En las noches de los días siguientes, Keops no podía apartar su pensamiento de Henutsen. Para alejar su imagen, pasaba las jornadas junto a su esposa y sus hijos, pero la presencia de los pequeños le aburría; aún eran muy niños, y les correspondía a las mujeres ocuparse de ellos, verlos jugar, mimarlos; no era tarea del hombre, no era asunto del padre. Por la noche quería que Meritites se acostara a su lado, la poseía con todo el ímpetu de su juventud, pero cuando acariciaba su cuerpo pensaba en el de Henutsen, cuando besaba sus labios recordaba la boca sensual de la muchacha, cuando la penetraba imaginaba que entraba en el cuerpo de la desvergonzada joven. ¿Cómo, si la había visto tan poco, se hallaba tan presente en él? Evocaba su armoniosa voz, sus encantadoras canciones, sus graciosos dedos en las cuerdas del laúd, la música que con tanta habilidad sabía arrancar del instrumento. Pensaba que si el dios había puesto en su camino a la muchacha, si luego seguía manteniendo con fuerza su presencia en su corazón, significaba que de ese modo quería mandarle un mensaje, que deseaba que ella fuera suya, que los designios de Atón-Ra, que lo ve todo desde su celestial altura, eran que Henutsen fuera su esposa.
Su padre, los reyes y los príncipes tenían una o varias esposas secundarias. La gran esposa, su hermana, tendría que aceptar su decisión si optaba porque una segunda esposa entrara en su morada, y sin embargo no se atrevía a confiárselo, retrasaba siempre el momento de hablarle de ello. Meritites le había dado dos hermosos hijos, y su primogénito iba a ser heredero del trono de las Dos Tierras, como él mismo lo era a su vez; ella lo amaba más que a un hermano, él la respetaba como a su esposa, como la mujer que legitimaba su aspiración a la doble corona. Sabía que ella sentiría cierta pesadumbre si tomaba una segunda esposa, y por eso retrasaba el instante de causarle esa pena.
Había esperado que la imagen de Henutsen se esfumaría, pensó incluso en partir de inmediato hacia Heliópolis y residir allí hasta olvidar el rostro de la hija de Setribi. Lo había decidido durante una noche muy agitada, pero en cuanto nació el día, en cuanto abrió los ojos y salió del sueño, desestimó una resolución que podía entristecer su alma, debilitarla hasta el punto de paralizarla. Él, que siempre se había esforzado por superarse, imponiéndose los más peligrosos y duros trabajos para fortalecer su alma y su cuerpo, se veía de pronto vencido por las frágiles manos de una adolescente o, más bien, por su mirada.
Tras varios días de luchar contra sus deseos, se decidió a visitar a su madre. Mandó ante la reina a su fiel servidor Khenu para solicitar una audiencia que le fue concedida en el acto.
En cuanto entró en los jardines del harén, abrió los ojos y aguzó el oído con la esperanza de descubrir a las jóvenes acompañantes de la reina o, por lo menos, de oír el canto de Henutsen. Pero sólo vio servidoras y algunos de los animales domésticos que solían animar sus jardines.
La gran esposa estaba en su sitial preferido, en la sala donde le gustaba residir durante la estación cálida pues, por unas anchas aberturas, penetraba en ella la fresca brisa del norte. Estaba sola. En cuanto su hijo entró, adoptó un aire severo y le reconvino sin dejarlo hablar, antes incluso de que se arrodillara a sus pies.
—Pero cómo, hijo mío —dijo en tono severo—, ¿todavía estás en Menfis? Creía que después de nuestra entrevista te pondrías en camino hacia Heliópolis, sin embargo, según me han dicho, descansas cómodamente en tu residencia, como si de pronto sólo te preocuparan tu mujer y tus hijos. Semejante ociosidad te hace más daño aún que las jornadas pasadas en compañía de los campesinos y boyeros. Por lo menos, entonces tienes el pretexto de desear conocer mejor el rebaño cuyo pastor estás destinado a ser. En cambio, tu hermano Neferu no permanece ocioso. Todos los días se le ve en el templo de Ptah, o en casa del visir del rey, o en la de tu tío Nefermaat, pues no cabe duda de que está intrigando con él.
—¿Cómo es posible? —se extrañó Keops—. ¿Acaso su hija Neferet no es la esposa de Rahotep?
—¿Y qué? Rahotep es en mis manos lo que un jarrón de arcilla en las del alfarero; hace lo que le mando por amor a mí, y también por amor a ti. Ese matrimonio le es útil a Nefermaat porque le permite poner un pie en nuestro campo; pero la boda de su hija menor Meretptah con Neferu supone una garantía para él, en el caso de que tu hermano consiguiera ceñirse la doble corona. Y si por ventura la balanza se inclinara, aunque sólo fuera un poco, hacia su nuevo yerno, puedes estar seguro de que tu tío se pondría de su lado. Al ver tu comportamiento, los Amigos del rey se vuelven cada vez más hacia Neferu, sobre todo porque su majestad manifiesta preferencia por su segundo hijo. Es hora ya, hijo mío, de que cambies de actitud. Comienza apresurándote a poner al clero de Atón-Ra de tu lado. Debes ir sin tardanza a Heliópolis.
—Madre —respondió Keops sentándose en el mismo almohadón donde había visto a Henutsen—, iré a Heliópolis. Pero ¿por qué apresurarse tanto a responder a las instancias de Ankhaf? Los sacerdotes de Ra y el clan de Heliópolis no deben pensar que puedo estar a sus órdenes, que soy sólo un peón en el juego de la serpiente, una simple pieza que pueden mover a su antojo en el recorrido del laberinto.
—En primer lugar, hijo mío, si deseas reinar debes mostrarte más flexible de lo que eres. No te aconsejo que imites en todo a tu hermano, pero bueno sería que supieras ser, como él, algo más disimulado. Si tus partidarios te notan rígido en exceso, demasiado seguro de ti mismo, demasiado autoritario, podrían volverse hacia un competidor que les hiciera tentadoras promesas y les pareciera más flexible, más dispuesto a escucharlos y concederles privilegios.
—La firmeza puede conquistar a los hombres más que la debilidad. Por otra parte, nunca me he mostrado arrogante o autoritario, al contrario que mi hermano, que es tan desdeñoso con la plebe. Conozco a mi pueblo, he vivido con él, soy capaz de alimentarme con nada, de dormir con los campesinos en sus campos, de trabajar con ellos, de manejar la azada y la hoz.
—Ignoro si eso es una ventaja para un futuro rey, pero puedo asegurarte que no será tu pueblo quien influya en la decisión de su señor, aunque puede suceder que se lo hagan creer, que piense, más bien, que son los dioses. Por nuestra parte, sabemos muy bien que son los cortesanos, las facciones que se enfrentan al pie del trono. A ellos debes dedicar tu atención y no a la gente del pueblo, que en modo alguno puede serte útil.
—No trato con ellos porque me sean útiles (conozco demasiado sus debilidades, su impotencia), sino para saber más de ellos, y en consecuencia gobernarlos mejor. Ni uno solo de ellos sabe quién soy, ni uno solo sospecha que soy el primogénito del rey Snefru.
—Mejor así. Pero ya es hora de que te comportes como un príncipe heredero y defiendas tu heredad.
—Créeme, madre, que pienso en ello. Iré a Heliópolis, pero más tarde.
—Es preciso que vayas antes de que su majestad regrese. Conviene que estés aquí cuando el rey vuelva de su expedición al sur, al paso meridional.
—No regresará antes de que finalice la estación. Tenemos mucho tiempo.
—No razones así, hijo mío. Si Snefru lleva a cabo su campaña como ha previsto tardará en regresar, es cierto; pero cualquier incidente puede acortar su ausencia. Puede también perder la vida durante el viaje, pues la vida de un rey está siempre amenazada. Sería conveniente que estés siempre preparado para apoderarte de la corona que te corresponde. Mi esposo puede ser llamado ante Osiris dentro de diez inundaciones, pero también dentro de diez días.
—Soy consciente de ello, pero Heliópolis no está tan lejos, puedo regresar en menos de una jornada. Cuento contigo para que me avises de cualquier desgracia que pudiera ocurrirle a mi padre.
—No dudes de que velo por tu porvenir y el de mis hijos, Keops. Pero no olvides que, en caso de desgracia, el más rápido, el que actúa más deprisa, pone a su lado todas las bazas para la conquista del trono de las Dos Tierras.
—Estoy tan convencido de ello como tú, y precisamente para fortalecer mi posición ante los más poderosos Amigos del rey he solicitado verte.
Hetep-heres dirigió una mirada interrogadora a su hijo, que prosiguió así:
—El otro día, cuando me presenté ante ti, había contigo tres muchachas, hijas de grandes.
—Cada una de ellas es hija de un Amigo de su majestad —asintió la gran esposa—. No las elegí sin buenas razones.
—Así lo creo; sus padres deben de estarte muy agradecidos.
—Sin duda.
—Dame a una de ellas, pues quisiera hacerla mi segunda esposa.
—¿De quién se trata? —preguntó Hetep-heres arqueando las cejas.
—De la que estaba sentada donde lo estoy yo ahora, Henutsen.
—¿Cómo? ¿Quieres tomar como segunda esposa a la hija de Setribi?
—Eso es. Quiero hacerla primero mi concubina y, si me conviene, la convertiré en mi esposa.
La reina permaneció unos instantes silenciosa. Luego dijo:
—Cierto es que Setribi es uno de los Amigos preferidos del rey. Aunque su cargo parezca secundario, se trata de uno de sus consejeros más influyentes, y por ello hay en su partido cierto número de poderosos cortesanos. Podríamos estudiar esa unión, contribuiría a fortalecer tu posición en la corte del rey.
Estas palabras alegraron el corazón de Keops, que preguntó ansioso:
—Así, ¿accedes a mi petición?
—Accedo. Henutsen se presentará mañana en tu residencia. Pero espera a tu regreso de Heliópolis para casarte con ella.
—Puedo esperarme a desposarme oficialmente; tendré paciencia. Además, la boda sólo podrá llevarse a cabo tras el regreso de su majestad y con su acuerdo. Me basta con que Henutsen esté a mi lado todo el día, y también todas las noches.
—¿Cómo? ¿La amas hasta el punto de no poder prescindir de ella ni un momento?
—Así es. Y ésa es la razón por la que retraso mi marcha a Heliópolis, y también por la que te he pedido esta audiencia.
—Sin embargo, has de saber que sólo podrás tenerla a tu lado durante el día, pues al anochecer deberá regresar a la casa de su padre para dormir allí. No es posible que sea tu concubina oficial antes de convertirse en tu esposa. Esa muchacha no es una cualquiera, pertenece a la más alta nobleza y, por su madre, desciende de Zóser, como nosotros.
—Si debe ser así, me satisfaré con su presencia durante el día —concedió Keops—. Pero quiero poder contemplarla, escuchar sus canciones, gozar con sus danzas, oír sus palabras.
—Podrás hacerlo, pero debes comprometerte a no yacer con ella mientras no sea tu esposa. El escándalo sería enorme si quedara encinta antes de haberla recibido de manos de tu padre. Ni siquiera podría dártela ya; no podría ni querría hacerlo. Debes dominar la pasión si realmente deseas que esa gacela sea tu mujer. Sin embargo, tampoco permitiré que abandones a mi pequeña Meritites. Es tu hermana, tu gran esposa, por ella recibiste tu legitimidad de príncipe heredero. No lo olvides nunca. Y tampoco quiero que sea desgraciada por tu culpa, de modo que procurarás seguir amándola, más aún que hasta ahora. Pues si bien ella podría perdonarte que prefirieras a su amor el amor del desierto y de la vida salvaje, no podría soportar que la abandonaras por otra mujer.
—Ella misma te dirá que estos últimos días le he dado más pruebas de amor que las que había recibido de mí desde que la convertí en mi esposa.
—Tal vez. Pero ¿era a ella a quien amabas cuando tenías su cuerpo? ¿Seguirás dándole amor cuando hayas convertido a Henutsen en la segunda dueña de tus bienes?
—Meritites es mi amada hermana. Seguiré manifestándole mi amor.
—Debe ser así. Es la primera condición para que envíe a Henutsen a tu morada. Has de saber que si Meritites viene a presentarme la menor queja, recuperaré a Henutsen y me opondré a tu boda con ella.
—Procuraré que Meritites no pueda quejarse de mí. Pero te ruego que no olvides que es celosa y que le basta muy poco para manifestar su ira.
—¿No será porque lo que para ti significa muy poco para ella es esencial? Sólo autorizaré tu boda con Henutsen cuando sepa que Meritites está de nuevo encinta. Dos pequeños príncipes no me bastan; sobre todo porque Rahotep sigue sin tener hijos de su matrimonio.
—Queda mucho tiempo todavía para que los tenga. Por mi parte, haré lo posible para satisfacerte. Mas sabes bien que lo que deseas está en manos de dios.
—Ruega entonces que escuche tus deseos si pretendes convertir a Henutsen en tu segunda esposa. Mañana la enviaré a tu residencia. La acompañarán las otras dos muchachas que viste con ella. Le dirás a Meritites que te las envío para distraerte y hacer que tengas mejor trato con las mujeres. De este modo, Henutsen no despertará sus celos. No debes mostrarte demasiado solícito con la muchacha a quien deseas. Aprovecha este consejo. Además, actuando así, mostrándote más bien indiferente, no sólo apaciguarás los temores de tu hermana sino que, al mismo tiempo, Henutsen no creerá que estás enamorado de ella. Las tres muchachas esperarán llamar la atención del príncipe heredero, y eso las mantendrá atentas a tu servicio; en cambio, si una de ellas supusiera que estás dispuesto a todas las locuras para conseguir su amor, se mostraría arrogante, exigente, te arrastraría tras ella como lo haría un mulero con sus bestias.
—Gracias, madre. Debes saber que tus palabras han penetrado en mi corazón como un perfume del país de Punt. Me guardaré mucho de decepcionarte; nuestra Meritites no tendrá queja de mí. Tampoco tardaré en partir hacia Heliópolis, pero concédeme al menos unos días para gozar de la presencia de Henutsen. Y también para que pueda comprobar si, teniéndola a mi lado, consigue despertar en mi alma tanta pasión.