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Opet era el nombre de la residencia de la primera esposa del rey, la gran esposa real, de sus esposas secundarias y de las mujeres que las acompañaban, así como de sus hijas. Los distintos harenes, donde reinaba la mayor libertad, estaban distribuidos en varios edificios del palacio de Menfis, separados por patios y jardines, con amplios estanques cubiertos de nenúfares. Keops atravesó uno de esos jardines para regresar a su propia residencia. En las claras aguas de la alberca, sombreada por árboles de tupido follaje, retozaban las muchachas que habían abandonado la sala de la reina cuando llegó su amado hijo. Al ver pasar al príncipe, una de ellas le interpeló con ingenua desvergüenza:

—Keops, ¿por qué tanta prisa por salir de este jardín? —preguntó—. Caminas muy rápido, como si quisieras huir de este lugar. ¿Por qué no bajas a estas deliciosas aguas? Refrescarías tu cuerpo y podríamos alegrarte con nuestros cantos y nuestra música.

La joven que así hablaba era precisamente la que había llamado la atención de Keops, aquélla cuyo lugar había ocupado al sentarse ante su madre. La muchacha había nadado hasta el borde del estanque, al que se agarraba moviendo los pies para mantenerse en posición horizontal en el agua. Su rostro era abierto, risueño, encantador. Aunque fuera brusco, huraño incluso, Keops era demasiado sensible a la belleza para pasar indiferente. Se apartó de su camino y se acercó a la desvergonzada joven, agachándose al borde del estanque.

—Hace un momento estabas con mi madre. Conoces mi nombre pero yo no conozco el tuyo.

—Me llamo Henutsen. Mi padre, Setribi, es un Amigo del rey, director de los cantos de la residencia de su majestad.

—¿Por eso cantas tan bien y tocas con tanta habilidad el laúd?

—Mi padre me enseñó esas artes, pero al dios le debo la belleza de mi voz, si es realmente hermosa y agradable al oído.

—Lo es, y me complacería escucharte.

—Soy tu sierva, la sierva del príncipe heredero. Si tienes a bien quedarte con nosotras, concédeme tiempo para salir del estanque y secarme, y escucharás mi canto.

—Será un placer.

Keops se incorporó y se sentó a la sombra de un sicómoro, en unos almohadones dispuestos allí. Siguió con la mirada a la joven, que, tras haber salido del estanque, escurría su cabellera acercándose a él. Sus dos compañeras permanecían en el agua y reían, intimidadas por la presencia del príncipe. Henutsen era visiblemente la más atrevida y Keops pensó, al mirarla, que era encantadora. Le había impresionado su cálida belleza cuando la vio al entrar en los aposentos de su madre; ahora, contemplándola más de cerca, su asombro se convertía insidiosamente en deseo. Debería haber rechazado la invitación, debería estar preparándose para emprender el viaje hacia Heliópolis, pero el sentimiento que acababa de nacer en él le hacía olvidar cualquier otra preocupación. Para refrescarse en la alberca, ella se había quitado los collares, aunque conservaba el ancho cinturón que subrayaba la gracia de su vientre y la flexibilidad del talle. Se secó un poco los pechos y el rostro con un lienzo blanco; se mantenía ante Keops, provocadora, con el busto erguido y la mirada risueña. Se sentó frente a él tras haber tomado el laúd, hizo sonar las finas cuerdas, y luego comenzó a cantar una de esas dulces melodías que suelen dirigirse los enamorados.

Keops la habría escuchado durante mucho tiempo pues la voz penetraba suavemente en su corazón y la música le acunaba, y durante mucho tiempo ella habría cantado para él, pues no daba muestras de cansancio. Pero un sirviente vino a interrumpir el canto para anunciar a las jóvenes —las otras dos habían salido ya del estanque y se encontraban ahora tocando junto a Henutsen— que la gran esposa real las requería.

—No podemos hacer esperar a la reina —dijo mientras se ponía de nuevo los collares—. Pero si mis cantos te han complacido, si quieres también que dance para ti, invítame a tu residencia y haré lo que pueda para complacerte.

—Que así sea —respondió él—. Tus canciones son muy hermosas y no dudo de que tus danzas lo serán también.

Keops siguió con la mirada a las tres muchachas mientras se alejaban siguiendo al sirviente. Ese encuentro había ahogado sus deseos de abandonar Menfis e ir a Heliópolis.

En cuanto Keops llegó a su residencia, Meritites se acercó a él.

—¿Qué quería nuestra madre? —preguntó—. ¿Qué debía decirte tan importante como para mandarte a tu sirviente con el fin de que acudieras a su encuentro sin tardanza?

Aunque no la quisiera como a una amante, Keops sentía por su hermana un gran afecto. No le ocultaba sus acciones, aunque sólo fuera porque se consideraba la dueña de su mansión y actuaba por impulso del dios, en ese caso de Ra, que se manifestaba en la luz del sol. Se sentó en una estera dispuesta en el patio al que daba su alcoba y respondió a su pregunta:

—Nuestra madre desea que vaya a Heliópolis y me quede con los sacerdotes del dios para que me inicien en sus misterios. Piensa que debo apoyarme en el clero de Heliópolis para asegurar mi poder, para que me sostengan en la lucha por el trono de Horus.

Meritites se había sentado en un almohadón, frente a su hermano, mientras le escuchaba hablar. No pudo evitar interrumpirle.

—¿Por qué hablas de lucha por el trono de Horus? En primer lugar, nuestro padre está vivo y sano en la Tierra Negra, entre los hermosos vergeles de Osiris, y además, ¿no eres acaso el príncipe heredero? ¿No soy yo tu esposa, y gracias a mí corre por el cuerpo de nuestros hijos la divina sangre de Isis y Horus, como también penetró en ti a través de nuestra madre? ¿Quién podría levantarse contra ti? ¿Quién tendría poder para reivindicar la doble corona? Desde luego, no Rahotep, que te ama y te venera; siempre estará a tu lado para defender tu trono.

—No pensamos en Rahotep. Pero la reina teme el poder del clero de Menfis y más todavía el de su candidato, el hijo de Neithotep, nuestro hermano Nefermaat. Ha sabido ganarse el favor de nuestro padre, es su favorito. Aunque no nos veamos a menudo, conozco a nuestro hermano. Es hábil, astuto como Seth. Actúa como un solícito cortesano ante nuestro padre, pero en realidad está corroído por la ambición. Una vez instalado en el trono de las Dos Tierras, sospecho que sería un soberano autoritario, duro, implacable.

—Alma mía, ¿cómo puedes pensar esas cosas de Neferu? Es apuesto y amable, aunque a veces me parece algo fatuo. No puedo imaginarlo como lo describes. Por otra parte, ¿cuáles son sus derechos al trono de Horus? Es sólo hijo de una reina secundaria, ni siquiera tiene esposa.

—Es el preferido de nuestro padre, y puede casarse aún con nuestra hermana menor Neferkau. No, Merit, créeme, lo he observado muy bien y no me equivoco a este respecto.

Ella permaneció pensativa unos instantes antes de preguntar:

—¿Cuándo te marcharás a Heliópolis? ¿Por cuánto tiempo vas a desaparecer otra vez de mi vista?

Keops recordó la imagen de Henutsen. Volvió su mirada hacia Meritites y dijo:

—No lo sé. Quisiera dedicar algún tiempo a ti y a mis hijos.

—¡Oh, Keops! ¿De veras?

Se levantó y fue a sentarse a su lado para rodearlo con sus delicados brazos.

—He cuidado poco a mis pequeños, sobre todo al último. Bueno sería también que me vieran en el palacio de nuestro padre. No puedo dar a Nefermaat la sensación de que no tiene rival, de que reina como dueño en el corazón de su majestad.

—Hermano mío, quiero ayudarte en estas disposiciones. Yo misma hablaré con Neferu, averiguaré cuáles son sus sentimientos reales hacia nosotros.

—Sólo puede amarte como a una hermana, como la hermana que eres para él, y sólo puede estar celoso de mí. Nunca te abrirá sinceramente su corazón. No te acerques a él, intentaría seducirte.

—¿No soy acaso tu esposa?

—También eres nuestra hermana, la de ambos. Y lo considero desprovisto de todo escrúpulo. Neferu oculta en su pecho un escorpión.

Meritites se apartó de él con una mueca y dejó caer los brazos.

—Lo cierto, Keops, es que me pareces muy severo con él. ¿Qué ha ocurrido para que hagas semejante juicio cuando nunca habías hablado así de nuestro hermano?

—No nos vemos mucho, por lo que no he pensado en él durante los últimos años. Pero desde hace algún tiempo he comenzado a descubrir sus ambiciones, he comprendido que intrigaba contra mí ante nuestro padre. Esta mañana, mientras yo observaba a los obreros que trabajan en la morada de los millones de años de su majestad, se ha acercado. Se muestra arrogante o servil, según las circunstancias, o la persona a la que se dirige, pero se hace llevar en silla de mano, como si fuera el rey. Y hace unos minutos nuestra propia madre acaba de ponerme en guardia contra él. Sólo ahora creo juzgarlo realmente por su verdadero valor, sólo ahora he comprendido que es mi enemigo, que soy para él como Osiris para su hermano Seth. Pero, si por casualidad da un banquete a sus compañeros y me invita, no dejaré que me encierre en un cofre como Osiris.