12

Snefru se hallaba en Menfis desde hacía varios días cuando Keops salió de Heliópolis para acudir a rendir homenaje a su padre. Hacía poco que había conocido el atentado del que fue víctima el rey, pero se negó a relacionarlo con el ataque de los soldados desertores, cuando había sido huésped de Filitis. No podía creer que en Menfis se hubiera urdido una conspiración que pretendiera aniquilarlos, al rey y a él mismo, pues no sabía de quién sospechar.

Al finalizar su estancia en la morada del Fénix, sólo había llegado aún a la cuarta puerta en su recorrido iniciático.

—Ahora puedo dejarte partir —declaró Benu—, pues el paso de las próximas puertas no tendrás que realizarlo aquí, sino en Hermópolis. Podrás ver que el clero y los clanes de esta ciudad sagrada, dominio de Thot, te son favorables. El sumo sacerdote de Thot te hará penetrar nuevos misterios y luego te hará saber adonde debes dirigirte. Pero de momento puedes volver a instalarte en tu residencia de Menfis. Por lo que se refiere a tu deseo de contraer un segundo matrimonio, te corresponde decidirlo y confesárselo a su majestad.

Cuando llegó a su casa, Keops se sintió decepcionado al no ver a Henutsen entre sus compañeras, pero evitó advertirlo, sobre todo porque la primera noticia que le comunicó Meritites, tras lanzarse a su cuello, fue que iba a ser madre por tercera vez. Cuando Keops le hubo manifestado el placer que ello le producía, ella prosiguió:

—Nuestro padre vino a visitarnos en cuanto llegó a Menfis. Mostró su satisfacción al volver a ver con buena salud a sus dos nietos y a mí. Lamentó tu ausencia y pidió que te presentaras en su corte en cuanto regresaras.

—Que hagan venir a mi presencia a Khenu, mi servidor, para enviar un mensaje a su majestad y hacerle saber que su primogénito, el príncipe heredero, espera su orden para cumplir sus deseos.

Cuando Khenu hubo recibido las instrucciones de su dueño y se hubo alejado, Keops se dirigió al jardín, seguido por Meritites. Se quitó el paño para zambullirse en la alberca y dijo a su hermana:

—Al llegar, me he cruzado con Uta y Chery. Que las llamen para que toquen su hermosa música. Pero no he visto a Henutsen, ¿no ha venido hoy?

—Hace ya muchos días que no se presenta ante mí —le hizo saber Meritites—. Se instaló aquí después de tu partida, hasta que la avisaron de que su madre estaba enferma. Corrió a su cabecera y, desde entonces, no ha regresado. Sin embargo, he sabido que su madre se encontraba mejor. Tal vez prefiere seguir cuidándola hasta que se cure por completo.

—Tiene para cuidarla a los médicos y las sirvientas. Que yo sepa, la familia de Setribi no es tan pobre.

—Ya sabes que Setribi tiene el favor del rey y que posee numerosos bienes; pero nada sustituye la presencia de una hija amada cuando una madre se halla enferma.

—Que le hagan saber que Knum-Keops está de regreso y desea escuchar de nuevo sus cantos y ver sus danzas.

—Enviaré un mensajero a casa de su padre, si así lo deseas. También yo he lamentado su ausencia, pues se había convertido en una compañera cara a mi corazón. A menudo hemos jugado juntas y me ha enseñado hermosas danzas. Además, siente mucho afecto por nuestros hijos y se ha ocupado de ellos como lo haría una madre, mejor incluso que yo misma.

—Me satisface oírte hablar así, pues también me complace estar en compañía de esa hija de grande.

Keops le dio a entender de ese modo que la muchacha no le era indiferente, pero ella no se enojó. Pese a su juventud, Meritites era aguda y astuta. Sabía muy bien que se había unido a su hermano por razones dinásticas y que, aunque sentía por ella gran afecto, no le espoleaba al verla el aguijón del deseo. Por tanto, contemplaba desde hacía mucho tiempo la posibilidad de una segunda boda de su hermano; y prefería que eligiera a Henutsen antes que a una desconocida, pues sentía simpatía por la muchacha. Aunque Keops nunca había aludido ante ella a una posible boda con Henutsen, desde el mismo día en que la muchacha entró en su morada, enviada por su madre, advirtió que la joven no dejaba indiferente a su hermano, aunque él se hubiera mostrado siempre discreto. Pensaba también que era una gran ventaja, para la primera esposa, esta posibilidad de los maridos demasiado ardientes de tomar bajo su techo una o varias esposas secundarias. De este modo, el marido permanecía en casa o no repudiaba a la primera esposa para sustituirla por otra; tampoco tenía razones para pasar noches enteras, e incluso días, en casas de bebida y de placer, o tal vez en la morada de alguna cortesana o una simple amante, ajena a la familia, en la medida que tenía en su casa todo lo necesario para colmar sus deseos.

Antes de que terminara la jornada, el mensajero enviado a Snefru le hizo saber al príncipe heredero que su majestad lo esperaba al día siguiente en su palacio, a la hora en que el sol se hallara en su cénit.

Para presentarse ante su padre, Keops se vistió con un paño nuevo, plisado, con su delantal, y rodeó su cuello con un pesado collar de cuentas, lapislázuli y turquesas engastadas en oro puro de Nubia. Llegó incluso a ponerse sandalias, y luego emprendió el camino. A la hora en la que el sol brilla con todo su esplendor, las salas del palacio estaban vacías, pues los cortesanos se habían retirado a sus habitaciones para descansar. A Keops le extrañó ver a varios soldados armados en las puertas de palacio cuando, por lo general, había sólo dos hombres que mantenían recta una lanza, y descubrir que había más en el patio que daba acceso a las salas de recepción. Los guardias, que no conocían al príncipe, se mostraron suspicaces cuando éste se plantó en la puerta y solicitó ser llevado ante su majestad. Le habían dirigido una mirada escéptica cuando declaró que era el príncipe heredero, y uno de ellos incluso se atrevió a decir:

—¿Pretendes también llamarte Nefermaat?

—Debes saber, amigo mío —empezó sin acritud alguna en el tono—, que Nefermaat es sólo mi hermano menor y que soy Knum-Keops, el único príncipe heredero, primogénito de su majestad.

La respuesta trastornó al soldado, que se inclinó excusándose.

—Disculpa, nunca habíamos tenido el gozo de verte, y todos creíamos que el único príncipe heredero era mi señor Nefermaat.

—Es una suerte que hayas salido de tu error. Ahora, apresúrate a llevarme ante mi padre.

Lo acompañaron hasta un chambelán, que al reconocer al hijo real se arrojó de bruces al suelo para saludarlo y lo invitó a seguirlo.

Snefru estaba sentado en un jardín, a la sombra de un bosquecillo de tupidos árboles, acompañado de un muchacho de piel oscura que había traído de su campaña en Nubia y agitaba por encima de su cabeza un amplio abanico de plumas de avestruz.

Keops se inclinó levantando las manos y declaró:

—Tu primogénito se alegra de verte tan lleno de vida, salud y fuerza, tras haber regresado gloriosamente de tu expedición más allá del paso meridional.

—Hijo mío, siéntate en este sitial que he hecho colocar aquí para ti —respondió Snefru. Cuando Keops se hubo instalado, prosiguió—: Tus palabras no pueden halagarme pues no he regresado glorioso de esta expedición. Ignoro quién armó las manos de las hienas que intentaron arrebatarme la vida, de modo que a partir de ahora viviré en el temor de ser asesinado, cuando nunca había pensado en semejante eventualidad. Incluso para abanicarme, he alejado de mí a antiguos servidores y he tomado a este joven nubio huérfano, que me debe la vida, pues los guerreros de una tribu enemiga de la suya acabaron con su familia y le habrían hecho sufrir la misma suerte si yo no hubiera intervenido con mis soldados. Además, no comprende nuestra lengua y estoy seguro de que no intentará matarme durante mi sueño y de que daría la alarma si alguien quisiera atacarme.

—Padre, tus temores me parecen poco fundados. ¿Quién podría querer atentar contra la vida del dios?

—Soy sólo un dios mortal y mucha gente se sentiría feliz viéndome tendido en mi pirámide.

—Por lo que he podido entrever, me parece que eres un buen rey, amado por su pueblo. A menudo he oído alabanzas sobre tu persona y bendiciones de gente sencilla que ignoraba quién era yo, por lo que estoy seguro de que el pueblo del Nilo siente verdadero afecto por ti y te venera como la encarnación de un dios. Desde la hambruna que entristeció los inicios de tu reinado, pero tras la cual tuviste la precaución de mantener permanentemente llenos los graneros, para compensar cualquier mala cosecha, los hombres de la Tierra Negra viven felices, sin temer el porvenir para sí mismos y para su familia.

—Keops, creo haber gobernado nuestro pueblo como convenía, como lo hizo, antes que yo, el dios Osiris y también Horus. Y no temo el brazo criminal del pueblo, sino el de personas próximas a mí, a las que mi muerte beneficiaría. Pero no te he hecho venir a mi presencia para participarte mis quejas, pues ya sé que en nada te concierne eso. Sé que el Gran Vidente ha comenzado a iniciarte en los misterios del dios, sé que has ayunado y has aprendido muchas cosas que sin duda yo mismo ignoro. Eso me satisface. Ahora presta atención a todo lo que debo decirte.

Echó una mirada a su entorno para comprobar que nadie les escuchaba y prosiguió en tono más ligero:

—Al parecer eres de la opinión de que mi arquitecto favorito es sólo un asno.

—Ya veo que mis comentarios llegan a tus oídos con mucha rapidez, pero no lo desmentiré.

—Ya lo veremos. Afirmas que los paramentos de la pirámide se derrumbarán en cuanto se quiten los terraplenes. Ahora casi no existen ya; veremos si te equivocaste tratando de asno a un hombre al que todos respetan por su saber. Te confiaré, sin embargo, que tu observación me produjo cierta inquietud, de modo que ayer fui a visitar mi pirámide, y mucho me temo que tengas razón; pero no te he hecho venir para hablarte de eso. Sé que tu hermano Neferu espera, en el fondo de su corazón, que lo designe heredero legítimo del trono de las Dos Tierras, e intriga para conseguirlo, me halaga exageradamente incluso, se muestra ante mí como un perro demasiado servil. Ya ves pues, querido hijo, que tu padre no es un asno, aunque haya elegido a un asno como su primer arquitecto y Gran Amigo. Pero Abedu es un buen compañero, de trato muy agradable.

—No lo pongo en duda, padre. Mi juicio se refería sólo al erróneo modo como calculó los ángulos de la pirámide.

—¿Has ido a ver la otra pirámide que le ordené construir al sur de la necrópolis de Sokaris? Porque ésa es la que quiero para mí mientras que reservo para mi amado padre, Huni, la que tú dices que va a derrumbarse.

—La he visto, y también me parece que los ángulos de inclinación de los lados son demasiado obtusos. Sufrirá la misma suerte que la que reservas a la momia de mi abuelo.

—¡Vaya! Hubiera debido nombrarte arquitecto.

—No tengo capacidad para ello, pero hay en tu reino un verdadero gran maestro del arte, un arquitecto que conoce todas las leyes de la Tierra y el cielo, iniciado en el conocimiento divino y que ha recogido la tradición del constructor de la pirámide de Zóser.

—¡Ah! Te refieres a Ankhaf. Lo he utilizado ya en muchos trabajos y me ha satisfecho.

—En ese caso, dígnate a confiarle la construcción de una tercera pirámide, pues dudo de que puedas albergar tu momia en la que Abedu ha comenzado a edificar al sur de la necrópolis.

—¡La Tierra Negra es rica y dispone de numerosos obreros, pero no de los suficientes como para trabajar al mismo tiempo en tres obras tan importantes!

—El final de los trabajos en la pirámide que destinas al dios Huni liberará un considerable número de obreros. Nada te impide confiar a esos hombres a Ankhaf para que te erija un monumento destinado a durar millones de años.

—Pensaré en ello. Pero vuelvo a lo que había comenzado a decirte. Tu hermano está seguro de que le designaré príncipe heredero en tu lugar, de momento no quiero decepcionarlo; pero no dudes de que el único príncipe heredero eres tú, y sólo tú, Keops, me sucederás en el trono de las Dos Tierras, pues eres el único, para mí, no sólo digno de ello, sino también capaz de gobernar este reino como han querido los dioses que nos precedieron, Osiris y Horus. Mas no te designaré oficialmente, ni tampoco a tu hermano. Mientras yo no haya hablado, sigues siendo para los grandes y el pueblo el único heredero legítimo de la doble corona. Actúo así para estar seguro de que tu vida no corre peligro, pues quienes armaron a aquellos soldados tampoco vacilarían en hacerte asesinar si mi elección en tu favor se confirmara.

—Agradezco tu atención, padre; pero en primer lugar quiero que sepas que no temo la mano de un hijo de las tinieblas.

—En eso te equivocas, porque aunque eres muy fuerte y valeroso, como has adquirido la peligrosa costumbre de pasear solo y desarmado por donde te place, sería muy fácil para algunos hombres decididos asesinarte a hachazos o incluso con una simple flecha. En cambio les sería mucho más difícil alcanzar al rey en medio de sus guardias.

—¿No acabas de reconocer, en cambio, que en adelante desconfiarás incluso de tus propios guardias y de tus Amigos?

—Sin duda; es mejor que un rey desconfíe de sus íntimos y de sus amigos que lo contrario; desconfiar es una prudencia elemental que, ahora lo advierto, yo no he tenido. Mantén eso siempre presente en tu espíritu, hijo mío, pues la excesiva confianza que puse en todos los que me rodean ha estado a punto de costarme la vida.

—Aunque nada prueba que esos soldados que atentaron contra tu sagrada persona actuaran en beneficio de alguno de tus íntimos.

—No creas, Keops, que no ordené una investigación después del atentado. Pues bien, interrogué a numerosos testigos, simples soldados y oficiales. Nadie, en el ejército, tiene quejas contra su rey; creo que me aman y me veneran. Esos dos hombres no tenían razón alguna para desear mi muerte. He sabido, en cambio, por boca de los oficiales reclutadores, que se presentaron para ser alistados precisamente a comienzos de la campaña, días antes de que embarcáramos hacia el sur. Averiguaremos ahora si tienen familia, y en caso de que sea así, serán interrogados. Pero estos hechos me hacen suponer que fueron armados por conspiradores, y en ese caso quiero saber quiénes son.

»Sin embargo, aunque no pueda tener la certeza absoluta, desconfío de algunos grandes de mi entorno. Atiende mis palabras, porque mis enemigos serán forzosamente los tuyos, lo son ya antes de que subas al trono. Debemos tener cuidado con el gran jefe del arte, Ptahuser, y los sacerdotes de Ptah, que temen que la emprenda con sus privilegios y riquezas. Y tienen razón, su poder puede contrarrestar el del trono; no olvides que son los representantes del clan de Menfis. Por eso, en cuanto regresé, licencié a los hombres que constituían las tropas de Menfis, de modo que su capitán, Kahif, es ahora un Amigo sin demasiado poder. Lo mismo hice con Udji, porque siempre debemos temer a los clanes de Buto, Sais y Busiris. Nunca han olvidado que antes que el dios Narmer uniera las Dos Tierras, eran los clanes dominantes, regían la Tierra del Norte, y Buto mantenía la hegemonía. Los hombres que custodian nuestros palacios son los más seguros que he podido encontrar, pertenecen a los ejércitos de Hierakónpolis y a los de This, las santas ciudades donde dominaban nuestros antepasados divinos antes que Narmer se ciñera la corona blanca del sur. He apostado también hombres de las tropas de Heliópolis, pues sé que su clero y sus clanes tienen el rostro vuelto hacia mí: ven que los favorezco, que les concedo poderes políticos y cartas de inmunidad.

»Observa mi política, medita mis acciones y aprovéchalas, desde ahora mismo y, sobre todo, el día que subas al trono de las Dos Tierras. Una cosa más, tu madre me ha dicho que te has enamorado de la hija de un grande, de la muchacha de Setribi, uno de mis Amigos favoritos, el director de los cantos de la residencia real.

—Agradezco a mi madre que haya hablado de ello contigo. La amo y deseo desposarla.

—¿La quieres como segunda esposa?

—Sí, pues ello significa que estará en mi mansión.

—Mi pequeña Meritites te ha dado ya dos hermosos muchachos, a los que acabo de ver, y parece que espera un tercer hijo tuyo. A los dioses corresponde decidir si será un muchacho o una chica. En cualquier caso, nuestra descendencia divina está asegurada. Por ello te permitiré actuar a tu modo. Bueno es casarse con la propia hermana, pero también es dulce recibir en el lecho a la que nuestro corazón ama. Y creo que Setribi desea casar a su hija; ha venido a hablarme de ello y ha pedido mi autorización.

—¿Cómo? ¿Pronunció acaso mi nombre?

—De ningún modo. Ni siquiera sueña con el príncipe heredero. Pero ¿qué cortesano no estaría dispuesto a dar a su hija al hijo del rey, aunque fuese como simple concubina?