4

De regreso a palacio, Keops se lavó minuciosamente, se hizo afeitar por el barbero, que le ungió con perfumes, y se vistió con un paño de lino blanco. Tras la conversación que había mantenido con Ankhaf y la entrevista con su hermano, decidió hacer una visita a su madre, la gran esposa real Hetep-heres. Llamó a Khenu, su primer servidor, su chambelán. Al contrario que los demás príncipes, comenzando por su hermano Neferu, tenía pocos criados personales. Prefería rodearse de dos que fueran leales y discretos, antes que de un abundante séquito de parásitos, entre los que fácilmente podía ocultarse un espía. Le bastaba la servidumbre de su joven esposa, que tenía vestiduras, peluqueras, nodrizas para sus dos hijos, además de la gente de la cocina, los porteadores de silla (que él no necesitaba pues desdeñaba utilizarlas) y los muleros. Khenu acudió al oír la llamada de su señor, se inclinó y esperó sus órdenes.

—Khenu —empezó Keops—, corre a la residencia de mi madre y solicita en mi nombre una audiencia. Dile que he visto a Ankhaf y que deseo hablar con ella.

—Enseguida, señor, pues creo que la gran esposa desea también verte. Ella misma me llamó para pedirme que le anunciara tu regreso.

—¿Lo has hecho?

—Todavía no. Ignoraba que hubieses vuelto. Entras en tu mansión tan discretamente que nadie te ve llegar y nos sorprendes de pronto en tu alcoba, listo ya para aparecer ante nosotros.

—Ya sabes, Khenu, que no me gustan las apariciones ostentosas. Cuando me voy, si se lo digo a mi esposa, debo sufrir sus recriminaciones, ruegos e insinuaciones, con los que en vano intenta retenerme, y cuando regreso, cubierto de sudor y polvo, me recibe entonces con burlas. Asegura que voy tan sucio como un cocodrilo en el lodo del río, que parezco un vil boyero, que debería avergonzarme de comparecer así ante nuestros sirvientes. Con mi discreción, evito sus reproches y le proporciono cierta satisfacción, porque mis servidores no me ven con el aspecto de un boyero.

Khenu era un hombre entrado en carnes, de rostro redondo y expresivo que había recibido una buena formación de escriba. Primero estuvo al servicio de la reina Hetep-heres, quien le confió el cuidado de su primogénito desde el primer momento. Khenu fue quien llevó al pequeño Keops a Menat-Snefru para entregarlo a la nodriza. Él lo cuidó cuando era niño y mandó la guarnición encargada de defender, en caso necesario, el castillo y el hijo real que albergaba. Khenu tenía una esposa, Niteti, pero no hijos; no se quejaba de ello pues consideraba a Keops como si fuera su propio hijo, mientras su mujer dirigía la casa de Meritites y, por su lado, quería a la princesa como una madre. Khenu sonrió a su joven señor; en cierto modo se sentía su cómplice, porque Keops siempre le confiaba todos sus pensamientos y pedía sus consejos.

Khenu acababa de retirarse cuando apareció Meritites. Su joven y esbelto cuerpo resaltaba bajo el tejido fino y ligero del vestido sin escote que se ceñía a su cuerpo como una segunda piel y lo revelaba en sus más íntimos detalles. Esta moda había sido lanzada por voluntad de Huni, que pretendía con ello poner de relieve la belleza del cuerpo de Meresankh, su primera esposa. Y en aras de la sencillez, como para subrayar aún más la pureza de las líneas del cuerpo, cuando vestían aquellas ropas las damas de la corte no llevaban ningún otro adorno, tan sólo una cinta bordada con perlas para ceñir los cabellos. Meritites, que se sabía hermosa, desdeñaba incluso ponerse la cinta y evitaba ocultar bajo una peluca su densa cabellera.

—Acabo de cruzarme con Khenu, que me ha anunciado tu regreso —dijo acercándose a su esposo—. Veo que hace ya un rato que has llegado, pues has tenido incluso tiempo de afeitarte.

—Para complacerte, amada hermana.

—¿De pronto intentas complacerme? ¿Quiere eso decir que sientes algún deseo por mí?

—Meritites, sabes muy bien que tu belleza despierta el deseo.

—En la mayoría de los hombres, salvo en ti.

—También en mí.

—Cierto es que te marchaste hace ya diez días. Hator ha debido de despertar en ti el deseo de mujer. ¿Será verdad que no las tratas en tus correrías por el desierto y las marismas?

—Así es. Y si no aguardara una audiencia de nuestra madre, te daría pruebas de mi deseo.

Meritites se había sentado en la cama y posó su mano en el reposacabezas de ébano, colocado en la cabecera. Acarició suavemente la lisa madera haciendo una mueca.

—No, Keops, no me amas, sólo me deseas porque has permanecido muchos días sin una mujer a tu lado. Tampoco amas a tus hijos. Del más pequeño, tan hermoso, ni me pides noticias ni me pides que te lo muestre. Y sin embargo apenas lo has visto una sola vez desde que nació, hace más de un mes.

Keops se sentó junto a su hermana, su esposa, y tomándola de la mano buscó palabras apaciguadoras.

—Meritites, eres graciosa y muy bonita. Siento por ti una gran ternura y te quiero, pero ignoro si se trata de ese sentimiento que llaman amor. Me eres demasiado familiar para despertar en mí una pasión que me hiciese sentir sólo deseos de permanecer a tu lado todo el tiempo, sin querer nada más. Mirarte me resulta agradable, pero no es mi único placer.

—Penosa condición la mía —suspiró ella—. Mi corazón arde lleno de confusos deseos, pero me he visto obligada a casarme con mi hermano para que se convierta algún día en el rey legítimo de esta querida tierra, aunque no sienta ninguna atracción por mí. Pero ¿sabes?, te deseo, y todo estaría bien si compartieras este sentimiento conmigo.

—Lo comparto, o no te hubiera hecho madre dos veces.

—Actúas así sólo por deber. De hecho, buscas el placer lejos de mí, como si mi compañía te pesara.

Eran lamentaciones que Keops escuchaba con excesiva frecuencia y que le resultaban insoportables, porque se sentía culpable de no amar a su esposa como ella deseaba; no podía, sin mentir, manifestar en sus palabras, y sobre todo en sus actos, una pasión, un amor que no sentía. Khenu lo sacó del mal trago anunciándole que su madre lo aguardaba.

—No podemos hacer esperar a la reina —dijo Keops levantándose.

—Tienes razón —asintió Meritites—, no puedes hacer esperar a la reina.

El palacio donde residía la familia real había sido construido por Imhotep para el rey Zóser y ampliado por Huni, que lo convirtió en su residencia antes de ceñir la doble corona, pues su hermano mayor, Zóser-Teti, sucesor de Zóser, lo abandonó para instalar su propio palacio al sur de la necrópolis de Rosetau, donde había erigido la pirámide escalonada de su padre. Tras haber subido al trono de las Dos Tierras, Snefru emprendió la construcción de otra residencia entre la pirámide de su abuelo Zóser y la de su padre Huni, que seguía inconclusa. Hetep-heres se negó a instalarse en el nuevo palacio, fuera de Menfis, pues había crecido en el antiguo y le era muy querido. Resultaba muy placentero, con sus jardines, sus alas añadidas y los nuevos edificios donde residían las familias de sus hijos.

Keops atravesó varios patios y algunas galerías antes de entrar en el palacio de su madre. Se cruzó con algunos servidores, pero no con soldados, pues éstos, poco numerosos, se habían instalado junto a los accesos del recinto, donde tenían sus alojamientos. Un solo guardia, armado con una lanza, se mantenía a las puertas de los aposentos de la gran esposa real, más para introducir a los visitantes de las mujeres de la reina que para impedir el acceso. En cuanto el príncipe heredero fue anunciado, una sirvienta vino a buscarlo para llevarlo ante su madre.

La reina recibió a su hijo en una hermosa sala que daba al jardín particular lleno de flores y de árboles cuyas sombras mantenían fresco el lugar.

Estaba sentada en su sitial preferido, un sillón de madera dorada, con respaldo robusto y recto y brazos labrados en los que se distinguían tres tallos de loto formando un haz. Junto a ella se encontraban sentadas en almohadones tres adolescentes, hijas de nobles, de Amigos del rey. Sus atavíos, los cinturones con flecos que les ceñían las caderas, los anchos collares de cuentas de colores, los cabellos recogidos en largas trenzas, las cintas de sus cabezas adornadas con flores de loto, ponían de relieve la gracia de sus cuerpos, que no velaban sus ropas, y el encanto de sus rostros luminosos. Una sujetaba una pequeña arpa, la otra soplaba un doble caramillo y la tercera hacía vibrar las cuerdas de un laúd, de largo mango y estrecha caja oblonga, que reposaba contra su pecho. Arrancaban de esos instrumentos una música leve como el suave viento del norte, que acompañaba el canto de la tañedora del laúd.

Al entrar en la sala, Keops se sintió arrobado enseguida por la gracia de las muchachas y la belleza de su música, pero no pudo detener en ellas su mirada y caminó hacia su madre arrodillándose a sus pies. La reina posó la mano en su cabeza mientras la música cesaba. Tras un gesto de Hetep-heres, las tres jóvenes se levantaron y desaparecieron por el jardín, como una pequeña bandada de palomas. Hetep-heres invitó entonces a su hijo a sentarse en uno de los almohadones que ellas acababan de abandonar. Él eligió el de la tañedora de laúd, pues era la que le pareció más hermosa, y sintió un voluptuoso placer sentándose en él, pues aún guardaba el calor de su presencia.

—He visto a Ankhaf, madre —empezó—. Hemos hablado largo rato y me ha aconsejado que te visitara. Acabo de regresar a palacio y, sin más tardanza, heme aquí.

—Me alegra, amado hijo, la celeridad con que has respondido a mi demanda. Hace ya tiempo que deseo entrevistarme contigo, sin testigos. Me guardaré mucho de hacerte reproches por tus repetidas ausencias, pues sospecho que no actúas así sin razón. Mi pequeña Meritites se ha quejado a menudo de ellas porque cree que la desprecias, que no amas a tus hijos. Yo no comparto sus temores, pero tengo otros más graves que te conciernen.

—No desprecio a mi hermana, madre —interrumpió Keops—; siento afecto por ella y amo a los hijos que me ha dado. Pero también es verdad que mis ojos miran hacia otros horizontes, que no siento gran placer permaneciendo mucho rato en su compañía. Y ahora, dime, ¿qué temores puedes tener tú que me conciernan? ¿Acaso pesa sobre el heredero del trono de las Dos Tierras una amenaza que ignoro?

Había pronunciado estas últimas palabras en un tono irónico, y ello no era una falta de respeto hacia su madre, sino una muestra de cuan seguro de sí mismo se sentía el joven heredero de la corona; su corazón no temía a nadie.

—Precisamente, hijo mío. Aunque todavía seas joven, has vivido lo suficiente y conoces bastante a los hombres para saber que la ambición alimenta los corazones humanos, y en especial los de los grandes. Para acceder al poder, muchos hombres, muchas mujeres también, están dispuestos a llegar hasta el crimen. Quiero enseñarte ciertos aspectos de la historia de nuestra familia que se ocultan a los oídos vulgares y que no aprendiste en el templo de Ra.

»Hace ahora cuarenta y seis años que tu antepasado Zóser se reunió con los dioses, sus ancestros. Su hijo mayor, Zóser-Teti, le sucedió en el trono de Egipto. Huni, mi padre, era el menor de los hijos de Zóser, de modo que tenía muy pocas esperanzas de ceñirse algún día la doble corona. Por ello, cinco años después de la muerte de su padre, se casó con Meresankh, la hija de un amigo del rey difunto, mientras que Zóser-Teti lo hizo con su hermana Nenki, que le confirió la legitimidad. De la unión de Huni y Meresankh nació tu padre Snefru, como ya sabes.

Aunque Keops conocía ya esos hechos que se referían directamente a sus padres, se guardó mucho de interrumpir a su madre. No le preguntó adonde quería llegar hablándole así de asuntos familiares que ya sabía, y escuchó, respetuoso, en silencio.

—El año en que nació tu padre fue también el de la muerte de Zóser-Teti tras seis años de reinado. Era joven todavía. Murió durante una cacería; no se sabe lo que ocurrió. Se alejó de sus compañeros, de su séquito, durante aquella cacería en la que participaban sus hermanos, y lo encontraron muerto; según dijeron, destrozado por las garras de un león.

—Madre —se atrevió a intervenir Keops—, ¿por qué esa duda que advierto tanto en tu voz como en tus palabras?

—Porque no estoy convencida de que eso sea cierto, de que muriera en un simple accidente de caza. Pero es muy posible que los dioses o el destino favorecieran así a tu abuelo Huni. Sin embargo, sé que mi tío Zóser-Teti había decidido que su hermano Khaba se casara con su hermana menor, Nebesneith, con el fin de que, si no tenía descendencia, los hijos de Khaba asumieran su legítima sucesión, ya que tras diez años de matrimonio con Nenki, ésta no le había dado hijos todavía. Ahora bien, Zóser-Teti se reunió con el dios precisamente el año en que Nebesneith fue núbil. En cuanto se ciñó la doble corona, Khaba, de acuerdo con nuestro derecho familiar, se desposó con su hermana Nenki, que había quedado viuda de Zóser-Teti.

»Mi padre Huni dio entonces pruebas de gran habilidad. Dedujo que Hator no favorecía a su hermana mayor, que permanecería estéril, pues Zóser-Teti había tenido hijos, únicamente niñas, de su segunda esposa, por la que no corría la sangre del dios. Consiguió convencer a Khaba de que le permitiera casarse con Nebesneith, dos años después de subir al trono. En principio, Khaba le hizo notar que quien debía casarse con su hermana mayor era Neferka, un año mayor que Huni, pero mi padre repuso que, en caso de que aconteciera una desgracia y Khaba fuera llamado ante Osiris, Neferka tendría que sucederle y, en consecuencia, casarse con Nenki, puesto que era la primogénita. De momento, Neferka tenía una esposa que, por otra parte, no le había dado todavía un heredero y, si estaba destinado a suceder a Khaba, tendría que casarse a su vez, en efecto, con Nenki.

»Por lo que a él se refería, Huni no tenía posibilidad alguna de subir al trono de las Dos Tierras, además no lo deseaba y rogaba a los dioses que concedieran larga vida a un hermano, al que tanto quería. Bueno, por lo menos éste fue el discurso que le dirigió a su amadísimo hermano.

Hetep-heres hizo una pausa, suspiró y miró a su hijo antes de proseguir.

—Nací de aquel matrimonio menos de dos años después de que se celebrara. Mi tía Nenki seguía sin dar heredero legítimo a su nuevo esposo. Cierto día, Khaba fue a pescar y cazar en compañía de algunos Amigos del rey y de Huni, mi padre. Khaba no regresó de la cacería. Los Amigos atestiguaron que había caído al agua y un cocodrilo lo había arrastrado hasta el fondo del río. Ahora bien, aquellos hombres siguieron siendo fieles a mi padre, que los colmó de bienes y les confió las más altas funciones.

»Neferka sucedió entonces a su hermano; era un hombre de complexión débil aunque de buena salud. Por intervención de mi padre, se había rodeado de los antiguos Amigos reales de su hermano, los mismos que acompañaron a Khaba en su trágica cacería. Naturalmente, se casó también con Nenki. Pero unos meses después de haber subido al trono fue víctima de un misterioso mal que poco a poco fue debilitándolo. Menos de un año después de haberse ceñido la doble corona murió de esa enfermedad. Fue así como tu abuelo, Huni, se convirtió al fin en el señor de Egipto, trece años después de la muerte de su padre Zóser.

—¿Sugieres acaso que mi abuelo, tu propio padre, asesinó o hizo asesinar a sus tres hermanos mayores? —preguntó Keops, indignado.

—A los tres tal vez no, pero estoy convencida de que sí tuvo algo que ver con la muerte de los dos últimos reyes; y tu padre Snefru también lo cree. Pero comprenderás que esas sospechas o, mejor dicho, esas seguridades, las guardemos para nosotros, pues gracias a aquellos actos abominables para el dios, pero de los que ni tu padre ni yo somos culpables, reinamos sobre la Tierra Negra. Y la prueba de que el dios no nos considera responsables es que ha concedido a tu padre un reinado feliz, que nos ha dado hermosos hijos y, desde que el dios Snefru se sentó en el trono de Horus, hace ya tantos años, la paz y la prosperidad son patrimonio del pueblo del Nilo.

Keops frunció el entrecejo, luego advirtió a su madre que, a pesar de sus crímenes, si los hubo, Huni reinó veinticuatro años con toda tranquilidad, lo que permitía suponer que los dioses habían bendecido su reinado y no le reprocharon sus acciones.

—Sin duda porque esas acciones fueron escritas de antemano por Thot y el dios quiso que así fuera para mayor bien de Egipto —replicó la reina—. Ésta es la razón por la que Isis y Heket no concedieron descendencia divina a mis tíos, hicieron estéril a mi tía Nenki. Pero te he revelado los secretos de nuestra familia para ponerte en guardia, para que comprendas que la vida de un príncipe heredero está siempre en peligro, al igual que la vida de un rey, aunque sea dios como nuestros soberanos.

—Es cierto, al menos en lo que concierne a su vida terrestre, pues es obvio que los reyes, pese a ser dioses, conocen la muerte al igual que sus súbditos.

—Sólo la muerte confiere eternidad. Pero no es una razón para apresurar su llegada —advirtió con prudencia Hetep-heres—. Ahora bien, te he confiado estos secretos para que comprendas que el poder es tan goloso que los hombres están dispuestos a hacer cualquier cosa para obtenerlo, incluso el más horrible de los crímenes. Debes saber, hijo mío, que tienes enemigos. Pareces ignorarlo.

—¿Tan ingenuo me crees? No los ignoro, y entre esos enemigos, el más temible es mi hermano Neferu.

—Contra él quiero precisamente ponerte en guardia. De momento, no debes temer por su parte una tentativa de asesinato. Verás, es querido por vuestro padre, está siempre en la corte y además tiene la certeza de que el rey va a designarlo heredero en tu perjuicio. Pues bien, no debes perder de vista esta realidad que sin duda no te es ajena, pero cuya importancia pareces subestimar.

»Desde hace tiempo, desde que el rey Narmer reunió las Dos Tierras, sometió las ciudades del Delta, fundó el Muro Blanco en la punta de la desembocadura y estableció el templo de Ptah, el clero del dios ha rivalizado con el de Heliópolis: Ra. Éste dominaba la región desde hacía siglos, compartía la supremacía con la vieja capital de la corona roja, la venerable Buto, la ciudad divina nacida de la unión de Pe y Dep; pero el clero de Ptah se enriqueció rápidamente, favorecido por los reyes que se sucedieron en el trono de Horus, y ahora es tan poderoso como el de Ra. Entre Menfis y Heliópolis ha estallado una verdadera guerra sorda.

»Ahora bien, tu padre no ha seguido la política de sus antepasados, porque se dio cuenta de que los sacerdotes de Ptah habían adquirido tanta riqueza y eran tan poderosos que el rey de las Dos Tierras se veía obligado a pactar con ellos, que en poco tiempo caería bajo su dominio, y el palacio tendría que recibir órdenes del templo de Ptah.

»Eso es lo que tu padre teme, por este motivo se ha vuelto hacia el clero de Heliópolis con la esperanza de que su poder contrarreste el de los sacerdotes de Menfis. Por eso también el templo de Ptah se ha alineado detrás de Neferu, y favorecen sus ambiciones al trono porque han hecho un pacto. Si alguna vez tu hermano llega al trono de las Dos Tierras, el templo de Ptah será el que gobernará realmente Egipto. Los clanes de Menfis proporcionarán al reino sus cuadros, pues no ignoramos la amistad de Nefermaat con Ptahuser, el gran jefe del arte.

—Mi padre debe ser consciente de ello. Ésta es una razón que me conforta en mi seguridad de que algún día le sucederé en el trono de Horus.

—No estés tan seguro, hijo mío. Las cosas no son tan sencillas como crees. En primer lugar, tu padre ha mostrado siempre predilección por Nefermaat, porque es el hijo que le dio la mujer con la que se casó por amor. Luego utiliza la rivalidad entre los cleros de Heliópolis y Menfis para debilitarlos. Así, tu hermano es para él, en cierto modo, su pie en el templo de Ptah. Por otra parte, aunque desea debilitar el clero de Menfis, no pretende sustituirlo por el de Heliópolis. En fin, lo quiera o no, su majestad debe tener en cuenta al clero de Menfis pues son numerosos los fieles de Ptah, tanto entre el pueblo como entre los grandes, incluso entre los Amigos del rey.

»Snefru quiere ser diplomático, procura tener cuidado con los sacerdotes de Ptah, los halaga incluso, sin por ello fortalecer su poder. Tampoco quiere entrar en guerra con el clan de Menfis, en el que se recluían los miembros del clero de Ptah. Pero, en realidad, en el trono de Horus se necesitaría un rey fuerte, capaz de tener en su puño tanto a los sacerdotes de Ptah como a los Amigos, a todos esos grandes fieles al dios. Sin embargo, ése no es el caso de tu padre; él es débil, aunque justo y bondadoso, y es incapaz de mostrarse autoritario o violento cuando es necesario. Usa la diplomacia, se cree hábil cuando utiliza las rivalidades entre los clanes, pero se expone a perder el trono. En este combate, el rey debe apoyarse en uno de los clanes, pero le toca llevar a cabo una opción firme para librar una guerra abierta; sin ello, se arriesga a pagar las consecuencias de esta lucha.

—Si lo he entendido bien, madre, quisieras que me apoyase en el clero de Heliópolis, y sin duda los sacerdotes de Ra te enviaron a Ankhaf y también me lo enviaron a mí.

—Eso deseo. Ve a Heliópolis. Allí lo aprendiste todo, pero los sacerdotes tienen aún otros secretos que comunicarte. Debes ser iniciado en los misterios del dios; en él hallarás la fuerza para triunfar sobre los enemigos de Horus y Osiris.