9

—Te hemos echado en falta, mi señor. Tu esposa Meritites nos aseguró que actuabas así con frecuencia. Pero ¿por qué nos ha enviado la reina para distraerte si huyes en cuanto llegamos?

Así dirigió Henutsen sus reproches a Keops cuando éste entró en el jardín de su residencia donde la muchacha estaba sola, sentada en una estera a la sombra de un sicómoro, muy cerca de la alberca donde acababa de bañarse.

—¿Dónde están tus compañeras? —preguntó Keops, feliz en el fondo de encontrarla sola.

—Han debido de quedarse en casa de sus padres. Como ayer te marchaste repentinamente y no volviste, pensaron que no regresarías pronto, como nos aseguró tu esposa. De modo que sin duda les ha parecido inútil presentarse hoy aquí.

—Prescindiremos entonces de su presencia —replicó Keops sentándose a su lado.

La miró largamente y ella entornó los párpados sin ruborizarse.

—Sin embargo, tú has venido esta mañana —prosiguió él.

—¿No era acaso mi deber? La reina nos ha enviado a tu morada para que alegremos tu corazón, así que debemos venir cada día, aunque desdeñes nuestra presencia. Además, comienzo a sentir cierto afecto por Meritites y por tus hijos.

—¿De modo que vienes más por placer que por deber?

—Sin duda alguna. Y mi placer sería grande si nos concedieras tu presencia.

—¿Te complace que esté con vosotras?

—Es un dulce placer y también un honor para todas nosotras y para mí que acudas a escuchar nuestros cantos y a contemplar mis danzas.

—Debes saber entonces que sentí un gran placer viéndote danzar. Demasiado grande incluso, pues podría alejarme de las tareas que me corresponden. Por eso, en parte, me marché tan bruscamente.

Aquel cumplido pareció conmoverla mucho, pues entornó los ojos mientras una dulce sonrisa aparecía en sus labios. Había tomado su laúd e hizo correr el dorso de su mano por las cuerdas, que vibraron como si su corazón gritara. Mientras que la víspera, ante la mirada de su joven esposa y en presencia de las compañeras de Henutsen, se había sentido molesto, algo torpe, ahora, a solas con la muchacha, se sintió mucho más a gusto. ¿O era, tal vez, que la velada que había pasado en compañía de Filitis y sus palabras llenas de sabiduría lo habían cambiado? Pensó que, antes de ser príncipe e hijo de rey, era hombre, y además, enamorado. Y a su lado se hallaba la que había conmovido sobremanera su corazón. Pero no olvidó lo que su madre le había dicho. Tenía que dominar sus impulsos, refrenar cualquier movimiento, cualquier palabra llevada por el deseo.

—Mi corazón está alegre —dijo ella con voz dulce— porque a mi señor le han gustado mi canto y mis danzas. ¿Acaso no estoy a su lado para colmar todos sus deseos?

—Por eso te envió mi madre a mi lado. Encuentra entonces nuevas canciones para distraerme y conmover mi corazón —respondió. Y luego añadió—: Voy a bajar a la alberca para bañarme. Cántame mientras algo hermoso para que pueda ver la belleza en tu persona, sentirla en tu perfume, escucharla en tu voz.

Semejante cumplido, en el que Keops dejaba hablar en exceso a su corazón, hizo nacer una sonrisa que iluminó el rostro de Henutsen mientras tomaba su laúd y lo afinaba, antes de iniciar el canto. Keops se había zambullido en el agua de la alberca y nadó lentamente, escuchando la melodiosa voz que le abrazaba como largos tallos de papiro. Dirigió la mirada hacia la muchacha, luego entornó los ojos para captar mejor aún su belleza e impregnarse más de su canto, su voz, su música.

La inesperada llegada de Meritites puso fin a aquel placer.

—¡Ah!, ya has regresado… —dijo ella—. No te esperaba tan pronto, pues conozco muy bien la fuerza de tus caprichos. Nuestra madre me ha pedido que te recuerde que te esperan en Heliópolis. Recibió ayer la visita de quien ya sabes. Le sorprende que, haciendo tantos días que habló contigo, sigas sin comparecer en la morada del Fénix.

—Dije a la reina que no tenía ninguna prisa por aceptar una invitación que parecería una orden si respondía a ella con demasiada prontitud.

—Tal vez tú lo veas así, pero no olvides que debes estar de vuelta antes de que su majestad regrese. Tus rivales son más activos y corres un riesgo inútil demorándote aquí.

Mientras la escuchaba, Keops se abandonó dulcemente en el agua, de espaldas, con la mirada puesta en Henutsen, que había dejado de cantar. Permanecía inmóvil, observando a Meritites, y eso irritó a Keops, que deseaba ser él quien captara toda su atención; aunque por otra parte, se alegraba al poder contemplar su rostro sin por ello incomodarla o parecer osado o impúdico.

—Me marcharé mañana —soltó por fin, aguardando la reacción de Henutsen.

Como esperaba, la muchacha se volvió hacia él mostrando su sorpresa, pero no dijo una sola palabra.

—Ésa es una feliz decisión —se alegró Meritites—. Puesto que es necesario que vayas a Heliópolis, mejor hacerlo sin tardanza.

Keops advirtió que era la primera vez que su hermana le instaba a abandonar su casa. Se preguntó si no la habría picado el aguijón de los celos, y aquello le divirtió. Su vanidad se sentía halagada de que lo amaran así, porque tenía la sensación de que Henutsen no era insensible a sus encantos. Había respondido con tanta prontitud a Meritites y tomado la decisión de partir al día siguiente hacia Heliópolis, porque tras ver de nuevo a Henutsen dudaba de su capacidad para dominarse, temía no poder domeñar sus deseos y perder a la muchacha por haber querido hacerla suya con excesiva impaciencia. Pensó que aun lejos de su vista, ella seguiría a su lado y alimentaría más aún su amor. Aguardaría el anuncio de la vuelta de su padre para regresar a Menfis y entonces podría solicitar su intervención ante Setribi para que le concediese a su hija como segunda esposa.

Cuando salió de la alberca, Meritites se acercó a él con un lienzo para ayudarlo a secarse.

—¡Keops, hermano mío! —exclamó—. Tienes la espalda llena de rasguños y un corte en la cadera. ¿Qué ha ocurrido? ¿Te has peleado?

—No es nada, hermana —le aseguró—. Lo había olvidado ya. He dormido junto a un hombre sabio, un pastor que cuida de sus ovejas y sus cabras más allá de Chetyt, al norte del templo de Sokaris. Y esta mañana, al despertar, hemos sido atacados por tres hombres, sin duda antiguos soldados de su majestad. He luchado contra uno de ellos y hemos rodado por el suelo; debo de haberme arañado entonces. A él le partí el cráneo con su propia maza; los otros dos huyeron. Solicitaré que se investigue lo ocurrido. Quiero saber si ha habido deserciones en los cuarteles. Deseo capturarlos para enterarme, por su propia boca, si sabían quién soy, ya que mi anfitrión ignoraba mi identidad.

—¿Y la sabe ahora?

—Nunca digo a nadie quién soy. La gente del pueblo con la que tengo tratos me cree uno de los suyos; por eso puedo hablarles con entera libertad, sin que se arrojen al suelo y olisqueen el polvo, como hacen cuando se les acerca mi hermano Nefermaat. ¡Se siente entonces tan satisfecho de sí mismo! ¡Ya se ve soberano de las Dos Tierras!

—Keops, lo que acabas de decirme llena de angustia mi corazón. Eres el príncipe heredero y no debes olvidar que a nuestro alrededor muchos saldrían beneficiados si desaparecieses. Nuestra madre te lo dijo, yo te lo repito. Te falta prudencia, estás demasiado seguro de ti mismo y de tu fuerza. Temo que esos hombres fueran enviados para asesinarte.

—¡Meritites, eso es imposible! ¿Cómo podía saber alguien dónde estaba yo esta mañana, cuando llegué tan lejos sólo por azar?

—Basta con que te hubieran seguido.

—No lo creo. Además, esos hombres agredieron también a mi anfitrión. Sospecho que querían apoderarse de los animales, pues son su único bien.

—Keops, es posible que esos hombres no fueran dirigidos por una mano enemiga, que todo se deba al azar. Pero, precisamente por ello, deberías tener mucho más cuidado; considera tu posición, no puedes seguir recorriendo caminos, visitando lugares como un simple campesino. Tu vida es preciosa para mí y para tus hijos, pero también lo es para Egipto, donde debes gobernar.

—Sin duda, querida hermana, mi vida te es preciosa y también lo es para mí. Pero más preciosa me parece aún la libertad de ir a donde me plazca, como me plazca y cuando me plazca. Si alguien me dijera: Keops, estás en efecto destinado a subir al trono de las Dos Tierras, pero ahora te está prohibido pasear solo, tienes que ir acompañado por una fuerte escolta, los guardias deben rodearte siempre, incluso en las puertas de tu alcoba, yo respondería entonces que prefiero dejar la doble corona para otros que estén dispuestos a encerrarse en la cárcel de su propio poder. Pero no debes temer por mi vida, velaré por ella.

Neferu aguardó a que avanzara la noche y que todo el mundo durmiese, para salir sin peligro de que nadie lo advirtiera. A esas horas las calles de Menfis estaban abandonadas a los perros vagabundos, las ratas y algunos borrachos que se habían retrasado en las tabernas bebiendo cerveza y vino negro perfumado con miel. Neferu había cogido su bastón, tan útil para apartar a los perros como para golpear a algún audaz desvalijador de viandantes, aunque las agresiones nocturnas eran raras desde el reinado de Zóser; patrullas de policía, llamadas saper, recorrían por la noche la ciudad para proteger las mansiones y a los raros noctámbulos. Se deslizó entre las casas y los muros de los jardines de las ricas mansiones, evitando que las escasas personas que se cruzaba le reconocieran. Sólo la luz de la luna iluminaba su camino. Se detuvo ante un muro bajo y dio un salto para trepar por él, dejándose caer al otro lado, a un jardín con grandes árboles, y llegó ante la fachada de una casa silenciosa. No se veía luz alguna, ningún ruido procedía de las oscuras salas. Trepó por el tronco de un sicómoro y desde allí saltó a la terraza baja. Luego se introdujo en una sala, que daba al jardín, por una gran abertura protegida por una leve cortina que impedía el paso de los mosquitos.

Quiso la casualidad que los rayos de luna penetraran directamente en la alcoba e iluminaran la cama, formada por un marco en el que se había colocado el somier de juncos trenzados y gruesos almohadones llenos de hojas y plumas que conservaban cierto frescor. En el lecho, tendida de espaldas, distinguió un esbelta figura.

Neferu se sentó en el borde de la cama y tocó suavemente el hombro de la durmiente. Ésta se movió, se incorporó ligeramente y susurró, sin manifestar el menor temor por el visitante nocturno que la sacaba de su sueño:

—¡Oh, Neferu! ¿Qué estás haciendo aquí, en plena noche?

—¿Qué piensas que puedo hacer salvo dedicarte una amorosa visita? Ahora que no podemos vernos de día, me veo obligado a acercarme a ti por la noche, como un ladrón.

Tras hablar así, Neferu se inclinó sobre el rostro cuyos rasgos adivinaba en la penumbra, y buscó sus labios. La tierna boca recibió su beso y se apartó rápidamente. Él puso una mano en la dulce piel del hombro y luego fue bajando hacia un pecho.

—Dame noticias —dijo con voz sorda.

—Primero, háblame. Di, ¿has sido tú quien ha intentado que asesinaran a tu hermano mayor?

—Pero ¿qué dices? ¿Por qué voy a intentar matar al pobre Keops? Mi posición es mucho mejor que la suya, aunque siga siendo el príncipe heredero. Sería tan estúpido como peligroso intentar librarme de él de ese modo; además, no deseo su muerte. Me limitaría a desterrarlo al gran oasis occidental, donde podrá cazar, pescar y vivir como le parezca entre los pastores de cuya compañía disfruta tanto. Pero dime, ¿han intentado matarlo?

—Eso parece. Mas si tu boca no miente, creo entonces que se ha tratado del azar. Pues ¿quién, además de ti, ambiciona la doble corona?

—Nadie, pues nadie más que yo puede llevarla con dignidad.

—Tal vez juzgues con excesiva ligereza a tu hermano; es mucho más capaz y hábil de lo que crees. Neferu, creo que estás demasiado seguro de ti mismo, que eres demasiado vanidoso.

—Ésa es una opinión nueva, por lo que a mí respecta, un reproche que no esperaba oír de tus hermosos labios.

—Te crees ya rey, de modo que sólo quieres oír alabanzas.

—Te adoro, incluso cuando te muestras altiva y agresiva. Pero reconozco que prefiero que me alabes a que me riñas.

—Pues a mí no me gusta ocultar mi pensamiento. Lo que me has impuesto me cuesta ya mucho.

—Piensa que lo haces por amor a mí. Que si triunfas estarás a mi lado como la gran esposa real.

—Tal vez, aunque después de Meretptah, que será tu primera esposa.

—Pero va a ser la segunda cuando te hayas convertido en la dueña de mis bienes.

—Me gustaría creerte. Mas pareces olvidar que para legitimar tu ascenso al trono tienes que tomar como gran esposa real a una de las dos hijas de Hetep-heres.

—¿Quién podrá obligarme a ello si me apodero del poder sólo con mi fuerza? Ahora, dime, dejando aparte esa tentativa de asesinato, ¿qué es de mi amado hermano?

—Mañana o, mejor dicho, dentro de un rato, se marcha a Heliópolis. Ha sido invitado a acudir a la morada del Fénix.

—Bien. Sin duda los sacerdotes de Ra se pondrán de su lado para rivalizar con el clero de Ptah. Pero los clanes de Heliópolis no dan la talla ante el clero de Ptah, y sobre todo, ante mí y mis partidarios.

—Te lo repito, Neferu, estás demasiado seguro de ti mismo. Siempre es más útil estimar al adversario, sobreestimarlo incluso, que creerlo débil y miserable. Se evitan así penosas sorpresas.

—Admiro que tanta sabiduría florezca en tan encantadores labios. Hablas como uno de esos escribas gordos que nos daban lecciones en la Casa de Vida del dios. Te convertiré también en el primer consejero del rey, pero de momento quiero gozar sólo de la belleza de la amada del hijo del rey.

—Pues la amada no lo desea. Tiene sueño y, además, no se encuentra bien. Se halla en un estado de impureza mensual que sólo estropearía nuestro placer.

—¿Es cierto? Deja que toque para…

—De ningún modo. Tu petición me ofende. Neferu, te ruego que te retires.

—Te has vuelto de pronto muy desagradable conmigo, Henutsen.

—¿Por qué te enfadas? ¿No te parece legítima mi actitud, dado mi estado? Y otra cosa, puesto que Keops abandonará hoy su morada considero inútil seguir visitándolo.

—¡De ningún modo! Cuando te introdujimos en el harén de Hetep-heres lo hicimos más para conocer las decisiones secretas de mi hermano que las de mi madre, aunque sea útil saber qué le dice el rey cuando le visita. Decidimos conseguir que te admitieran junto a la reina porque no nos parecía posible que te aceptaran en la residencia de su primogénito. Lo que no podíamos ni esperar sucedió cuando la reina te envió a su lado por iniciativa propia; no vamos a perder esa oportunidad. Además, sin duda enviará misivas y mensajes a Meritites; y tú estarás allí para conocer el contenido de esa correspondencia.

—Nadie me asegura que me lo comunique.

—De ti dependerá que sea así. Te bastará con ver en secreto las cartas. Sabes leer lo bastante como para que no te cueste descifrarlas… Por cierto, ¿les has dejado suponer que sabías leer y escribir?

—No he tenido razones para hacerlo. De momento sólo he ejercido mi talento como cantante y tañedora.

—Eso basta. Pero dime, ¿ha intentado mi buen hermano seducirte?

—No ha hecho gesto alguno en esta dirección, aunque no creo haberlo dejado indiferente.

—Tampoco eso está mal. Pero guárdate de abandonarte a sus impulsos, me disgustaría que te vieses obligada a entregarle unos tesoros que considero de mi propiedad.

—¿Y si no pudiese evitarlo? Si me viera en la circunstancia de tener que entregarme a él o marcharme, ¿cuál debe ser mi elección?

Neferu sonrió en la penumbra.

—Debería decirte que abandonarlo. Pero tu presencia junto a él me es tan preciosa que si permanecieras a su lado te perdonaría.

—¿Significa eso que pones tu ambición por encima de nuestro amor?

—Para mí, ambos están estrechamente ligados. Además, ¿seguirías amándome si fuera sólo un simple príncipe? Ni siquiera si fuese visir, pues dudo de que si subiera al trono de Egipto mi hermano me confiara un puesto de tal importancia. No ignoro que desconfía de mí y que no me lleva en su corazón.

—Haré lo que deseas —suspiró Henutsen—. Ahora te ruego que te retires.

—Muy bien, te obedeceré. Volveré dentro de unos días, cuando te sientas mejor. Espero que entonces te muestres más acogedora y abierta a mis deseos.