Como tenía por costumbre, Keops salió de su residencia al amanecer, sin decírselo a nadie, sin despertar a Meritites, que dormía a su lado. La víspera de su partida había dado a su fiel Khenu las últimas instrucciones: para él, lo más importante era ir al encuentro de Zuhor, el jefe de los medjay, la policía, y pedirle en nombre del príncipe heredero que investigara la posible deserción de tres hombres del ejército de su majestad, y en caso de que así fuera, enviar a sus hombres para que los encontraran. Esperaba recibir noticias antes de su regreso; luego pensó en otra cosa.
Esa mañana le había parecido inútil zambullirse en la alberca para una corta ablución, como solía hacer; y tras haber anudado a su cintura el fajín de colgantes que le hacía parecer un humilde habitante de la Tierra Negra, salió a la calle, que despertaba de su letargo nocturno. Una vez fuera de los muros de la ciudad, junto a la ribera del río, desdeñó la barcaza que aseguraba permanentemente la unión entre ambas orillas del Nilo a campesinos, mercaderes y viajeros, y se lanzó al agua para atravesar a nado el río. Pensó que si por casualidad alguien lo seguía se vería obligado a desistir. Tomó luego los caminos que llevaban hacia el norte atravesando los campos cultivados a lo largo del Nilo.
El sol estaba ya alto en el horizonte cuando llegó a Ker-Aha, una aldea miserable al lado del río. No había grandes extensiones de terrenos cultivados, regados año tras año por la inundación, y pronto llegó al lindero del desierto, que alcanzaba los contrafuertes de abruptas colinas de donde procedía la piedra calcárea utilizada para revestir la pirámide que su padre estaba construyendo. En aquel desierto de Ker-Aha se había producido el combate final entre Horus y Seth; por lo que, en la aldea había un pequeño templo que conmemoraba la ilustre batalla que le valió a Horus el trono de las Dos Tierras. Keops se detuvo allí. Un solo sacerdote se ocupaba del venerable santuario, casi abandonado, del que se decía que fue erigido por el propio Horus tras su victoria y el favorable juicio de los dioses. El sacerdote, que sabía quién era su visitante, lo recibió con honor pero sin muestras de respeto excesivo, que Keops no deseaba para que ningún fiel presente pudiera extrañarse y preguntar acerca de él. Se limitó a tomar medio pan, un puñado de dátiles y algo de agua antes de reanudar el camino. El sol apenas había superado el cénit y comenzaba a declinar en el cielo cuando el viajero descubrió las altas murallas de la antigua ciudad de Atón.
La ciudad se levantaba sobre una vasta terraza natural desde la que se dominaba el valle y quedaba protegida del ascenso de las aguas, que llegaban justo al pie de sus muros en las mayores inundaciones. Bajo esa terraza, en la cara oeste, había algunos lagos, formados por anteriores inundaciones que el sol no conseguía secar nunca, porque eran permanentemente alimentados por un canal que los unía al Nilo. El camino que llevaba a las puertas de la ciudad pasaba entre esos lagos, pero durante las grandes crecidas del río quedaba sumergido y sólo se podía llegar a ella en barca, o cruzando el desierto al este de sus muros.
Keops recorrió las familiares calles de la ciudad adormecida por el calor del sol hasta llegar al templo de Atón-Ra, construido en el extremo este. La silueta del santuario, levantado sobre una alta terraza, se distinguía desde muy lejos, en cuanto la urbe aparecía ante los asombrados ojos del viajero. El templo estaba dominado por una maciza base construida al fondo de un inmenso patio encerrado en un recinto sagrado, que servía de soporte a un obelisco ancho y no muy alto, el benben, sagrado pilar del mundo destinado a recibir la visita bimilenaria del fabuloso Fénix. Al pie de la terraza sobre la que se levantaba el santuario, se extendían edificios y templos secundarios, moradas y monumentos comunitarios del clero del dios, y la capilla de Mnevis, el toro negro, alma viviente de Ra. Todo ese complejo de edificios estaba rodeado por un inmenso recinto que delimitaba el territorio sagrado del dios solar.
Las puertas del recinto, abiertas de par en par, daban paso a numerosos fieles, que en su mayoría se dirigían al santuario de Mnevis para llevar sus ofrendas, esencialmente frutos y flores. Keops se mezcló con los hombres y las mujeres que caminaban por la amplia avenida del templo, ante el que se extendía un amplio atrio rodeado de pórticos, lugar de las apariciones del dios Ra en su aspecto taurino. Pero no se detuvo allí y prosiguió su camino hasta el barrio donde vivían los sacerdotes, al pie de la rampa que daba acceso a los patios del templo de Ra, la morada del Fénix.
Cuando llegó ante la vasta mansión del sumo sacerdote de Ra, llamado el Gran Vidente, salía de ella Ankhaf, que al reconocer al príncipe heredero acudió a su encuentro y se inclinó levantando los brazos para saludarlo.
—Me alegro de tu presencia. Debes saber, príncipe, que te aguardábamos impacientes. Acabo de mantener una entrevista con Benu, el Gran Vidente, y hemos evocado tu nombre, esperando tu visita. Me ha asegurado entonces que no estabas lejos de nosotros, que habías entrado ya en los muros de Heliópolis. Veo que no se ha equivocado.
—¿Podía esperarse menor clarividencia por parte del Gran Vidente? —preguntó Keops no sin cierta ironía—. Para un hombre que ve al dios, fácil es ver que se acerca un simple príncipe.
La observación de Keops hizo sonreír a Ankhaf.
—Un príncipe que algún día será un dios entre los hombres, como ahora lo es su padre —dijo.
—Ankhaf, ¿no te parece admirable que de momento sea sólo un hombre y que me convierta en dios cuando me haya tocado con la doble corona, si alguna vez la recibo? Es, desde luego, una gran magia.
—Es, en efecto, una gran magia, pues por el rito de entronización el hijo real se convierte en dios entre los hombres.
—No creo que los efectos de un rito, por poderosos que sean, puedan convertir a un hombre en dios.
—Mi señor, permite que te conduzca ante Benu, el Gran Vidente. Te hablará, te preparará también para emprender la larga marcha que conduce a la iniciación suprema y al conocimiento de los misterios del mundo. Comprenderás entonces por qué, una vez rey, serás dios. No puedo decirte más sin revelar un secreto que sólo los iniciados pueden conocer.
Keops conocía bien a Benu, que ocupaba ya la función de Gran Vidente cuando él estudió en el templo. Siendo estudiante en la Casa de Vida de Heliópolis, Keops fue tratado como cualquier otro muchacho y recibió las palizas que se mereció como castigo. Ahora, puesto que volvía a Heliópolis como príncipe heredero, Benu, sentado en su estera a la cálida sombra de un pórtico, se levantó al verlo llegar con Ankhaf. Le saludó con dignidad, y Keops le devolvió el saludo con el respeto debido a su antiguo maestro. Benu invitó a sus huéspedes a sentarse en unos almohadones que hizo traer por jóvenes sacerdotes, les ofreció cerveza y fruta y luego tomó la palabra.
—Keops, durante varias noches he seguido en el cielo el curso de los Infatigables, los astros que recorren el empíreo nocturno —dijo—. Supe por la gran esposa real el día y la hora de tu nacimiento; puedo ahora asegurarte que estás destinado a ceñir la corona de las Dos Tierras, pero no debo ocultarte que deberás conquistarla con dura lucha. Sin embargo, el dios me ha hablado, sé que triunfarás. Por eso es conveniente que te prepares sin más tardanza para ser digno del trono que te corresponde.
—¿Por qué hablas de dignidad cuando se trata de gobernar un Estado? La dignidad no se aprende, nos es natural, nos es concedida o negada por el dios. ¿No sería más oportuno hablar de cualidades exigidas a un rey para ser apto para gobernar a su pueblo? Ahora bien, creo que un príncipe adquiere esas cualidades conociendo a su pueblo, viviendo con él para tomar conciencia de sus necesidades, de sus deseos. Es lo que he hecho desde que abandoné la Casa de Vida donde nos comunicaste la ciencia de los escribas.
—Has actuado adecuadamente. Algo, por otra parte, que no hizo ninguno de los reyes que te precedieron cuando eran herederos del trono, olvidando el modelo que les había dado Osiris cuando los dioses reinaban en Egipto. Puesto que tenemos la convicción de que eres distinto de los demás reyes que han regido la Tierra Negra hasta hoy desde los tiempos de Osiris y Ra, te ruego que permanezcas con nosotros para ser introducido en los arcanos del conocimiento secreto de los misterios de Osiris, Ra y Thot, para que seas un gran rey y tus obras y nombre subsistan durante millones de años.
—Tus palabras alegran el corazón de un príncipe —reconoció Keops—, pero los conocimientos a los que aspiro, ya que tras haber reflexionado sobre el mundo que me rodea no consigo explicarme su naturaleza real, ¿cómo van a darme poder suficiente para vencer a mis adversarios en el acceso al trono de las Dos Tierras? No debes ignorar que mi hermano Nefermaat es el favorito de mi padre y tiene el apoyo del poderoso clero de Ptah y de un gran número de Amigos de su majestad, altos funcionarios de la corte o gobernadores de ricas provincias.
—Todos aquí somos conscientes de esta realidad. Es cierto que los conocimientos secretos a los que tendrás acceso no te conferirán, en principio, un mayor poder político sobre tus adversarios, pero hallarás en ellos razones para actuar de modo que consigas debilitarlos. Por lo demás, no olvides que el clero de Heliópolis está contigo, y gracias a ello, obtienes el apoyo del de Thot en Hermópolis, el de Osiris en Abydos y el de Hathor en Denderah. Recuerda que los Amigos de su majestad tienen poder gracias al rey, dependen de su voluntad, mientras que los cleros han recibido la inmunidad, han adquirido su independencia y sus riquezas les pertenecen.
—Te doy las gracias, Benu, por tu apoyo. Sigues siendo mi maestro, aunque no estudio ya en la Casa de Vida que tú diriges. Permaneceré en Heliópolis hasta el día en que regrese mi padre. Mientras, estoy dispuesto a seguir tus directrices y escuchar tus palabras.
—Debes saber que también tendrás que pasar un tiempo en Hermópolis y en Abydos, la ciudad de Osiris, donde conocerás los últimos misterios del dios.
—Haré lo que sea necesario.
—Ankhaf te acompañará a la habitación que te hemos reservado, en mi propia morada. También él tiene la suya. Será tu guía, él te conducirá por lo que nosotros llamamos el laberinto del dios.
Keops no preguntó al Gran Vidente qué era ese laberinto del dios, pues intuyó que sólo recibiría una respuesta evasiva. Pero cuando estuvo a solas con Ankhaf, en la habitación que le habían destinado, una pequeña estancia apenas iluminada por un estrecho ventanuco y amueblada con una simple estera, no pudo evitar hacerle la pregunta.
—¿Qué es el laberinto? —dijo—. ¿Dónde está esa construcción y en qué consiste?
—Lo que llamamos así no es una construcción particular, es la imagen del universo proyectada en el valle del Nilo, un camino espiritual tejido entre los grandes santuarios de la Tierra Negra, interrumpido por extensiones, callejones sin salida, rodeos en los que puedes perderte, galerías sembradas de trampas en las que puedes caer. Es un camino a cuyo término no puede llegarse sin la compañía de un guía iniciado en las vías secretas.
—¿Y serás tú ese guía?
—Es lo que el Gran Vidente desea, si tú me aceptas como tal.
—Te acepto y estoy dispuesto a seguirte, Ankhaf.
—Entonces, es conveniente que hoy ayunes y permanezcas en la penumbra de esta habitación para penetrar en ti mismo y reflexionar sobre todo lo que te parece importante en la vida. Mañana nos veremos. Aquí tienes una jarra de agua para calmar tu sed. Tal vez el dios venga a visitarte, aunque sólo sea en sueños.
Cuando Ankhaf se hubo retirado, Keops se instaló en la estera, en posición de meditación, las manos abiertas sobre las rodillas y las palmas vueltas hacia el cielo, como le habían enseñado en la escuela de los escribas. Pero no sabía adónde dirigir su mente. Buscaba en su imaginación qué podía ser el laberinto del que Ankhaf acababa de hablarle, sin conseguir precisar su andadura. Luego su pensamiento escapó, se posó en el recuerdo de Filitis, el pastor que había sabido sorprenderle e interesarle y, finalmente, el rostro y el encantador cuerpo de Henutsen triunfaron. En vano intentó apartarla, regresaba obsesiva, triunfante. La muchacha lo persiguió luego en su sueño, tan intensamente que se convenció de que el dios lo había visitado durante la noche para conseguir que su amor arraigara más aún, para confirmarle que la muchacha estaba destinada a entrar en su vida y no volver a salir.
Ankhaf fue a buscarlo de madrugada y lo llevó ante el Gran Vidente. Cuando le preguntó si había tenido un sueño apacible o agitado, si el dios le había inspirado, Keops le contó la verdad. Le reveló su amor por la muchacha. Tal vez hubiera podido, o incluso debido, esconder a Ankhaf su pasión secreta, pero Keops ni siquiera pudo imaginar ocultarle la realidad de su pensamiento, iniciando así su colaboración con una mentira o una simple negligencia, al que había sido designado su guía espiritual, el hombre que debía acompañarlo en su progreso hacia el conocimiento del dios, guiarlo en el laberinto. Estaba tan impregnado del sentimiento que le habían inculcado en la Casa de Vida que pensaba que la omisión de una verdad era una ofensa a Maat, pues era asimilable a un engaño.
—Mi señor, has soñado con esa muchacha porque el dios ha querido que así sea —dijo el hijo de Imhotep—. Sin duda es una señal que ha querido enviarte. Pero para saber si ese amor es un bien o un mal para ti, es preciso ver cuáles han sido tus relaciones con ella en el sueño. ¿Parecía responder a tu amor? ¿Cuál ha sido su comportamiento contigo?
—Conservo sólo un vago recuerdo. Tengo la sensación de que he querido besarla varias veces, estrecharla entre mis brazos, pero no lo he conseguido, porque ella se escabullía siempre o, mejor dicho, era sólo una nube, algo impalpable, y de nuevo la veía a lo lejos, aunque creía tenerla junto a mí.
—No soy oniromántico, pero podemos exponer tu sueño al Gran Vidente y también al sacerdote encargado de interpretar las visiones del dios. Veo que Hathor, la Dorada, ha introducido en tu corazón el amor a esa muchacha; sin embargo, el hecho de que en tu sueño se escabullese, que sólo lograras asir una nube, es un signo inquietante. No obstante, si decides convertirla en la segunda dueña de tus bienes, nadie podrá impedírtelo.
—Sólo una persona podría: mi padre, el rey.
—Te creo capaz de prescindir de la voluntad de su majestad.
Keops se había abstenido de responder, pues ciertamente sabía que si su corazón decidía algo ni siquiera la autoridad de su padre podría apartarlo de su deseo.
Benu recibió a su principesco huésped en el recinto de la morada del Fénix. Se penetraba allí por una alta puerta que, detrás de un amplio vestíbulo con columnas, daba acceso a un gran patio rodeado de edificios, la mayoría de los cuales flanqueaba el recinto del santuario. En el centro del patio se levantaba un altar monumental y, al fondo, el horizonte aparecía cubierto por la maciza base de ladrillos, gigantesco zócalo de lados piramidales, del poderoso y achaparrado obelisco que dirigía al sol su vértice triangular. De modo que, cuando se aproximaba el cénit, en el solsticio de verano, hacia la época de la inundación, el globo luminoso parecía depositado sobre aquella aguja. El Gran Vidente indicó a Keops el obelisco y le preguntó:
—¿Qué ves ante ti?
Keops recordó lo que le habían enseñado sobre el obelisco cuando estudiaba las cosas sagradas en el templo de Ra y respondió:
—Es el pilar del cielo, el eje del mundo. Es el benben, la aguda columna en que viene a posarse el Fénix en sus apariciones, la piedra sagrada en que se manifestó lo inefable.
—¿Y qué más?
—No puedo decir nada más.
—Lo has dicho todo y no has dicho nada. Y ahora dime, ¿qué es el Fénix?
—¿No es el alma de Ra?
—¿Y qué más?
—¿No es también Osiris?
—¿Y qué más?
—No sé más —admitió Keops.
—Ven entonces conmigo, te haré conocer el Fénix antes de revelarte su naturaleza.
Ankhaf se alejó mientras Keops seguía al Gran Vidente, que le hizo rodear la base del obelisco. Una puerta baja y estrecha, practicada en el dorso de la construcción, daba acceso al interior del monumento, que a primera vista parecía macizo, destinado sólo a servir de zócalo al obelisco. Penetraron en una sala baja, iluminada por candiles de aceite, cuyos cuatro muros tenían una abertura; además de la entrada, las otras tres paredes daban a profundas galerías, iluminadas también por candiles de terracota.
Benu tomó del brazo a Keops, dispuesto a adentrarse en la galería situada frente a la puerta de entrada.
—Príncipe, demuestras una audacia y una decisión que pueden serte funestas metiéndote así por la primera puerta que encuentras, sin reflexionar —dijo.
—¿Qué clase de reflexión podría llevarme a preferir una puerta a la otra? —se extrañó Keops.
—Una que no se adquiere por la ciencia sino por la intuición. Hay ante ti, o mejor dicho, frente a ti, tres puertas. Cada una de ellas da a oscuras galerías laberínticas que conducen a callejones sin salida o a oscuros pozos o peldaños que, lentamente, descienden hasta las entrañas de la tierra. Pero sólo una puede llevarte hasta el lugar de la iniciación suprema. Las demás son como la Duat, como el mundo de los muertos, están pobladas por demonios y llenas de trampas mortales. El audaz profano que entrara solo y secretamente en la sala donde estamos, y penetrara a la aventura en una de esas galerías para intentar averiguar sus secretos, no regresaría nunca a la luz, desaparecería en el corazón de las tinieblas. Pues en las partes profundas y lejanas de esas galerías, la luz cesa de pronto y el osado profano se encuentra en la más total oscuridad.
—Puede haber sido previsor y llevar consigo una antorcha.
—Sigue escuchando. Ignoramos a consecuencia de qué misterio las lámparas que arden perpetuamente devoran el aire, de modo que si el hábil arquitecto que concibió este edificio y sus galerías no hubiera previsto numerosos conductos de ventilación, que obtienen aire del exterior, los que penetraran en ellas pronto morirían asfixiados. Sólo el corredor que conduce al misterioso corazón del santuario recibe aire del exterior, y podemos llegar y permanecer en él con lámparas y antorchas sin correr peligro.
—¡Me asustas, Benu! ¿Qué tesoro se halla oculto en el corazón de este santuario para que sea así defendido?
—No creas que se trata de riquezas. Pero hay cosas que el profano no puede ver y menos aún aprehender, pues provocaría la cólera divina de Ra e Isis. Por lo que a la razón se refiere, la sabrás cuando hayas penetrado en los arcanos de semejantes misterios. Si intentara hacértela conocer ahora, no comprenderías mi lenguaje o te descubriría lo que sólo debe revelarse a los iniciados. Ahora, sígueme con toda confianza. —El Gran Vidente tomó la puerta que se hallaba a su derecha—. Debes saber que cada una de estas galerías conduce a salas estrechas o a cruces a los que se accede por una puerta —dijo a Keops mientras caminaban—. Ahora bien, cada una tiene siete puertas dominadas por una entidad espiritual a la que denominamos divinidad o demonio, no importa; y cada una de estas puertas conduce a otras diez más, lo que puede darte una idea de la complejidad y el enmarañamiento de estas galerías, que pueden quedar cerradas a la altura de cada una de las puertas.
»Debes saber también que estos lugares subterráneos son la imagen de la Duat, tal como la recorren las almas de los muertos antes de llegar al tribunal de Osiris, pero poco a poco podrás descubrir que sólo son visiones que no dan cuenta de la realidad, pues la realidad es lo contrario de las apariencias.
—¿Quieres decir con eso que lo que vemos, lo que oímos no es la realidad, que sólo es una ilusión?
—Keops, admiro tu perspicacia y la rapidez de tus reflexiones. Sí, estás en lo cierto, y me alegra, porque me da la seguridad de que no te costará seguir las enseñanzas que hoy empiezo a transmitirte.
Llegaron a una sala pequeña en la que se abrían también tres galerías. Benu invitó entonces a Keops a sentarse en el suelo.
—Voy a revelarte ahora parte de la naturaleza del Fénix. No olvides que este templo, en cuyas entrañas estamos hundiéndonos, es su morada, el lugar donde se manifiesta. Se dice que reside en el País del Dios que se halla a oriente de Egipto. Algunos aseguran que el País del Dios no es otro que las inmensas regiones del otro lado del gran mar Oriental que bordea nuestras propias costas, habitadas por tribus nómadas. Sería pues al sur de este país, en las regiones que nosotros llamamos el Punt, donde viviría el Fénix, alimentado de incienso y mirra. Se engendraría a sí mismo, de modo que es su propio hijo y, al mismo tiempo, su padre. Cuando el padre muere, lo encierra en un ataúd hecho de mirra, con forma de huevo, y lo trae al templo donde nos encontramos.
»Como esos funerales sólo se celebran cada quinientos años, nunca he tenido la ocasión de comprobar la realidad de estas palabras, ni la de la versión que se conserva en los libros de nuestro templo, según la cual el Fénix, tras haber vivido medio milenio, confecciona un lecho de nardos, mirra rubia y cinamomo, le prende fuego y se acuesta para ser consumido en esa pira fúnebre y renacer luego de sus cenizas. Al parecer, el nuevo Fénix vuela entonces hasta este templo, el lugar del que brotó en la noche de los tiempos.
—¿Esta historia se halla escrita en un libro? —preguntó Keops, deseoso de saber.
—Eso me aseguró el Gran Vidente al que yo sucedí, pero nunca he visto ese libro, que se dice podría encontrarse en un lugar secreto del templo de Thot, en Hermópolis. Pero esta historia contiene verdades más profundas. En realidad, nadie sabe dónde se halla la Tierra del Dios de donde procede el Fénix, en los confines del mundo, o en los del universo. Pues el Fénix que renace de sus cenizas es el símbolo del hombre que renace en otro cuerpo de luz, por ello es el alma de Ra, nacido de la materia primordial. Es el devenir eterno y la propia eternidad, es el infinito; la eternidad es el día, el infinito la noche, y como se hallan estrechamente unidos, el uno no puede existir sin la otra, como el día no puede existir sin la noche. Cada uno de ellos es una de las caras ocultas del universo, y unidos forman el Todo, Uno, Eterno e Infinito. Así pues, te descubro ya parte del velo de Isis: que en el corazón del laberinto reside el Fénix. Pero sólo conocerás realmente su esencia, su naturaleza, cuando hayas franqueado todas las puertas del mundo interior y llegado a la sala del misterio revelado. Hoy has pasado la primera puerta. Ahora, volvamos a la luz visible del sol, simple reflejo de la verdadera luz de Atón-Ra, para que puedas reflexionar sobre lo que te ha sido revelado.
Esa noche Keops sólo bebió agua y comió fruta, higos y dátiles, además de pan; luego se dispuso a meditar. Pero pese a sus esfuerzos, pese a la tensión de su mente, no supo cómo profundizar en las enseñanzas sobre el Fénix, no obtuvo lección alguna, salvo que el mundo era diferente de las apariencias que adoptaba, y por lo tanto los sentidos del hombre no le revelaban la realidad en todo su esplendor, y que el alma humana, a la que los egipcios llamaban el ba, era inmortal. Pero esto se lo habían asegurado ya en la Casa de Vida, y también en otras partes, aunque se dijera que sólo tenían derecho a la inmortalidad el rey y aquellos a quienes éste concedía una tumba junto a la suya, sus parientes, sus Amigos, algo que Filitis había rebatido magníficamente. Pero hacía ya mucho tiempo que reflexionaba sobre esta cuestión y no podía admitir que el ba del rey fuese inmortal y que, por el poder mágico de su tumba, pudiera conceder la inmortalidad a quienes eran enterrados en su vecindad. Pues él, hijo de rey, príncipe heredero, destinado a reinar algún día, no se sentía distinto de los demás mortales, tenía dudas sobre su propia inmortalidad, a pesar de todo lo que pudieran decirle.
Y el lugar de origen del Fénix, ¿no sería Heliópolis, puesto que el Gran Vidente le había dicho que había brotado de la noche de los tiempos? ¿Qué significado tenía el País del Dios, dónde estaba, si no era hacia el Punt, y por qué el Fénix había abandonado el lugar sagrado de su nacimiento y se había refugiado allí para vivir durante quinientos años? ¿Qué entendía Benu por la Noche de los Tiempos? ¿Qué era la Noche de los Tiempos? ¿Acaso la época del caos antes de que el dios crease el mundo, cuando sólo reinaban las tinieblas sobre el Nun, las aguas primordiales extendidas por el universo, la materia informe no modelada todavía, no ordenada todavía por el Creador?
Se planteaba estas cuestiones sin poder darles respuesta. Pero debía tener paciencia y no interrogar a este respecto al Gran Vidente, que antes de separarse le había dicho que debía escuchar sin hacer preguntas, buscar en su interior las respuestas esperadas.