7

Cuando regresó a su morada. Keops encontró en el jardín a Meritites hablando con su hermano Rahotep, Neferet, su esposa, y su hermana menor, Neferkau. Meritites había llamado a un lado a sus dos hijos. El primogénito, Kawab, de unos quince meses, comenzaba a erguirse sobre sus pequeñas piernas y corría de un lado a otro. Su hermano, muy pequeño aún, se mantenía a horcajadas en la cadera de su nodriza y buscaba con avidez el pecho pletórico de leche, pues Meritites le había amamantado sólo un mes, para no deformar sus senos.

Rahotep, al contrario que su hermano mayor, que mostraba un rostro lampiño, lucía un bigote que hacía recortar cuidadosamente. Vestía un estrecho paño de lino blanco y su única coquetería era un fino collar de cuentas de cristal alrededor de su cuello. Neferet, siguiendo la moda, se había puesto un vestido estrecho y largo hasta los tobillos, con un profundo escote que revelaba la redondez de sus pechos. Llevaba una peluca negra, ceñida a la frente por una ancha cinta de tejido bordado con flores. Aquel tocado de falsos cabellos se dividía en dos grandes porciones que enmarcaban su rostro. Un ancho collar formado por hileras de piedras negras, verdes y rojas caía desde la base del cuello hasta el pecho. Keops, que había visto poco a su cuñada, juzgó que su aspecto era agradable aunque su boca le pareció demasiado desdeñosa y pensó que no tardaría en engordarse, algo lamentable pues sólo le gustaban las mujeres esbeltas.

Keops saludó a la concurrencia, tomó a Kawab en sus brazos, y antes de que se hubiera sentado, Meritites se dirigió a él.

—¿Ya sabes la noticia, Keops? Nuestro hermano Neferu va a casarse. ¿Y sabes con quién?

—Claro —repuso tranquilamente—. Con la hermana de Neferet.

—Ah… ¿de modo que estabas al corriente? —se extrañó Meritites esbozando una mueca de decepción.

—Nuestras familias estarán así más unidas todavía —observó Neferet.

—No estoy tan convencido de eso —replicó Keops, que sabía a qué atenerse con respecto a las razones de la inesperada boda.

—A mí me parece muy lamentable —dijo a su vez Neferkau con un candor total—. Neferu es muy apuesto, y me hubiera gustado ser yo quien se convirtiera en su esposa.

—Eso piensa también mi hermana, que se ha mostrado encantada al saber que iba a ser la dueña de los bienes de Neferu —intervino Neferet—. Todas las mujeres de la corte están locas por él, y también las hijas de los Amigos de su majestad sueñan con ser sus esposas.

—No veo por qué —dijo Meritites—. Os concedo que Neferu recibió de Knum un hermoso rostro, pero lo encuentro muy frío, como su madre Neithotep, y tan pretencioso, tan fatuo… Además es un hipócrita.

A Keops le satisfizo escuchar a su esposa; pensó que sus comentarios acerca de su hermano se habían abierto paso en su espíritu y que estaba convencida de que él tenía razón, que no criticó a Neferu impulsado por un simple sentimiento de envidia, por odio a un posible rival en su lucha por el trono de Egipto.

—Dices eso porque estás enamorada de Keops —replicó Neferkau—. Pero no sé por qué hablas tan mal de él. ¿Por qué te parece un hipócrita y un fatuo?

—Si no tuvieras los ojos tan cerrados como los de un cachorro que acaba de nacer, no me harías una pregunta tan tonta —soltó Meritites—. Y no hablo así porque Keops esté con nosotros. Sólo digo lo que pienso, y creo que estoy hablando con Maat sentada en mi lengua.

—Está claro que tu lengua no está paralizada por semejante peso —observó la pequeña—. Pero no porque hables mucho y afirmes que es verdad las cosas van a ser como dices.

—¡Keops! —gritó Meritites—, haz que esa pequeña oca arrogante se calle y dile que el hijo de Neithotep es un hipócrita.

—¡Eh! —exclamó Neferkau—, ¿necesitas que te ayude nuestro hermano? Pero ¿por qué voy a creerle más que a ti, si dice lo mismo? Yo afirmo que Neferu me gusta, que tiene cualidades que me satisfacen y que no me negaría a ser su esposa si nuestro padre así lo decidiera.

Prudente y algo hipócrita, tanto por razón como por diplomacia, Keops puso fin a la disputa.

—No debo juzgar a Neferu —declaró—. Sin duda Meritites habla así porque tiene buenas razones y no seré yo quien la contradiga. Por lo que a mí respecta, lo veo demasiado poco para hacer sobre él un juicio cualquiera. En cambio, me parece muy razonable que tome esposa, ya era hora de que se casara. He visto poco a Meretptah, pero creo que es una dulce muchacha; nuestro hermano hace una buena boda.

—Mi hermana está convencida de ello —aseguró Neferet—. Después de ti y mi querido esposo, Neferu es el príncipe más próximo a su majestad; es su segundo hijo, destinado a altos cargos.

—Sin duda —admitió Keops.

—Además es el favorito de nuestro padre —intervino Rahotep.

Keops percibió cierta amargura en su voz. Dejó a su hijo y, volviéndose hacia su hermano, dijo:

—Rahotep, dejemos a las mujeres conversar. ¿Quieres acompañarme? Charlaremos un rato a solas. Tenemos pocas ocasiones de vernos.

—Te sigo con placer, Keops. Pero reconoce que nos vemos tan poco porque pasas la mayor parte del tiempo fuera de palacio, lejos de la corte de su majestad.

—Razón de más para aprovechar esta oportunidad.

Se alejaron para instalarse en una sala contigua. Keops invitó a su hermano a sentarse a su lado, en una estera.

—Rahotep —empezó—, somos hijos del mismo padre y de la misma madre, por lo que nuestros destinos están estrechamente ligados. El dios quiso que yo naciera antes que tú, de modo que soy el heredero legítimo de la doble corona. Pero ya sabes que, en cuanto suba al trono de las Dos Tierras, te convertirás en mi visir, de modo que compartiremos el poder. Ésa es la voluntad de nuestra madre, y por supuesto mi propia voluntad.

—Agradezco tu buena disposición para conmigo. Sabes que puedes contar con mi apoyo en cualquier cosa y, ante todo, para ayudarte a llegar al trono que en derecho te corresponde.

—Gracias por tus palabras, hermano. Pero también debes saber que tenemos un verdadero enemigo, aunque no manifieste de un modo ostensible su hostilidad, en nuestro hermano Nefermaat.

—Ya me he dado cuenta. Nadie puede negar que todas sus acciones tienden a prepararle el camino hacia el trono de las Dos Tierras. Pienso también que son numerosos los Amigos del rey dispuestos a pronunciarse en su favor, en el caso de que nuestro padre se elevara hacia la barca de Ra.

—Entonces debes de saber que tú no estarías entre sus Amigos. Sospecho que el cargo de visir estará reservado para uno de sus partidarios; en primer lugar, nuestro tío Nefermaat, y si éste no pudiera asumir la tarea, el puesto recaería sin duda en Ptahuser, el sumo sacerdote de Ptah.

—Así lo veo yo, pues temo que nuestro hermano no nos lleva en su corazón. Por eso me alegra también su boda con mi cuñada; será una razón para verlo más a menudo y conocer mejor sus designios.

—Has comprendido lo que esperaba de ti antes de que te lo dijera. Sí, Rahotep, debes ser mis ojos junto a Neferu y en la corte de nuestro padre. Yo tendré que pasar cierto tiempo en Heliópolis, en la Casa del Fénix. Te dejo a cargo de nuestros asuntos. Procura proteger nuestros intereses, sigue atentamente todas las acciones de Neferu, presta atención a sus palabras, descubre a sus partidarios, pero no dejes que se adivinen tus pensamientos ni tus opciones, y déjale suponer, incluso, que no te opondrías a alinearte con los partidarios de Seth.

—Confía en mí, Keops; seré tu doble en la corte de nuestro padre y en la morada de Neferu.

Keops se separó, satisfecho, de su hermano, seguro de tener en él a un fiel aliado. Se alegró incluso del anuncio de la próxima boda de Neferu con Meretptah, pues Rahotep no sólo iba a tener una razón para visitar la mansión de su hermanastro, sino que también esperaba obtener informaciones a través de su cuñada. Luego sólo pensó en la próxima llegada de Henutsen a su residencia.

Tal como había esperado, la muchacha se presentó en su morada al día siguiente; llegó con sus dos compañeras, Uta, hija de Khaesnofru, y Chery, hija de Neteraperef. Hetep-heres había tenido la precaución de enviar un mensaje a su hija Meritites, advirtiéndola de la llegada de las tres muchachas y comunicándole su voluntad de que Keops las admitiera en su residencia para que alegraran su corazón con sus cantos y danzas. Cautamente, había precisado que eran hijas de Amigos del rey y que convenía recibirlas bien para que sus padres pasaran al campo del príncipe heredero. Así pues, Meritites recibió a las muchachas y les habló con cordialidad, ya que apenas tenía uno o dos años más que ellas. Sólo su doble maternidad y, sobre todo, su posición social le conferían cierta autoridad. Las invitó a instalarse en el jardín, y luego fue a buscar a Keops.

Encontró a su esposo sentado en la posición del escriba en la sala que se había reservado para escribir y recogerse; tenía un papiro abierto sobre las rodillas y un cálamo en la mano, pero en realidad ni leía ni escribía. Intentaba, en vano, engañar así su impaciencia mientras aguardaba la llegada de las visitantes. Se había retirado allí para ocultar su nerviosismo y no permitir que nadie sospechara que esperaba algo o a alguien. Adoptó incluso un aire sorprendido cuando Meritites, inclinándose hacia él, le dijo:

—Amado hermano, nuestra madre ha enviado para ti a tres muchachas, hijas de grandes, para distraerte.

—¿Qué necesidad tengo de distracción? —preguntó simulando cierto enojo.

—Nuestra madre tiene razón. Te preocupas demasiado por tus responsabilidades y no acudes a fiesta alguna, cuando la juventud y la fuerza están en tu alma y en tu cuerpo. Esas muchachas saben hacer buena música, cantan y danzan maravillosamente. Traerán alegría a tu morada y, además, son hijas de Amigos de su majestad. A través de ellas lograrás el favor de sus padres si nuestro hermano Neferu quisiera desafiarte en la sucesión al trono.

Keops suspiró. Se hizo de rogar, aunque ardía en deseos de correr junto a Henutsen, y en su interior se asombró ante su propia doblez, sentía incluso cierta vergüenza, pero se justificó diciéndose que actuaba así por delicadeza, para no alarmar a su esposa, para no despertar en ella inútiles sospechas. Creía que en breve podría imponerle una segunda esposa, como su propio padre había hecho con su madre, aunque en realidad se hubiese desposado con Neithotep antes que con Hetep-heres.

Las muchachas se habían instalado en el jardín y jugaban con los dos hijos de sus anfitriones. Saludaron a Keops, mostrando apenas el respeto debido al príncipe heredero, y éste sintió que el corazón le daba un vuelco al ver a Henutsen. Le pareció más encantadora aún que la primera vez que la vio y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no mantener sus ojos clavados en ella. Cada una de las jóvenes llevaba un instrumento y, a petición de Meritites, se sentaron en los almohadones que unos sirvientes habían dispuesto y acompañaron el canto de Henutsen. Keops se instaló en otro almohadón, frente a las muchachas y junto a Meritites, que había mandado a los niños con su nodriza. Su corazón se sentía alegre ante la presencia de Henutsen, pero evitaba mirarla de un modo sostenido.

—¡Qué música tan hermosa! —exclamó Meritites cuando callaron los instrumentos—. Agradeceremos a nuestra madre que nos las haya enviado.

—Sabemos tocar bellas melodías y yo canto —intervino entonces Henutsen—, pero también puedo alegrar el corazón de mi señor danzando para él.

Keops se volvió hacia Meritites, dirigiéndole una mirada para autorizar su respuesta. Ella sonrió e inclinó la cabeza.

—Sí, baila para mi señor. Su alma se sentirá satisfecha —dijo.

—Me complacerá ver una hermosa danza —aseguró Keops, que ardía en deseos de contemplar los movimientos del gracioso cuerpo de la muchacha.

Henutsen no se hizo de rogar, y al tiempo que se levantaba invitó a sus dos compañeras a tañer sus instrumentos. Ella entonó una canción antes de iniciar la danza, como una leve llama. Keops seguía con la mirada las ondulaciones de su cuerpo, y sentía que su alma se exaltaba y el deseo nacía en él. Se dijo que la muchacha tenía una voz cálida y, sin embargo, clara como un rayo de sol en el río, que su cuerpo era tan flexible como los esbeltos tallos de los grandes papiros, que su oscura cabellera se movía como las hojas de la palmera cuando sopla el viento del desierto, y el amor se arraigaba cada vez más profundamente en sus entrañas. La tensión de su deseo se hizo tan fuerte que, para no faltar a la promesa que hiciera a su madre, se levantó de pronto y se retiró, declarando que estaba satisfecho pero que tenía que resolver asuntos muy urgentes. Como sabía que habría sido incapaz de permanecer tranquilo en su sala de estudio, salió apresuradamente de palacio y se sumergió en la agitación de la calle mayor de Menfis, que llevaba al templo de Ptah y se dirigía luego hacia Rosetau, la necrópolis de la ciudad.

Cruzó el mercado instalado junto al templo de Ptah, donde los campesinos vendían los productos de las tierras que cultivaban para el rey o los templos y parte de los cuales se les entregaba para su propio sustento y el de su familia. No prestó atención a las peticiones de los pequeños mercaderes, que no podían reconocer al príncipe heredero en aquel hombre que vestía sólo un estrecho paño, iba descalzo y ni siquiera llevaba las sandalias colgadas del hombro. Además, muchos en Menfis creían que el príncipe heredero era Neferu, al que veían muy a menudo desplazándose en una silla de manos llevada por servidores nubios o tirada por dos asnos, pero acompañado siempre de flabelíferos.

Mientras caminaba con rápidas zancadas, mantenía la mirada fija, lleno de la visión de Henutsen, a la que en vano intentaba apartar de su pensamiento. Sus pasos lo llevaron fuera de la ciudad, en dirección a la necrópolis de Sokaris. No supo cómo había llegado tan pronto ante el santuario del dios, un pequeño templo llamado Chetyt, construido con la hermosa piedra de Siena, donde las familias llevaban ofrendas para los sacerdotes de la necrópolis. Divisó a un hombre, joven todavía, que vestía un taparrabos hecho con piel de cabra y llevaba al hombro un odre lleno. Salía del templo, sin duda tras haber entregado sus dones, acompañado por un gran perro de pelaje amarillento. Viendo el hinchado odre, Keops sintió una ardiente sed que no había advertido hasta entonces, absorto como estaba en sus pensamientos. Se detuvo junto al hombre.

—Compañero —dijo—, ¿llevas agua en tu odre?

—Es agua que he sacado de un pozo cercano —aseguró el hombre deteniéndose.

—Ten la bondad de ofrecer un trago a un viajero atenazado por la sed.

—Claro, claro —dijo el hombre ofreciéndole el gollete de cuerno tras haber retirado el tapón.

Keops se inclinó y bebió varios tragos antes de incorporarse y dar las gracias al desconocido.

—¿Eres pastor o zagal para que te acompañe un perro? —le preguntó entonces Keops.

—Lo soy. Mi nombre es Filitis. Mi rebaño pace cerca de aquí, junto al altiplano del desierto libio. Desde allí puede verse todo el valle del río-dios. Y a poniente se extiende, hasta el infinito, el rojo desierto que llega hasta el fin del mundo, hasta la isla del apuesto Amenti. Pero tú, si eres pobre, si vagas sin refugio ni alimento, ven conmigo. Necesito un ayudante; mi rebaño no cesa de crecer y mi perro Abutiu no puede con todo.

—¿Y no es tu perro Abutiu el que veo aquí, a tu lado? —se extrañó Keops.

—Sí, él es Abutiu.

—Y entonces ¿quién guarda ahora tu rebaño?

—Un muchacho, hijo de un campesino de la vecindad que me ayuda de vez en cuando. He aprovechado que iba a ofrecer al dios los animales que le debo para llenar el odre con agua de su pozo; ahora puedo volver junto a mi ganado. Si lo deseas, acompáñame, serás bienvenido al reino de Filitis.

Aquel hombre le pareció una buena compañía, y pensó que junto a él lograría expulsar de su mente la imagen de Henutsen. Sentía también curiosidad por ver el reino del pastor. Asintió, y se puso en camino con Filitis.