13

Hasta que viera a Nefermaat, hasta que le dijera que no quería seguir siendo sus oídos ante su hermano y su hermana, hasta que rompiera cualquier vínculo con él, Henutsen no quería volver a la morada de Keops. Si por ventura regresaba a Heliópolis sin avisar, temía encontrarse ante él, escuchar sus palabras agradables, sus cumplidos, y decirse que había acudido a su lado para traicionar la confianza que había depositado en ella. Dos veces más había corrido a medias la cortina de su alcoba y se había dirigido a la orilla del río, y en ambas ocasiones había aguardado en vano a Neferu. Ignoraba que el hijo de Neithotep, al saber el atentado del que había sido víctima el rey y su regreso a Menfis por el río, la vía habitual, se había instalado en su gran embarcación provista de vela y de remeros, y había remontado el Nilo para salir al encuentro de su padre y asegurarle su fidelidad, pues temía ser acusado de estar implicado en lo que sólo podía ser una conjura.

Evidentemente, ignoraba quién podía ser su instigador, pero sospechaba de los sacerdotes de Ptah, aunque Ptahuser le había afirmado que nada tenía que ver con el asunto. «¿Por qué va a interesarme que asesinen al rey si no has sido designado oficialmente su heredero? —le había preguntado—. Sería hacer el juego a tu hermano Keops». Este excelente argumento había afectado a Neferu. Se había preguntado entonces si la mano criminal que había armado a los sayones no sería la del propio Keops, quien, aparentemente, era el único que podía salir beneficiado en ese momento con la muerte de su padre. ¿Acaso no podía temer que el rey decidiese, y con toda justicia, designarle oficialmente a él, Nefermaat, príncipe heredero? Sin duda su ausencia de Menfis contradecía esta hipótesis, pero examinando con más profundidad los hechos se convenció de que su hermano se había retirado a Heliópolis para alejar de él cualquier sospecha. Una vez asesinado el rey, crimen que hubiera podido conocer antes de que nadie, pues en semejante proyecto siempre se dispone de un rápido mensajero, le sería fácil regresar apresuradamente a Menfis y, con el apoyo del clero de Heliópolis, apoderarse de la corona antes de que ninguno de los grandes pudiera reaccionar. Sin embargo, no tenía intención de comunicar sus sospechas a su padre: dejaría que él decidiera por su cuenta, ya que sugerirle que el príncipe heredero podía estar detrás del atentado podría parecer al rey una calumnia destinada a fortalecer su propia posición.

Henutsen permanecía en un estado de inquietud porque le era imposible enviar a alguien a la residencia de Nefermaat para averiguar lo que le había ocurrido al príncipe. Cierta mañana, su padre se dirigió a ella.

—Pero ¿qué te ocurre, hija mía? Tu madre se ha recuperado ya de su mal, no tienes ya razones para permanecer a su lado. Es hora de que vuelvas junto a la hija mayor del rey y su esposo, pues bueno es hacer la corte a quien está destinado a suceder a su majestad en el trono de las Dos Tierras.

Henutsen suspiró y pretextó no encontrarse muy bien.

—Temo que el mal soplo que alcanzó a mi madre haya penetrado también en mi cuerpo —declaró.

Setribi, que había estudiado en la Casa de Vida del templo de Ptah y aprendido allí los elementos de la medicina antes de preferir el cuidado de las almas valiéndose de la música al de los cuerpos, tomó el pulso a su hija, examinó sus ojos, palpó su pecho y vientre, levantó sus miembros y, por fin, anunció su diagnóstico:

—Hija mía, tus miembros son flexibles, tienes la mirada vivaz, no hay fiebre en el pecho ni en el vientre. Corazón triste. Ésa es tu enfermedad, pequeña mía. Y tu padre tiene la solución, pues debes saber que he decidido darte un esposo, ya que a tu edad es lo que te falta. Ayer mismo hablé con Khamaat, el canciller de los escritos divinos en el gran palacio, encargado de los secretos, profeta de Anubis. Hablamos. Tiene un hijo, un muchacho apuesto recién salido de la Casa de Vida del templo de Hator en Denderah. Heredará los cargos de su padre; es ya escriba de los graneros del templo de Ptah. Su padre quiere darle esposa; la unión que entreveo entre tú y ese muchacho es una buena boda. Ya verás, no dudo que vas a amarlo; además, es un joven que me complace.

Esta inesperada decisión de su padre le hirió el corazón y al mismo tiempo la recibió con alivio: ese matrimonio le procuraba la mejor razón del mundo para romper cualquier vínculo con Neferu, sin que él pudiese protestar. En cambio, alejaba de su corazón y de sus ojos a aquel por quien Hator, la Dorada, había encendido en sus entrañas la gran llama del amor. Pero ¿qué podía esperar, en realidad, del príncipe heredero? Sin duda era hija de grande, de uno de los más cercanos al rey entre sus Amigos, pero ¿era eso bastante para poder albergar la esperanza de convertirse en esposa de Keops? En el mejor de los casos, pues no dudaba de que éste la había distinguido entre sus compañeras, podía esperar convertirse en una hermana fuera de los vínculos del matrimonio. Mas ¿ello sería suficiente para apaciguar la llama que ardía cada vez con más fuerza en su pecho? ¿No era preferible no seguir viendo a aquel a quien amaba en secreto, para poder olvidarlo y aprender a querer al hombre con quien su padre quería unirla? Tal vez fuese apuesto, encantador, amable y podría enamorarse de él. Se hizo estas reflexiones cuando su padre se retiró y tras haberle anunciado que no le disgustaría en absoluto que le presentaran al muchacho, pero que se reservaba la respuesta pues quería conocerlo bien antes de aceptar ser su mujer e ir a vivir a su casa.

Setribi se presentó ante su hija al día siguiente y le dijo:

—Amada hija, he hablado de nuevo con Khamaat, que se alegra ante la perspectiva de ver estrechamente unidas a nuestras dos familias. Conocerás a su hijo, no sé aún cuándo porque sigue en Denderah; pero su padre va a llamarlo y pedirle que regrese enseguida. Eso por lo que a tu futura boda se refiere. Ahora, escúchame: el príncipe heredero, Keops, ha enviado esta mañana a un sirviente. Reclama tu presencia, quiere oír tus hermosas canciones y ver tus bellas danzas. Le he dicho que te presentarías en su residencia mañana, como muy tarde, hoy mismo si te sentías bien, pues he alegado un malestar provocado por los flujos mensuales propios de las mujeres núbiles.

Henutsen permaneció en silencio. Lo que su padre le hacía saber la alegraba y la turbaba a la vez. Deseaba ver de nuevo a Keops, cantar y danzar para él, pero sus antiguas relaciones con Neferu la incomodaban, aun sabiendo que, por su parte, cualquier vínculo con él estaba roto. Sentía escrúpulos de comparecer ante Keops y seguir ocultándole la razón por la que había sido introducida ante la reina, pero le era imposible negarse a aceptar su invitación, ya que ni su padre ni nadie en la morada del príncipe heredero comprendería ni, menos aún, toleraría lo que sólo podía parecer un capricho.

—Hija mía, ¿por qué permaneces tan callada? ¿Por qué no respondes? ¿Qué sucede? Hace ya varios días que pareces cambiada. Tú, siempre tan alegre y risueña, te muestras sombría, triste y silenciosa.

Henutsen agitó la cabeza, sonrió y tomó la mano de su padre.

—No es nada, perdóname. Es verdad que estos últimos días no me encontraba muy bien, pero ya estoy mejor. Mañana iré a casa del príncipe heredero.

Setribi puso a disposición de su hija su propia silla arrastrada por dos asnos para que acudiera a la morada de Keops. Había cogido el laúd y realizó el trayecto con el cuerpo velado por un amplio vestido, distinto de las estrechas túnicas con anchos tirantes que llevaban tanto las campesinas como las mujeres de la corte. Cuando llegó a su destino, se quitó la túnica antes de presentarse ante Meritites.

—¡Henutsen! ¡Qué alegría volver a verte! ¿Cómo estás? ¿Te encuentras mejor? Tu padre hizo saber a nuestro mensajero que estabas enferma. ¡Cómo te hemos añorado!

Henutsen dio las gracias a la princesa, le aseguró que ya estaba bien, y luego preguntó por los niños y sus dos compañeras, a las que le sorprendía no ver.

—Los pequeños están bien; luego los verás. Uta y Chery no han venido, Keops pidió que se quedaran con sus madres.

—¡Ah! —se sorprendió Henutsen—. ¿Ha regresado de Heliópolis el príncipe heredero?

—Sí; está con nosotros desde hace ya varios días. Quiere verte. Ve a su habitación, está allí con su material de escriba. Desea hablar contigo, sin testigos, sin nadie presente, ni siquiera yo.

La voluntad de Keops de recibirla en la intimidad sorprendió a la muchacha, despertó su curiosidad, y ante la acuciante invitación de Meritites, se dirigió a los aposentos del príncipe heredero. Lo encontró sentado en su estera, junto a la abertura que daba a un patio con árboles. Se aproximó, ligera, al príncipe. Él no percibió el roce de sus pasos, pero sintió su perfume y volvió hacia ella la cabeza. Le pareció más graciosa que antes de su partida, más encantadora aún. Ella se había alargado los ojos con un fino trazo de khol. Llevaba una cinta bordada en la frente, lucía un ancho collar de varias vueltas de cuentas azules, verdes y rojas y había ceñido su talle con un ancho cinturón de tela brocada con hilos de oro.

Se arrodilló junto a él.

—¿Me has hecho llamar, señor? —dijo—. Soy tu sierva.

Mantenía la cabeza inclinada, baja la mirada.

—Henutsen, he oído decir que tu padre quiere casarte —dijo él.

—Es cierto. Me lo hizo saber hace poco; aunque yo no había pensado aún en el matrimonio.

—Sin embargo, ya hace algún tiempo que estás en edad de tomar esposo.

—Tal vez, pero hubiera sido preciso que yo quisiera casarme.

—¿Y lo deseas ahora?

—El tiempo ha llegado.

—¿Conoces al esposo al que te destinan? ¿Lo has visto ya?

—No; sé que es hijo de un grande, pero ignoro todo lo que le concierne.

—En ese caso, si te propusieran otro pretendiente, ¿no te enojarías?

—Claro que no. Pero no lo aceptaría antes de haberlo visto, de tratarlo y conocer sus sentimientos hacia mí y los míos hacia él.

—Es una buena decisión. ¿Sabes que si te casaras añoraría tus canciones y tus danzas?

—Pero, señor, ¿por qué no puedo seguir siendo la compañera de Meritites? La amo como a una hermana.

—Lo sé. Sé que habéis jugado juntas, que quieres también a mis hijos, y me alegra. Pero si una muchacha puede venir a danzar en mi morada como tú has hecho, una mujer casada no puede hacerlo, no puede ya ofrecer su cuerpo desvelado por los movimientos de la danza a las miradas de un hombre, a menos que sea su esposo.

—Ya no danzaré, pero podré seguir cantando.

—Tendrás que consagrar todo tu talento a tu esposo, pues de no hacerlo podría sentirse celoso, y no sin razón. Así pues, Henutsen, tengo la intención de solicitar a tu padre que te entregue a mí; quiero convertirte en mi segunda esposa. Ahora me conoces un poco y no creo que me detestes; desde luego no son ésos mis sentimientos hacia ti.

Aunque estas palabras colmaron de alegría el corazón de la muchacha, mantuvo la cabeza gacha y permaneció silenciosa. Keops la observó un instante y luego la tomó del mentón para levantar su rostro. Estaba empapado en lágrimas, la muchacha lloraba en silencio.

—Henutsen, ¿lloras así de alegría o de tristeza? —preguntó Keops sorprendido.

—De alegría, pero también de tristeza. —Suspiró—. Pues el amor que siento por ti en mi corazón tendría que hacerme estallar de alegría, pero mi tristeza se debe a que no puedo aceptar tan gran honor.

—¿Por qué, si acabas de confesar que me amas?

—Porque soy indigna de ti y de tu amor.

—¿Qué estás diciendo? Eres hija de grande, de uno de los favoritos de mi padre. Y aunque hubieras nacido con los pies en el barro, aunque tus padres fueran simples campesinos, en nada variaría mi voluntad de convertirte en mi segunda esposa, a la que amo de entre todas las mujeres de la Tierra Negra.

—Señor, no creas que me siento indigna de tu amor por mi origen, es por algo muy distinto, un secreto que oprime tanto mi corazón que voy a revelártelo. Temo que luego me odies, que me apartes lejos de tu mirada, lo que me haría sentir profundamente desgraciada porque ahora mi corazón sólo palpita por ti, pero no podría vivir a tu lado con ese aguijón en mis entrañas.

Él puso un dedo en sus labios.

—No digas nada más —susurró—. Sé lo que vas a revelarme.

—¿Cómo puedes saberlo? —se extrañó la muchacha.

—Debes saber que desde el día en que te vi, en casa de mi madre, te deseé y luego el amor entró en mi corazón. Antes de mi partida hacia Heliópolis hice saber a la reina que tenía la intención de hacerte entrar en mi morada como segunda esposa. Accedió a mi deseo y por esta razón te envió a nuestra residencia, con tus compañeras, para que pudiera conocerte mejor. En Heliópolis comuniqué al Gran Vidente mi voluntad de tomarte como segunda esposa, pues él es mi consejero. Quiso saber quién eras exactamente y delegó a uno de sus sacerdotes para investigar tu entorno, pues es cierto que un príncipe no puede tomar esposa al azar, sobre todo si está destinada a convertirse en reina. Así que te siguió cuando fuiste a pasear por la orilla del río. Supo, interrogando a los pescadores, que te encontrabas allí con un joven al que le describieron. Prosiguió su investigación y se enteró de que el muchacho no es otro que mi hermano Neferu. Ahora bien, él no sabe guardar cuidadosamente un secreto e insinuó a unos compañeros que tú eras su hermana y que, por ti, iba a saber lo que ocurría en mi residencia. De modo que me pusieron en guardia contra ti.

—Todo eso es muy cierto. Ahora puedes echarme. Pero dime, si te pusieron en guardia contra mí, ¿por qué me has hecho venir a tu presencia, por qué me has dicho que querías convertirme en tu segunda esposa?

—Sencillamente porque te amo y todo lo que has podido hacer antes de conocerme y amarme no me importa. Y ahora que has tenido el valor de confesar ese pasado, que no es deshonroso porque creías amar a mi hermano y movida por ello actuaste de ese modo, tengo todavía más razones para amarte y querer casarme contigo. Pedí a Benu, el Gran Vidente, que no revelara a nadie lo que había sabido sobre ti. No sería bueno que mi padre se enterara, y tampoco mi madre, porque no están enamorados de ti. Yo lo estoy y lo he olvidado todo ya.

—¡Oh, Keops! —exclamó Henutsen sollozando de felicidad—, ¿será posible? ¿Aceptas amarme, poner tu confianza en mí?

Él la estrechó en sus brazos, se unió a ella, rodaron juntos por la estera…

—No acepto amarte, sencillamente te amo. Y quiero unirme ahora mismo a ti, quiero que te conviertas en mi esposa de hecho antes de serlo, muy pronto, ante todo el mundo, incluido mi hermano.

—He olvidado ya a Neferu. Siento incluso que lo detesto por lo que quiso hacer conmigo. Ya sólo pienso en ti, sólo quiero vivir para ti, cantar y danzar para ti mientras siga siendo bella, mientras quieras mirarme, porque te pertenezco por completo.