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Filitis había construido en el desértico altiplano que había convertido en su dominio una cabaña de cañas y tallos de papiro. Por el lado este se llegaba al valle a través de una pendiente relativamente empinada, mientras que, hacia el norte, el acantilado era abrupto. Allí se hallaba el rebaño de cabras, pues las plantas crecían en la ladera y abajo se desplegaba una rica vegetación que iba regenerándose con cada crecida de las aguas del río.

—Ya ves —dijo a Keops su anfitrión—, éste es mi reino. Vivo con mi rebaño y este buen perro, que es mi mejor compañero. Las cabras me procuran leche y queso y trenzo cestos con los papiros del valle. Luego voy al mercado para cambiar mis cestos y mis quesos por pan y tortas, aceite y cerveza, lentejas y garbanzos, aceitunas y dátiles. Por lo demás, me alimento con los bulbos de las plantas, miel silvestre que recojo en el desierto, legumbres que cultivo en un huerto.

»Vivo así feliz en soledad, con mis animales, que saben hablarme, con el desierto y sus huéspedes, con Ra, que ilumina cada día mi cielo. Y cuando cae la noche, me acuesto en mi estera, fuera de la cabaña, y permanezco tan inmóvil como el cielo. Contemplo las estrellas, escucho los rumores de la noche, los gritos de las bestias en el desierto, el susurro del viento, el balido de mis cabras, el aliento de Abutiu, y me digo que estoy en la serena paz del dios, que soy más feliz que el rey en su palacio, que su majestad, siempre rodeado de cortesanos y Amigos engañosos; debe preocuparse por la administración del Estado y su vida está siempre amenazada por quienes sueñan en reemplazarlo en una tarea que es, sin embargo, tan agotadora, en un trono tan incómodo.

—Grandes verdades brotan de tus labios —reconoció Keops—, pero el rey ha sido enviado a la Tierra para regir a los humanos; es la encarnación de Horus y su vida pertenece a su pueblo.

—También son hermosas palabras las que brotan de tus labios. Pero quienes ambicionan su trono no son la encarnación de Horus; sin embargo, si su empresa tuviera éxito, se presentarían como si fueran el propio dios. Pues todos nosotros, los vivos, somos dioses, y cuando hemos tomado el camino del Amenti nos convertimos en Osiris. No creo que ése sea privilegio de los reyes y de los Amigos del rey. Piensan que si su majestad les concede una tumba cerca de su propia tumba, participarán de su inmortalidad, como si la inmortalidad pudiera reservarse a algunos humanos y negarse a la mayoría de ellos.

»Todos los que hemos llegado a la vida, todos los que hemos tenido en nuestra existencia, bajo el sol de Ra, las mismas necesidades, los mismos deseos, tenemos del mismo modo idéntico destino después de la muerte, y conoceremos otra vida en el reino de Osiris o caeremos en un sueño eterno. Ya ves, el propio rey, al igual que sus Amigos, necesita alimentarse para vivir, necesita también vaciar sus entrañas; para multiplicarse necesita unirse con un ser vivo del sexo opuesto, pues sólo el Fénix se engendra a sí mismo, pero ni siquiera su majestad es el Fénix. ¿En qué se diferencian, pues, el rey y sus Amigos de todos los humanos que moran en las Dos Tierras, de todos los humanos que pueblan todos los reinos de la Tierra, los desiertos y las lejanas islas? Puesto que, como ellos, aman, comen, beben, sienten avidez de riquezas y de poder, están también sujetos a la enfermedad, a los accidentes y a la muerte. Seas rey o un simple campesino del valle, si golpeo tu cráneo con una fuerte maza, estallará y morirás. Dime entonces, ¿qué diferencia hay entre tú, yo y el visir, entre nosotros y su majestad, salvo que uno está sentado en un trono y tiene muchos servidores a sus pies y el otro está sentado en una piedra y debe servirse a sí mismo?

El discurso impresionó a Keops ya que siempre había considerado una verdad indiscutible que el rey era de esencia divina, que difería del pueblo al que gobernaba por su naturaleza, como el pastor es distinto por naturaleza del rebaño que lleva a pacer. Y por el poder de su magia, el rey hacía que, después de la muerte, se confiriera la inmortalidad a los Amigos y a los miembros de su familia enterrados cerca de su propia tumba. Y reconoció para sí que él, hijo primogénito del rey, príncipe heredero, experimentaba los mismos sentimientos que el más humilde de los súbditos de su majestad, tenía las mismas necesidades, era asaltado por las mismas dudas, los mismos temores, y no disponía de ningún poder mágico que pudiera asegurarle el trono y alejar de él a sus secretos enemigos. Y le fue revelada con tanta vivacidad y rapidez su propia humanidad porque había vivido muy a menudo entre la gente del pueblo, y había tenido así ocasión de comprobar que en nada se diferenciaban, salvo en que él sabía leer y trazar los signos sagrados, conocía los gestos de los dioses y las reglas de urbanidad, algo que ellos ignoraban, lo que de nada le servía cuando cazaba, pescaba, combatía jugando con los boyeros, o se hallaba entre los campesinos para compartir sus trabajos.

—Filitis, tus palabras me sorprenden —repuso—, sobre todo porque, viéndote, me pareces un sencillo pastor que nunca ha puesto los pies en una de esas Casas de Vida donde los sacerdotes transmiten a sus discípulos las antiguas tradiciones surgidas de la noche de los tiempos.

—Es precisamente por eso, porque nunca he pasado por una Casa de Vida y nunca he escuchado las palabras de los sacerdotes que forman a los escribas útiles para la administración del reino, que razono así —replicó Filitis—. He conservado un espíritu libre de todo dogma, un espíritu que no ha sido deformado, desde la infancia, por las enseñanzas alejadas de la verdad que Maat alberga en su seno, tan profundamente que ni siquiera los sacerdotes del dios consiguen penetrarla. Y quienes conocen la verdad, la que está encerrada en los libros secretos ocultos en el templo de Thot, prefieren que permanezca ignorada, incluso por los grandes, y velan para que nadie la divulgue.

Cuanto más hablaba Filitis, mayor era el asombro de Keops, y no lo ocultó.

—¿Quién eres para hablarme de esa verdad oculta en los libros de Thot? —le preguntó Keops—. ¿Conoces acaso esa verdad?

—¿Quién puede conocerla? Sólo un dios podría poseer la verdad última, pues quien tuviera acceso a los libros de Thot descubriría la naturaleza del universo y de los dioses.

—¿Acaso tú, oh Filitis, eres en verdad un dios? Descubro en ti tanta sabiduría, te veo tan dueño de ti mismo, de tus sentimientos, de tu vida, de tu palabra, que no sé si el alma de un humano puede llegar a semejante altura, a semejante serenidad.

—Un alma humana puede, créeme. Basta con que tenga esa voluntad, ese profundo deseo. Pero permíteme que calle y permanezcamos en silencio ante la belleza del mundo.

—Antes respóndeme todavía a otra pregunta, una sola…

El misterioso anfitrión inclinó ligeramente la cabeza y una dulce sonrisa iluminó, aceptando, su rostro.

—Dime si siempre has vivido en este lugar que parece inspirado por el dios, habitado por él.

—No, no he vivido siempre aquí. He conocido muchos mundos, muchas peregrinaciones antes de llegar a este lugar, que, como has comprendido, está habitado por el dios. Y ese dios misterioso al que acabas de evocar me ha traído hasta aquí, me ha designado este lugar en la balanza de las Dos Tierras, para que me establezca, para que termine mi vida rodeado por mi rebaño, junto a mi perro.

Tras esas palabras, Filitis agachó la cabeza y pareció ensimismarse, con tal silencio e inmovilidad que Keops se preguntó, no sin temor, si respiraba, si seguía viviendo. Su pecho no parecía moverse ya al compás de su respiración y sus miembros parecían definitivamente paralizados. Por su parte, Keops también permaneció inmóvil y silencioso. Meditó sobre las palabras de Filitis, se convenció de su verdad, de su profundidad, y luego se interrogó sobre los misteriosos manuscritos del templo de Thot. Hubiera querido preguntarle sobre este asunto, pero no se atrevió a sacarlo de su profunda meditación. De pronto la imagen de Henutsen se apoderó de él, apartando cualquier otro pensamiento, y recordó cómo había salido de su residencia, abandonando de un modo muy descortés a las muchachas que su madre le había enviado a petición suya. Le invadió otra vez el deseo de Henutsen, y aquel deseo fue tan grande, le dominó con tanta fuerza, que se disponía a levantarse y alejarse, cuando Filitis, como si hubiera advertido su nueva decisión, se movió, se volvió hacia él y dijo:

—Nunca debemos dejarnos dominar por un pensamiento que puede hacernos actuar contra nuestro bien. Antes, conviene apartar siempre cualquier idea que pueda falsear nuestro juicio y desviar nuestra acción.

Estas palabras conmovieron a Keops y lo inquietaron, pues le pareció que el pastor había leído en su alma.

—¿Por qué me das este consejo? —se extrañó—. ¿Qué ha sido lo que te ha motivado a hablarme de ese modo?

—No lo sé. He sentido deseos de hablarte así… ¿Quién sabe por qué brota en nosotros una idea, un pensamiento? ¿Quién sabe qué nos lo sugiere? Mira, la barca del sol desciende hacia el horizonte. Hora es ya de ir a ordeñar las cabras. Si te dignas permanecer a mi lado, aunque sea sólo por esta noche, te invito a compartir mi comida y luego te daré una estera para dormir en mi cabaña, o mejor fuera, pues la noche es cálida y luminosa.

Keops aceptó la invitación. Ayudó a Filitis a ordeñar las cabras, a encender el fuego y a preparar la cena: lentejas y bulbos de loto, acompañados con pan todavía crujiente. El perro Abutiu compartió su comida, con unos restos de carne.

—Nunca tomo carne —declaró Filitis a Keops—. Como nosotros los humanos, los animales tienen alma y participan de la naturaleza. Viven, sufren y mueren igual que nosotros. Hay tanta diferencia entre un hombre y un hipopótamo como entre una tortuga y un mono; cada especie es distinta, pero no hay entre nosotros diferencia de naturaleza alguna. El animal es sagrado, al igual que el hombre, nació de la voluntad del gran dios, del que brotó todo lo que existe. No es bueno alimentarse de la carne de un primo, ni de la de un hermano.

—Filitis, lo que estás diciendo no es cierto pues tu observación no se aplica al conjunto de la naturaleza —replicó Keops—. Sin duda nosotros los humanos podemos vivir alimentándonos sólo de productos de la tierra, pero ya ves que los animales se devoran entre sí, el león se come a la gacela, el cocodrilo se traga todo lo que vive, tanto a los peces como a la imprudente cabra que va a beber a las orillas del río o el ternero que atraviesa las marismas. La serpiente devora los pequeños animales del desierto, el halcón sacia su hambre con las aves que captura al vuelo. Gran parte de los animales se alimentan de hierbas y plantas, pero una parte mayor todavía lo hace de otros animales, sin preocuparse de su naturaleza, sin decirse que son sagrados y que está mal comerlos. ¿Acaso tú mismo no has dado a tu perro carne?

—De acuerdo —reconoció Filitis sonriendo con buen humor—. Pero aunque el hombre y los distintos animales sean iguales ante el dios, tiene sobre ellos una superioridad que depende de la naturaleza de su inteligencia. Piensa por sí mismo y sobre sí mismo, y también sobre el mundo. El animal sigue su naturaleza y, por efectos del hambre, se ha acostumbrado a alimentarse de otros de su especie. En cambio, el hombre conoce la naturaleza de las cosas, sabe que debe abstenerse de la carne. Sin embargo, ocurre a veces que mis animales mueren de enfermedad o de vejez. Entonces, le doy a mi perro su carne y tomo su piel, la curto, la vendo en el mercado o la utilizo para renovar mi yacija. Pues sé que el cuerpo es sólo una vana envoltura, que poco importa que se conserve. Por eso me río cuando veo que la gente de este país se preocupa tanto de lo que ha sido su cuerpo mientras vivía y quiere conservarlo a toda costa, en la creencia de que seguirá albergando el ka y el ba.

—Filitis, ¿acaso no crees que el cuerpo debe ser momificado para seguir viviendo eternamente? —se extrañó Keops—. ¿Crees que nuestros reyes y nuestros grandes se equivocan al desear que los entierren en profundas tumbas para proteger sus bienes y sus despojos corporales contra cualquier destrucción o violación?

—No dudo de que es un error, una ilusión. Pero no me hagas más preguntas a este respecto, es evidente que no estás todavía listo para escuchar lo que podría decirte.

Tras estas palabras, cayó en un profundo silencio, dejando desamparado a su huésped.

Keops comprendió que sería tan inútil como descortés insistir, seguir preguntando sobre aquel tema, prescindir de su observación final, claramente destinada a cerrar la discusión. Hubiera querido, sin embargo, reanudar la conversación que habían mantenido a su llegada a los dominios de Filitis. Sentía curiosidad por sus orígenes, tema la sensación de que había estudiado en un templo, de que fue iniciado en conocimientos secretos; le intrigaban, sobre todo, los libros de Thot. Pero advirtió que su anfitrión tampoco deseaba proseguir en esta dirección. Había roto el diálogo cuando él se había mostrado demasiado inquisitivo, no podía reanudarlo tan rápidamente. Siguiendo la invitación de Filitis, que sacó de la cabaña dos gruesos jergones de junco y papiro trenzados, se acostó en uno mientras el pastor se tendía en el otro.

La noche terminaba y el cielo comenzaba a clarear por el oriente, cuando Abutiu comenzó a gruñir y ladrar, arrancando bruscamente a Keops de su sueño. Se puso en pie de inmediato viendo ya muy cerca a tres hombres que se aproximaban, uno blandiendo una maza con cabeza de piedra, otro un hacha de cobre y un tercero una jabalina de aguzada punta pétrea. Este último lanzó contra Keops su arma, que el príncipe evitó saltando hacia un lado. Inmediatamente después el hombre armado lo atacó con la maza mientras el perro desgarraba la pantorrilla del que había manejado la jabalina. La fortaleza de Keops le permitió inmovilizar al adversario que quería golpearlo. Agarró su brazo armado y lo lanzó sobre la tierra con violencia. Filitis, entretanto, había cogido la jabalina del suelo y amenazaba con ella al hombre del hacha, manteniéndolo a distancia mientras el tercero intentaba librarse de Abutiu, que laceraba sin piedad sus piernas. Filitis dio entonces una orden al perro, que, abandonando su primera presa, se lanzó contra el hombre del hacha. Su compañero aprovechó el respiro para levantarse y alejarse, cojeando y maldiciendo. Entretanto, Keops se había apoderado de la maza y, haciendo un terrible molinete, aplastó el cráneo de su agresor; al verlo, el hombre del hacha, acosado por el perro y amenazado por la jabalina que Filitis sujetaba, emprendió a su vez la fuga, perseguido por Abutiu.

—¿Quiénes serán esos hombres? —se extrañó Filitis—. En todos los años que he permanecido aquí, nunca me ha asaltado nadie. Incluso los salvajes beduinos del desierto me respetan.

Mientras lo escuchaba, Keops se había agachado junto al cuerpo de su adversario. Le dio la vuelta, lo examinó y dijo:

—Estos hombres no son beduinos. Son egipcios, tal vez soldados huidos, porque llevan las armas de los guerreros de su majestad.

—Debe de ser entonces que han abandonado su guarnición y se han convertido en bandidos —concluyó Filitis—. Tenemos que librarnos del cuerpo de este hombre.

Keops prefirió aceptar la explicación de su anfitrión. Cargó el cuerpo sobre sus hombros y se lo llevó lejos, al desierto, para dejar a las hienas y a los buitres el cuidado de devolverle al polvo. Sin embargo, sentía brotar en su interior cierta inquietud. Las conspiraciones y los asesinatos de los que le había hablado su madre unos días antes volvieron a su mente. Se preguntó si aquellos hombres no habrían sido enviados para asesinarlo, a él, al príncipe heredero. Dio muchas vueltas en su cabeza a la cuestión todo el camino que recorrió con el cadáver al hombro, lamentando no haberse lanzado a perseguir a los dos fugitivos, pues los hubiera alcanzado, al menos a uno de ellos, y habría podido hacerle confesar la razón de aquella violenta agresión. Tras depositar el cadáver en el pedregoso suelo del desierto, le lanzó una última ojeada y luego se dijo que sus temores eran absurdos. ¿Cómo podían saber esos hombres quién era y dónde estaba? Sin duda podían haberlo seguido cuando salió de palacio, pero en ese caso, ¿por qué no le habían atacado antes o, incluso, por qué no aprovecharon su sueño? Cierto es que actuar durante la noche era más difícil y que sin la alarma de Abutiu le hubieran sorprendido en pleno sueño.

—El hecho de que sean soldados fugitivos me tranquiliza —dijo Filitis cuando Keops regresó a su lado—. Hubiera sentido mucho que fueran beduinos, pues su repentina hostilidad me habría preocupado.

Keops no le dijo que sin embargo él hubiera preferido que fuesen beduinos, pues el modo como le atacaron aquellos hombres, a pesar de los argumentos utilizados para tranquilizarse, le inquietaba. Lo ocurrido había roto el encanto que le unía a aquel lugar y a su anfitrión y pensó que era hora de regresar a su residencia, pues Meritites podía extrañarse y su madre preocuparse de que se alejara con tanta brusquedad de su casa, cuando ella acababa de acceder a su ruego de tener a Henutsen a su lado.