar largo rato en el reducto del sacerdote portero, algo que irritó al visitante pese a que no manifestó su impaciencia y descontento.
—Amigo mío —empezó Ptahuser cuando estuvo ante él—, me satisface volver a verte, pues fuiste mi discípulo en la Casa de Vida de este templo.
—Acudo a ti, también, como mi antiguo maestro, pero más aún como poderosísimo artesano de este templo.
—Mi buen Abedu, hemos sabido la injusticia que ha cometido contigo su majestad —le compadeció Ptahuser, encantado en el fondo de que le hubieran arrebatado tan prestigiosa función, que él deseaba para sí y creía merecer más—. Y ahora el intrigante Ankhaf ocupa tu lugar y podrá presumir de ser el constructor de un monumento cuyo verdadero maestro de obras has sido tú.
Aunque aquella hipócrita conmiseración no lo engañara, Abedu dio las gracias a su antiguo maestro por el apoyo moral que le prestaba y a continuación expuso el objeto de su visita.
—Ptahuser, siempre he gozado del favor de su majestad y por ello conozco sus más secretos pensamientos. Sé que alimenta en su corazón el deseo de debilitar al clero de Ptah… ¡Qué digo!, no sólo debilitarlo sino incluso arrebatarle todo el poder, confiscar sus bienes, dispersar sus miembros como hizo antaño Seth con el sagrado cuerpo de Osiris.
—¡Ah! —exclamó el sacerdote, sin imaginar que su interlocutor oscurecía el panorama para fingir ser un aliado más valioso de lo que en realidad era—. ¿Por ventura te dijo algo al respecto? ¿Te reveló que su intención era llevar tan lejos la persecución? ¡Fue educado por nosotros en este mismo templo!
—El rey no tiene escrúpulos. Puedo asegurarte que lo hará, aunque poco a poco, solapadamente, multiplicando los decretos, las pequeñas vejaciones, pues sabe que el dios es poderoso y tiene el afecto de muchos grandes y del pueblo. El expolio se llevará a cabo a beneficio de la gente de Heliópolis.
—¡Abedu, tus palabras me aterran! —exclamó Ptahuser sincero—. Dime la razón de tu visita, pues supongo que no has solicitado verme para comparecer ante mí como un profeta del infortunio.
—Escucha lo que he venido a decirte: formemos una alianza. Poseo todavía dominios, inmensas riquezas, y sigo teniendo gran influencia en la corte. Además, soy el jefe de los mensajeros reales: de acuerdo con mi voluntad, un mensaje de su majestad puede llegar a su destinatario con mucho retraso, o no llegar jamás. Creo saber también que el rey puede caer enfermo, o incluso morir. Y lo mismo ocurre con el príncipe heredero. Sé que esperas que el hijo menor del rey, Nefermaat, suba al trono cuando Snefru muera, pero no ha sido investido aún, y antes que él está Keops y también su hermano Rahotep. Por lo tanto, todos los partidarios de Ptah y Nefermaat deben unirse, formar un frente ante los otros dos príncipes, ante el propio rey. Así pues, vengo a ofrecerte mi apoyo. Ayudaré al príncipe, con todos los medios de que dispongo, a ceñirse la doble corona. A cambio, solicito que me sea devuelta mi función de jefe de las obras reales, que se me confíe la construcción de las distintas pirámides de su majestad.
Ptahuser sonrió. Su rostro se iluminó y repuso:
—Abedu, aceptamos tu alianza, y recibirás la dirección de las construcciones reales. Lo esencial es que no exijas que se te confíen también las obras de nuestros templos y moradas.
Abedu prefirió no comprender qué quería decir el sacerdote con aquellas palabras. Celebró la acogida de Ptahuser y le dio las gracias.
—Pero dime —prosiguió el gran maestro del arte—, ¿qué has querido dar a entender asegurando que su majestad puede ponerse muy enfermo y su primogénito también? ¿Que ambos podrían unirse con Ra y Osiris?
—No he dicho eso. Pero todos saben que han intentado asesinar a su majestad y también al príncipe heredero. Además, consulté a un adivino sobre mi destino y el suyo, y vio la muerte sobrevolando sus cabezas.
—Ah… ¿Dices que sobrevolaba sus cabezas? Pero ¿no la tuya?
—Claro que no… —se apresuró a responder Abedu—. Muy al contrario, me predijo una larga vida, muchas cosas buenas y grandes riquezas. Es la prueba de que, acudiendo a ti, he elegido el bando que vencerá en esta lucha entre Ptah y Atón, entre Menfis y Heliópolis o, mejor dicho, os traigo la seguridad del triunfo en este combate a muerte que debemos librar contra quienes desean dar todo el poder a los clanes del norte.