La noche que siguió a la segunda boda de Keops, la pirámide del Sol, destinada a recibir la momia de Huni, se derrumbó. Como Keops había pronosticado, los paramentos, los grandes bloques con los que se pretendía convertir el monumento escalonado en una pirámide regular, resbalaron, arrastrándose unos a otros, en las cuatro caras, provocando una explosión acompañada por una espesa nube de polvo. El estrépito de las piedras al caer se oyó incluso en los arrabales de Menfis y al principio algunos creyeron que era el trueno que retumba en el cielo cuando Seth manifiesta su cólera. Por fortuna no había nadie por los alrededores porque los alojamientos de los sacerdotes encargados del mantenimiento de la pirámide y del culto funerario estaban demasiado alejados y no sufrieron daño alguno. Al contrario de lo que Imhotep concibió para la pirámide de Zóser, donde la cámara funeraria se colocó en el fondo de un pozo excavado en el centro de la base de la construcción, Abedu había aplicado el sistema más sencillo y ubicado la cámara en la base del monumento. Se accedía a ella por una galería inclinada, cuya entrada secreta se hallaba disimulada en una de las caras de la pirámide, aproximadamente a una cuarta parte de su altura. Se había derrumbado antes de que hubieran podido sacar el cuerpo de Huni de su tumba sencilla para colocarlo, con gran pompa, en su nueva morada de eternidad que se había desplomado al poco tiempo de haber sido erigida.
Abedu se presentó rápidamente en el palacio real. Con la nariz en el suelo a los pies del trono de Snefru, cuyo rostro se mostraba severo, el infeliz arquitecto temblaba de pies a cabeza, sin atreverse a ponerse de pie, pues temía la cólera del rey.
—Levántate —ordenó Snefru.
Abedu se incorporó y quedó de rodillas ante su señor, esperando su veredicto.
—Decididamente —continuó Snefru— mi hijo, el príncipe heredero, tenía razón: eres un asno. Tú querías que lo castigase por su insolencia; dime, ¿debo castigarte ahora a ti por tu incompetencia?
—Señor, debes tener en cuenta que reanudé la construcción de un monumento ya comenzado. El primer responsable es el arquitecto de su majestad Huni, que calculó mal los ángulos.
—Tal vez, pero ese otro asno está ya ante Osiris. Hablaré con él más tarde, cuando lo encuentre por el hermoso Amenti. De momento, tú estás ante mí y no pensaste en revisar los cálculos de tu predecesor cuando mi hijo, con una simple ojeada, predijo lo que iba a ocurrir.
—Señor, reconozco que el príncipe heredero es sin duda un gran arquitecto, su ciencia y su juicio proceden de la sangre divina que anima su cuerpo, la recibió de ti. Pero mira, he comenzado la construcción de otra pirámide, más al norte, muy cerca de tu palacio, destinada a recibir tu momia, con todos tus tesoros y los bienes que te acompañarán por el mundo de Ra y el de Osiris, tu divino ancestro. Ésa es la que cuenta, pues soy su único constructor.
—Pero ¿cómo no temes mi cólera cuando, convertido en dios, vea que esa pirámide se derrumba sobre mis pobres restos y aplasta mi momia bajo los escombros?
—No ocurrirá tal cosa, velaré por ello. He puesto en esa construcción todo mi interés.
—Se derrumbará —replicó el rey, tajante—. He hablado de ello con el príncipe heredero y me ha dicho que los ángulos son demasiado obtusos. Y no lo niegues, Keops no se equivoca. De modo que no voy a dejar que termines esa pirámide y correr el riesgo de que se pierdan de nuevo los frutos de tanta labor. En tu opinión, ¿qué castigo merecen tan graves errores? ¿Mil bastonazos? ¿Que te envíe a trabajar a las canteras de Rohanu? ¿O tal vez que te haga cortar las orejas y la nariz?
—Señor, ten piedad de mí. Soy tu Amigo, he pecado por ignorancia.
—¿Reconoces, pues, que eres un asno?
—Lo reconozco, lo reconozco.
—En ese caso, he aquí mi decisión: te nombro rey de los asnos.
Abedu enarcó las cejas mientras los cortesanos, a un lado y otro de la sala del trono, sonreían.
—Sí, Abedu, te nombro director de los arrieros de palacio. Te encargarás de la administración de nuestros asnos destinados al transporte de flete, y también de los animales que llevan a mis mensajeros por todo el reino. Sin embargo, como tengo ciertas dudas sobre tu capacidad, estarás a las órdenes del jefe de los asnos de la cabaña real.
Abedu se inclinó y golpeó varias veces el suelo con la frente dando gracias al rey, aunque en su fuero interno sintió profundamente, con cierto resentimiento, la humillación; no podía pasarle inadvertido el desprecio e ironía de la decisión real.
—Así, si un asno se derrumba bajo su carga, siempre podremos descargarlo y ayudarlo a levantarse; no será muy grave —concluyó el rey.
Los cortesanos se regocijaron ante su señor, rieron y lo aclamaron, alabando su sabiduría y magnanimidad.
Neferu se acercó entonces presuroso a su padre, para sugerirle que confiara las obras de las pirámides al gran jefe del arte.
—Majestad, Ptahuser es sacerdote de Ptah, señor de los artesanos, a él hubiera debido corresponderle la responsabilidad de estos trabajos —dijo—. Conoce todos los secretos del arte de la construcción. Si lo hubieras designado a él en vez de al asno de Abedu, la catástrofe no se habría producido.
Snefru lanzó una sombría mirada a su hijo. Por una parte, le disgustaba que discutieran sus decisiones y dudaran de la competencia de los que consideraba dignos de las funciones que les atribuía, aunque en el fondo supiera que había cometido un error; por otra parte, no quería incrementar el poder del clero de Ptah y darle ocasión de aumentar sus riquezas, y no era un secreto que los grandes maestros de obras de las pirámides y de los templos tomaban parte de los materiales de construcción y los víveres destinados a los obreros para su beneficio personal, ni el propio rey lo ignoraba, pero así eran las cosas; los arquitectos disponían de suficientes medios para corromper a los funcionarios. También se sabía que se falsificaban las cuentas, pero era imposible descubrir tales manipulaciones en lo escrito. Por todo ello el puesto de arquitecto era tan envidiado y el rey sólo lo concedía a Amigos de su mayor confianza, con los que sabía que podía contar para sostener su corona.
Snefru despidió a Neferu sin darle respuesta, pero con la esperanza de un posible nombramiento de su favorito. Se apresuró a convocar a Ankhaf, de acuerdo con los consejos de su primogénito; sabía que conservaba las tradiciones secretas de la cofradía de la que su padre, Imhotep, fue el más ilustre representante y que había recibido todos los grados de iniciación a los misterios del dios, en Heliópolis, Hermópolis, Abydos y Denderah. Así pues, tenía motivos para pensar que se unían en él la honestidad y la competencia. Lamentó incluso haberlo privado de la obra del monumento funerario del sur cuando se negó a convertirlo en una pirámide regular si no se introducían ciertas modificaciones que exigían demasiado tiempo y medios, a juicio de sus propios consejeros, comenzando por Abedu, a quien equivocadamente confió al final la conclusión de los trabajos, con menor coste. Ordenó a Ankhaf que abandonase su retiro de Heliópolis y se presentara sin tardanza ante él, y convocó a Keops para la recepción del arquitecto.
—Ankhaf es tu protegido, me diste su nombre cuando pensé en un sucesor para Abedu. Quiero que estés junto a mí cuando le reciba, que vea que te debe a ti mi elección y el inmenso honor que le hago nombrándolo jefe de las obras de las pirámides reales.
Snefru habló con el arquitecto y le comunicó que le nombraba su gran artesano real, y cuando le preguntó cómo pensaba actuar, Ankhaf respondió:
—Señor, he visto la pirámide que había comenzado a erigir Abedu en los alrededores de tu residencia. El príncipe heredero tiene razón: si sigue levantándose de acuerdo con los planos primitivos, que el propio Abedu estableció con excesiva rapidez, se derrumbará también. La única solución es detener de inmediato la construcción y rebajar el ángulo de las aristas. De este modo, la parte alta será más inclinada que la baja, parecerá la cumbre de un obelisco. La presión será menor en las caras de la base ya construida y el aplanamiento de la cumbre devolverá la cohesión al edificio.
—¿No ves otra solución? —preguntó el rey.
—Se podría destruir parcialmente lo que se ha edificado para rebajar el conjunto de la inclinación de los lados del monumento, pero sería un trabajo inmenso e ingrato. Por lo demás, la construcción está muy avanzada, todas las partes interiores se hallan preparadas y dispuestas para recibir tu momia y tus tesoros, o tal vez los del dios Huni. Sería una gran pérdida abandonar la construcción tras tantos años de esfuerzo.
—Si adoptamos tu proposición de cambiar el ángulo de inclinación de la parte alta de la pirámide, ¿puedes asegurarme que no habrá peligro alguno de que caiga?
—Tendría que estudiarlo. Pero ¿qué podemos asegurar en estas circunstancias? Algunos podrían descargarse de responsabilidad, decirte que lo mejor es detener la edificación del monumento y erigir, en su vecindad, otro mejor concebido, mas el dios Huni permanecería sin morada de eternidad. Yo estoy dispuesto a asumir la responsabilidad de su conservación. Si tú me lo permites, emprenderé al mismo tiempo la erección de otra pirámide, un monumento que yo pueda idear por completo. Puedo garantizarte ya que desafiará los siglos.
—Bien, hagámoslo así. Te encargo que termines la primera pirámide, la que ha recibido ya el nombre de «la Brillante». La llamaremos «la Brillante del sur» y construirás otra, algo más al norte, que recibirá el mismo nombre que la primera y en la que quiero tener mi tumba, pues me sentiré más seguro. Pero si tengo que tomar la barca de Ra antes de que esté concluida, «la Brillante del sur» estará al menos lista para albergar mi momia. Hágase según mi voluntad. Te concedo todo el poder para realizar esos monumentos; envía obreros a las canteras del sur para que traigan hermosas piedras, haz lo necesario sin perder un solo instante. He decidido nombrar a Neteraperef sacerdote de mi pirámide, él te ayudará en todas las cuestiones de intendencia y se encargará de proporcionar a los obreros los víveres e instrumentos precisos para su trabajo. Pongo a tu disposición todo el producto de los campos y los pastos reales necesarios para pagar y alimentar a los que trabajen en mis pirámides, y para remunerarte en tu justo valor. Pero apresúrate y no concibas una pirámide demasiado grande, pues no sé cuánto tiempo me queda para reinar sobre la Tierra Negra. Me complacería ver esta morada de los millones de años concluida antes de partir para reunirme con mi padre en su barca divina.
Así habló el rey. Ankhaf se inclinó y le dio gracias por la confianza que depositaba en él. Snefru se volvió entonces hacia su primogénito.
—Por lo que a ti respecta, Keops, te confío la inspección de los trabajos, de modo que puedas trabajar en colaboración con Ankhaf.
El príncipe se inclinó ante su padre.
—Recibo este cargo de tus manos con agradecimiento —dijo.
Los cortesanos se extrañaron que el príncipe heredero recibiera una función menor, una dignidad a la que no se vinculaba poder real alguno, mientras que, pocos días antes, Snefru atribuyó a sus dos hijos menores cargos mucho más prestigiosos. A Neferu lo nombró jefe de la casa del visir —es decir, Nefermaat, su tío, que se convirtió también en su suegro, pues su matrimonio con Meretptah se celebró al mismo tiempo que las bodas de Keops con Henutsen—, cargo que en realidad lo convertía en el más cercano colaborador del visir; y Rahotep fue nombrado jefe de las expediciones del rey, lo que le confería un importante poder militar. Keops, que no esperaba recibir una simple dignidad y había visto con amarga sorpresa cómo sus dos hermanos recibían altos cargos, no se confió a su padre pero se quejó a la gran esposa.
—Sospechaba que vendrías a mi encuentro —dijo su madre—. Debes saber que tu padre y yo hemos hablado de estos nombramientos mucho antes de que hiciera su elección. Las funciones halagan a tus hermanos y hacen creer a Neferu, que se halla en el camino de conseguir ser reconocido como príncipe heredero. Por otra parte, sabes que tu hermano Rahotep te es fiel y obedece mi voluntad; de él depende formar las tropas que le han sido confiadas para que, cuando llegue el momento, estén a tu disposición. Finalmente, y por lo que a ti concierne, ese cargo honorífico te deja libre para proseguir tu camino por la vía de la iniciación, sin que tus hermanos, en especial Neferu, puedan alarmarse por ello. Éste creerá que vuestro padre le favorece en tu perjuicio, y de ese modo no sentirá celos de ti.
Neferu estaba satisfecho de su nuevo nombramiento, de alguna forma compensaba su decepción porque su padre rechazara confiar a su favorito la dirección de las obras de las pirámides, en beneficio de un rival al que detestaba, entre otras cosas, porque había sido presentado por su hermano, a quien era fiel.
No había vuelto a ver a Henutsen hasta el día de su boda con Keops. Al regresar de navegar por el Nilo para ir al encuentro del rey, había pasado ante la residencia de Setribi sin conseguir verla; luego supo que se había establecido en casa de Keops, de quien iba a ser su segunda esposa. No le extrañó; había advertido que la muchacha estaba estúpidamente enamorada, decía, del patán de su hermano. Pero no tenía intención de vengarse, ni de revelar sus relaciones, en primer lugar porque, si bien era ambicioso y soñaba con sentarse en el trono de su padre, no era rencoroso, y una denuncia le parecía indigna. Además, alardeando ante su hermano de su relación con Henutsen, daría a entender que introducía espías entre los miembros de su propia familia, lo que podía indisponer al rey en su contra, ya que sin duda se habría enterado. Finalmente, aunque deseara a la muchacha, había satisfecho ya su necesidad de conquista, de modo que en realidad comenzaba a cansarse de tener que ocultarse para disfrutar unos placeres a los que, por otra parte, podía entregarse con toda libertad desde que su matrimonio con Meretptah había llevado a su casa a una muchacha que le parecía encantadora y con la que podía retozar sin impedimento alguno.
Sin embargo, el día de la boda de Keops con Henutsen, durante la fiesta a la que habían sido invitados todos los miembros de la familia real y en la que también estaba presente el rey, Neferu no pudo contenerse y, tomando aparte a su hermano, le dijo:
—En verdad, amado hermano, envidio que puedas hacer entrar en tu morada a una muchacha tan encantadora como Henutsen. He oído hablar de su belleza, pero no imaginaba que fuese tan singular. Cuentan también que canta maravillosamente y danza con incomparable gracia. Si nuestra amable hermana Meritites no ha conseguido retenerte en tu morada, no me sorprendería que Henutsen te atrapara en sus redes.
—Neferu, cierto es que la Dorada me ha sonreído concediéndome el amor de una muchacha que posee tan grandes cualidades —replicó Keops—, pero viendo a tu esposa, estoy convencido de que nada tienes que envidiarme; además, no olvides que Henutsen es sólo hija de un grande, mientras que Meretptah es la hija de nuestro tío.
—Ese vínculo nada tiene que ver, pues Meritites no debió de parecerte más amable sólo porque fuese nuestra hermana.
Henutsen, segura del amor de Keops y con el corazón aliviado por su confesión, había mirado a Neferu a los ojos, incluso con cierto desafío, cuando volvió a verlo por fin en su boda. Él encontró el modo de acercarse a ella cuando estaba sola.
—Debo alegrarme al verte tan feliz —le había dicho—, y me complace poder decirme que en cierto modo soy el artífice de esta felicidad.
—Te concedo que seas el artífice de este matrimonio —respondió ella—, aunque lo hayas sido involuntariamente.
—Lo reconozco, pues no imaginaba que pudieras enamorarte de mi hermano. Desde luego, parece haberse refinado, sin duda gracias al trato contigo. Aunque es lógico que trate de mejorar siendo el hombre destinado a gobernar el reino, en el caso de que siga siendo el príncipe heredero, claro.
—Has de saber que poco me importa que suba o no al trono de las Dos Tierras, él solo se basta para hacerme feliz. A veces incluso me pregunto si para preservar nuestro amor, no sería mejor que nunca fuese rey, ya que veo lo absorbido que está su majestad por las cargas reales y cómo las dos reinas, la madre de Keops y la tuya, son muy a menudo abandonadas por su real esposo.
—En ese caso, creo que podremos entendernos y hacer lo posible para que a mi querido hermano le sean evitadas las preocupaciones del gobierno de los hombres, preocupaciones que, en cambio, yo estoy dispuesto a asumir.
—Eso no depende de mí. Sin embargo, debes convencerte de que pertenezco por completo a Keops y trabajaré siempre para satisfacer sus deseos. Si le complace ceñir la doble corona, haré lo que esté en mi mano para ayudarlo a obtenerla, aunque sea en detrimento de mi propia felicidad, pues mi única ambición es poder amarlo y servirlo como él espera de mí.
—Permíteme admirar la perfecta esposa que pareces decidida a ser para él. Sólo me queda desear que mi propia esposa tenga, para conmigo, esas mismas disposiciones, aun lamentando que no seas tú.
La presencia de Meritites, contenta de haber encontrado en la segunda esposa de su hermano no a una rival sino a una compañera que podía compartir sus juegos y sus alegrías, y también distraer su soledad durante las numerosas ausencias de su común esposo, puso fin a la conversación de los dos antiguos amantes.