11

En el jardín de su residencia, Meritites jugaba con las tres compañeras que su madre les había enviado a ella y Keops. Se trataba de un juego por el que sentían especial predilección las jóvenes, ya que se decía que reforzaba los músculos del vientre y evitaba las deformaciones causadas por el embarazo: una muchacha, doblada, con los brazos colgando hacia el suelo, llevaba a otra sentada en la base de los riñones. Así, Meritites se hallaba a horcajadas sobre la espalda de Uta, mientras que Henutsen cabalgaba a Chery. Se les había unido Neferet, esposa de Rahotep, que soportaba el peso de la hermana menor de Meritites, Neferkau. Las jugadoras se encontraban frente a frente y se tiraban pelotas, apuntando deliberadamente a un lado para obligar a las porteadoras a correr y a las jugadoras a dar pruebas de su rapidez y su habilidad para atrapar la pelota al vuelo. Cuando una de las parejas caía —lo que sucedía a menudo—, las otras dos seguían jugando hasta que una de ellas se derrumbaba en el suelo. Entonces se iniciaba una nueva partida intercambiando las posiciones de las que formaban equipo.

Las muchachas se divertían de ese modo, entre risas y gritos, cuando llegó la gran esposa real. Meritites, que en esos instantes llevaba a Uta, se incorporó mientras su amazona descabalgaba apresuradamente.

—Sé bienvenida, madre —saludó Meritites, jadeando y con el rostro enrojecido por el esfuerzo.

—No quisiera molestaros en vuestros juegos —empezó Hetep-heres sentándose en un sillón que el servidor que la seguía había sacado apresuradamente—, pero creo que esta clase de diversiones ya no es propia de tu edad, hija mía. Pareces olvidar que ya has sido dos veces madre.

—No lo olvido, madre, y puedo anunciarte, sin riesgo de equivocarme, que creo estar de nuevo encinta.

—¿Estás segura?

—Esta mañana he hecho venir a Peseshet, la jefa de las sanadoras, y me lo ha confirmado.

—Sólo podemos alegrarnos de esta noticia. Me parece entonces que debes evitar juegos tan violentos.

—Muy al contrario, madre. El niño será así más robusto y yo me fortaleceré.

Mientras así hablaba, Meritites se sentó en un almohadón a los pies de su madre al tiempo que sus compañeras se instalaban en esteras.

—¿Tienes noticias de tu hermano? —preguntó Hetep-heres.

—Me ha enviado un mensaje. Me anuncia que sólo regresará de Heliópolis cuando le avisen del regreso de su majestad. Vive retirado en la morada del Fénix. Me asegura que está aprendiendo cosas hermosas y se halla en comunicación con el dios. Ayuna para tener libre el espíritu, y Ankhaf, el hijo de Imhotep, se encarga de guiarlo en su andadura espiritual. En fin, eso dice; añade que no puede seguir hablando sin correr el riesgo de revelar el secreto de la iniciación y provocar la cólera del dios. Por mi parte, me pregunto por qué debe hacer todo eso para poder subir al trono de las Dos Tierras. ¿Nuestro padre también fue iniciado en esos misteriosos conocimientos?

—Su sangre divina le evitó tener que pasar por esas pruebas —declaró la reina, con excesiva rapidez.

—¡Pero qué estás diciendo! —exclamó Meritites—. Si por las venas de nuestro padre y por las tuyas corre la sangre de Horus, ¿cómo es posible que no ocurra lo mismo con vuestros hijos?

—He querido decir, sencillamente, que la sangre divina que anima los cuerpos de las personas de la familia real basta para legitimar el origen divino del rey y que, en consecuencia, no necesita ser iniciado en misterios cuya naturaleza conoce —precisó Hetep-heres.

—Y en ese caso, ¿por qué lo necesita Keops? A menudo me ha confesado que, aunque pasó numerosos años en la Casa de Vida del templo de Ra, aunque aprendió a leer y escribir en la lengua sagrada y le enseñaron mil cosas que nosotras ignoramos, no se sentía dios en modo alguno, y me ha asegurado que nuestro padre debía sentir las mismas cosas que él. Me dijo como prueba que, aunque rey, para reproducirse tenía que unirse a una mujer, para sobrevivir debía comer y beber como el más humilde de los campesinos de su reino, sin contar con todo lo demás, de lo que no se habla pero que está implícito en el hecho de tragar alimento y bebida. Y por muy reyes que fueran el gran Zóser, nuestro antepasado, y Huni, nuestro abuelo, ambos murieron como cualquier hombre nacido de mujer, aunque digan que sus almas están junto a Ra u Osiris, lo que es una total contradicción, me dijo Keops, puesto que Ra brilla en su barca celeste mientras Osiris reina en el mundo subterráneo de los muertos.

—Las palabras de tu hermano demuestran que necesita ser iniciado; tu padre nunca me habría dicho cosas semejantes, pues tiene en exceso el sentimiento de su esencia divina.

—Es posible que tenga ese sentimiento, pero no es menos cierto que posee las mismas necesidades que todos los demás habitantes de la Tierra.

Esa conversación, en la que Meritites manifestaba lo que algunos Amigos del rey denominaban el mal espíritu de Keops, fue interrumpida por la llegada de Rahotep, que venía a buscar a su joven esposa. Saludó a su madre, a sus hermanas y a las muchachas y luego, por invitación de Hetep-heres, se colocó detrás de su sillón.

—Es una suerte, hijos míos —comenzó la reina—, teneros reunidos alrededor de mí para escuchar lo que venía a decir a mis hijas. Sabed que he recibido un mensaje de su majestad. Vuestro padre ha emprendido ya el camino de regreso. Ha puesto fin a su expedición hacia el país de los vencidos de Nubia, a consecuencia de un incidente que le ha alarmado. He aquí los términos de la carta.

La reina abrió el rollo de papiro que llevaba en la mano y leyó, pues como todas las mujeres de la familia real, como la mayoría de las hijas de los letrados, había aprendido a descifrar los signos de la escritura divina.

«Yo me dirijo así a la gran esposa real, mi hermana, mi amada mujer. ¿Cómo estás? Yo estoy bien. Debes saber que he penetrado en el territorio de los viles nubios, de la peste del sur, más allá de la catarata. Dejé guarniciones donde me pareció necesario y proseguí hacia el sur acompañado de buenas tropas, las de Menfis, Buto y Hierakónpolis. Junto a mí iban mis Amigos, el capitán de las tropas de Buto, el de las de Menfis, el de las de Hierakónpolis. Ya lo sabes, a veces hemos hablado de ello, que confío plenamente en los ejércitos de Hierakónpolis y en su jefe Zezi, mi fiel amigo, pero que desconfío de Udji, el capitán de las tropas de Buto. Llevo la corona roja del norte, pero las ciudades vencidas por nuestro antepasado el dios Narmer, esas urbes que los reyes, ascendientes nuestros, tuvieron varias veces que mantener en la obediencia, fueron difícilmente sometidas, y no estoy seguro de su fidelidad. Por ello quiero tener junto a mí a sus jefes y, en especial, al que los manda a todos, Udji De Kahif, capitán de los ejércitos de Menfis, no sé qué pensar, pero lo considero fiel.

»Ahora bien, durante la campaña que llevo a cabo en el sur, me hallaba una noche en su campamento, entre sus soldados, sin que aún se hubiera levantado la empalizada (sabes que esas precauciones sólo se toman cuando te hallas entre enemigos poderosos y cuando se ha decidido pasar cierto tiempo en el mismo lugar), cuando dos soldados egipcios, dos hijos de Seth, uno de los cuales había sido destinado a la guardia de mi tienda, dos hienas, intentaron poner su sacrílega mano sobre mí. Quisieron golpearme con un hacha, pero me defendí y maté a uno con su propia maza. El otro intentó huir, mas un soldado le clavó su lanza. Me siento desolado, lamento que los dos hombres hayan muerto, pues hubiera deseado saber por su boca la causa de que atentaran contra mi vida. Nadie ha podido decirme todavía de dónde procedían esos dos soldados, pero eran egipcios alistados en el ejército real, y no nubios u otros enemigos que pudieran desear mi muerte. De modo que temo que se haya tramado una conspiración en mi capital, en mi propio palacio. Por ello he ordenado el regreso, vuelvo presuroso, temiendo una revuelta. Pues el que ha conducido las criminales manos de esos soldados debe de haber preparado su retaguardia. Si yo hubiera sido enviado a mi padre Ra, el que fomentó la conspiración debía de estar dispuesto a apoderarse del trono a la cabeza de una facción en cuanto hubiera sabido el éxito del atentado. Regreso para no dejar a los conjurados tiempo de adoptar peligrosas medidas contra la seguridad de mi trono, temo que intenten hacerse con la corona aprovechando la conmoción provocada por el rumor de la tentativa de asesinato. Así están las cosas, así se han atrevido a atentar contra la vida, contra mi grandeza. Sigue bien, pronto estaré a tu lado, antes de que haya transcurrido un mes. Pero permanece también vigilante, no pierdas de vista al clan de Menfis, que la tropa de Heliópolis, al mando de Raur, esté lista para intervenir y marchar contra las ciudades de la tierra del norte, contra Buto la santa, en caso de que ruja un viento de revuelta».

Hetep-heres suspiró, parpadeó, enrolló cuidadosamente el papiro y prosiguió:

—Eso es lo que su majestad escribe. ¿Quién se ha atrevido a lanzar esta peste de Seth contra el rey, quién armó sus criminales manos? ¿Cómo saberlo?

—La carta de Keops, donde me dice que no desea regresar a Menfis hasta la vuelta de nuestro padre, le libra de sospecha —aseguró enseguida Meritites.

—Eso parece —concedió Rahotep—. Pero temo que las sospechas de nuestro padre caigan sobre él, pues si su majestad desapareciese ahora, como no ha designado heredero, nuestro hermano se ceñiría la doble corona.

—Tal vez tengas razón —respondió Hetep-heres—, pero el hecho de que Keops se halle lejos de Menfis lo disculpa. Pues hubiera sido el último en saber la muerte del rey y, entretanto, el que pagó a los dos asesinos habría podido tomar el poder.

—Madre, ¿en quién piensas cuando hablas de un hombre capaz de hacer asesinar a nuestro padre para apoderarse del trono? ¿Acaso temes que nuestro hermanastro Nefermaat pueda estar metido en semejante asunto?

—No creo que Nefermaat se halle en el origen del crimen. Tiene el favor del rey y se cree lo bastante hábil como para convencer a su padre de que lo designe heredero. Pienso, más bien, en el gran jefe del arte, que ve con amargura que el rey se vuelve hacia el clero de Heliópolis, en detrimento del de Ptah, y todo ello tras haberse negado a confiarle los trabajos de sus pirámides.

—¿Crees que en el caso de que esté realmente implicado en la conspiración, una vez muerto nuestro padre, pondría a Neferu en el trono de Horus?

—¿Y a quién si no? A Keops no, y tampoco a ti, que a fin de cuentas, si tu hermano mayor desapareciese, serías el heredero legítimo del trono, y yo te daría inmediatamente a tu hermana Neferkau como gran esposa real. Y no creo que tú te opusieras, pues serías también reina.

—Madre, amo a mi esposo y sé que él corresponde a mi amor —aseguró Neferet—. Pero me parecería natural que, para legitimar su corona, se casara con Neferkau, a la que, por otra parte, quiero como a una hermana.

—Hermosas palabras, dignas de la esposa de un príncipe real —reconoció Hetep-heres—. Pero de momento, mi primogénito es el príncipe heredero y, salvo que se haya producido un accidente, está vivo y espero que siga estándolo por mucho tiempo todavía.

—Madre, ¿incitarás a nuestro padre a que sospeche de los sacerdotes de Ptah? —preguntó entonces Meritites.

—Primero esperaré a saber lo que su majestad va a decir. Es el rey y es muy capaz de distinguir dónde están sus enemigos y dónde sus amigos. Antes de separarnos, debo recordaros que su majestad me ha pedido en su carta que guarde el secreto. No desea que el rumor de esa tentativa de asesinato corra por Menfis antes de que él llegue. Se os exige el silencio, hijas mías —continuó dirigiéndose a las tres muchachas y a su nuera—. No digáis palabra alguna, ni siquiera a vuestros padres, y menos aún a vuestros parientes. Que el sello de Maat cierre vuestros labios. Por otra parte, sabéis que nada de lo que aquí se diga debe cruzar los límites de esta morada.

—Mantendremos sellados nuestros labios —aseguró Chery, mientras sus compañeras asentían.

—Y tú, Meritites, si respondes a la carta de tu esposo, no le refieras nada de este asunto, ni le adviertas del regreso del rey. Se lo haremos saber una vez que su majestad haya llegado, esperaremos a que pida noticias de su primogénito. Así mi esposo podrá convencerse de la inocencia de un hijo al que sé incapaz de matar, sobre todo para conquistar un trono por el que ha demostrado un excesivo desinterés. Si algún día se ciñe la doble corona lo hará gracias a nuestra acción, pues si yo no hubiese defendido ante el rey sus intereses, haría mucho tiempo ya que Nefermaat habría sido designado príncipe heredero.

Desde el día en que Keops se había marchado a Heliópolis, Henutsen dejó de acudir a casa de su padre por las noches.

—Ahora que vas a quedarte sola muchos días —había dicho a Meritites—, si lo deseas, permaneceré por la noche en tu morada, me quedaré a tu lado para hacerte compañía. Además, me gusta ver a tus hijos, divertirlos y cuidarlos. De modo que me harás un favor permitiéndome estar en tu compañía y, como tu hermano está ausente, no podrán reprocharme que viva en la casa de un hombre del que no soy esposa ni concubina.

Meritites recibió con alegría esa proposición pues había encontrado en la muchacha una compañera agradable, abierta, una verdadera confidente.

Henutsen tenía unos quince años cuando se enamoró de Nefermaat. Lo había visto en la corte a la que su padre la llevó cierto día, y se sintió seducida por su belleza. El joven príncipe, por su parte, la había distinguido entre las demás hijas de los grandes que estaban en la corte, pues la belleza de Henutsen era también muy notable. Le resultó fácil volverla a ver luego, hablarle, seducirla y, finalmente, convertirla en su amada, pues la gran libertad de costumbres que reinaba en el valle del Nilo favoreció ampliamente su relación. Pero si ni las muchachas ni la sociedad daban excesiva importancia a la virginidad, la relaciones amorosas solían permanecer secretas o, en cualquier caso, discretas. De modo que ni Nefermaat ni Henutsen habían querido que su relación se hiciera pública, y se veían en secreto, fuera de la ciudad, en la orilla izquierda del Nilo, en lugares cubiertos de cañas y papiros que ocultaban sus amores, o por la noche, cuando Nefermaat visitaba a la muchacha en su alcoba. Así habían actuado durante un año, sin que nadie sospechara siquiera que se conocían. Henutsen deseaba que su amante acabara casándose con ella, pero Nefermaat no se sentía dispuesto a tomar esposa. Amaba su libertad, amaba los placeres, no deseaba imponerse las obligaciones de un simple matrimonio, aunque sus ambiciones le hacían volver su mirada hacia su joven hermanastra Neferkau, la única mujer que podía legitimar sus pretensiones.

Cuando su real padre decidió, de acuerdo con su tío, que desposara a su prima Meretptah, tuvo que inclinarse, felicitándose incluso por una boda que le proporcionaba la ayuda de su poderoso tío, que, como visir, desempeñaba un eminente papel en el gobierno del Estado. Las bodas debían celebrarse en cuanto Snefru regresara de su campaña en el sur.

Había actuado con habilidad para que Henutsen fuera llamada junto a la gran esposa real, con el fin de que prestara oídos en la residencia de la madre de su rival, pero no había previsto que la muchacha pudiera quedar seducida por su hermano mayor, al que consideraba un hombre zafio, poco amable con las mujeres y que se preocupaba muy poco de gustarles; lo que demostraban sus continuos abandonos del lecho conyugal para ir a recorrer el desierto y las marismas del Fayum. Desde luego, Henutsen no había confesado sus sentimientos a su amante, pero le había manifestado ya una frialdad nueva. Como le pareció preferible verlo lo menos posible, solicitó a Meritites autorización para quedarse con ella durante la ausencia de Keops. Además, Henutsen comenzaba a dudar de que Neferu se casara con ella algún día, sobre todo desde que le había anunciado su boda, forzada según se había apresurado a decir, con su prima.

Pero ese día, cuando Hetep-heres se retiró por un lado y Rahotep con su esposa por el otro, Henutsen se sintió intranquila, pues al escuchar la tentativa de regicidio que la reina acababa de anunciar le vino a la mente el ataque que Keops había sufrido, y sus sospechas recayeron de inmediato sobre su amante. Neferu le había jurado que no tuvo nada que ver en el atentado contra su hermano, y le sugirió que debió de ser, sencillamente, un ataque llevado a cabo por unos bandidos que ignoraban quién era su víctima. Pero ahora, tras conocer el intento de asesinato contra el propio rey, se convenció de que ambos actos estaban vinculados, insertos en el marco de una conjura para apoderarse del trono. Y era evidente que el primer interesado era Neferu. Deseando ver las cosas claras, decidió regresar a la casa de su padre para encontrar una ocasión de hablar con Neferu y preguntárselo. Sin duda lo negaría todo, se disculparía, pero si era realmente culpable estaba segura de que se lo haría confesar.

Necesitaba, sin embargo, un pretexto para no estar siempre junto a Meritites. El azar, o un dios favorable, se lo ofrecieron al día siguiente cuando un mensajero le hizo saber que su madre estaba enferma y reclamaba la presencia de la muchacha a su lado.

Henutsen permaneció tres días con su madre. Cuando ésta se sintió mejor, corrió un poco la cortina de la ventana de su alcoba, y luego salió de su casa y abandonó la ciudad. La ventana de su habitación se veía desde la calle y ella y Neferu habían convenido que cuando la cortina estuviera corrida de aquel modo ella estaría esperándolo en la espesura de papiros, a orillas del río. Henutsen se dirigió al lugar donde solían citarse y subió a un ligero esquife de papiro trenzado. Se instaló, se arrodilló y con la pértiga empujó la embarcación por la lenta corriente del río, dejándose arrastrar por el agua cerca de la orilla. Los ribereños la conocían bien pues solía aparecer a menudo por ese lugar. Estaban los que iban a buscar agua al río, con dos jarras atadas a los extremos de una pértiga que llevaban al hombro para regar los árboles y las legumbres que cultivaban. Algo más lejos, unos adolescentes desnudos colgaban por la cola en unos encañados peces recién pescados por sus padres, para que el sol los secara. A veces había atracado para unirse a ellos y ayudarlos en su tarea, pero ese día no quería distraerse. Había pensado mucho durante los tres días pasados con su madre: quería ver a Neferu no para intentar confundirle, sino para anunciarle que rompía su relación con él, que no deseaba proseguir, pues no quería seguir traicionando la confianza de Meritites y de la reina al repetir a su amante las conversaciones que se mantenían en la residencia de Keops. En adelante, deseaba seguir junto a Meritites y su hermano no ya como espía sino, por el contrario, como una confidente, una aliada, una amiga.

En otras ocasiones, mientras ella esperaba a Neferu paseándose en el esquife, él se apresuraba a reunirse con ella en la orilla y si no veía la embarcación amarrada en su lugar, como sabía que Henutsen la habría tomado para pasearse, se zambullía en el río para reunirse con ella. Ella solía aguardar con el corazón palpitante a que apareciese en la orilla y se acercara. Pero ese día su corazón no latía aceleradamente como de costumbre, o si lo hacía, era por la incertidumbre provocada por la idea de tener que decirle a Neferu que todo había acabado entre ellos. Ignoraba cómo iba a tomárselo, cuáles serían sus reacciones. ¿Aceptaría fácilmente la súbita ruptura? La muchacha había preparado un argumento de peso: la próxima boda de él con Meretptah, un nuevo estado de cosas que la dejaría en una posición insoportable. Pero si Neferu seguía deseándola, no le faltarían argumentos para intentar convencerla de que siguieran viéndose. Y si sospechaba que podía sentir por Keops el menor afecto, le sabía muy capaz de utilizar la amenaza de revelar, con una argucia cualquiera, las relaciones que mantenían desde hacía muchos meses.

Mas en vano se preocupó ese día Henutsen, pues bien porque no pasó ante la morada de Setribi y no vio la señal, o porque sus ocupaciones le impidieron aceptar la invitación, Neferu no acudió a la cita. La muchacha decidió al fin abandonar el esquife y, tras bañarse largo rato en las turbulentas aguas, se dirigió de nuevo a la casa de su padre.

La hermosa Henutsen ignoraba, sin embargo, que aunque Neferu no había acudido a la cita, había sido seguida discretamente por un hombre que, cuando ella se hubo marchado, habló con los pescadores y los campesinos que estaban en las orillas del río.