3

Apenas se separaron, Neferu volvió a las obras de la pirámide. Aunque no dijera nada, se sentía impresionado por la seguridad de su hermano. Ordenó a los porteadores que dieran la vuelta al monumento, y lo examinó con detalle. A medida que contemplaba aquella pirámide que se levantaba audaz hacia el cielo, adquiría la seguridad de que se estaba construyendo para desafiar los siglos, que su hermano hablaba de aquel modo para provocarle o, tal vez, por odio hacia Abedu.

Abedu se encontraba, precisamente, en su puesto habitual para inspeccionar los trabajos (cuando no vigilaba las obras de la segunda pirámide encargada por Snefru, al sur de la necrópolis de Rosetau), un pequeño cerro desde el que podía vigilar toda la actividad. A su lado estaban sus ayudantes, sentados con las piernas cruzadas sobre esteras de junco o de palma, con las escribanías colocadas ante sí, anchas hojas de papiro en las rodillas. Unos tenían delante los planos detallados de la construcción, otros tomaban nota de cada piedra que era arrastrada, lentamente, a lo largo de la rampa y otros llevaban la contabilidad de los obreros que trabajaban y de todo lo que se distribuía como bebida o alimento.

Abedu no sentía especial afecto por Neferu. Apenas lo conocía, sólo lo había visto algunas veces en la corte de su padre, en el templo de Ptah o en las contadas ocasiones que visitaba la obra. Además le disgustaba que el hijo favorito del rey fuera a examinar todo lo que allí se hacía como si fuese el propio rey o un inspector de obras. Una de las razones de su falta de afecto era que, cierto día, había deplorado en presencia de su padre la lentitud con que avanzaban las obras, desde que, doce años antes, se había iniciado la construcción de la pirámide. Como si el que dirigía los trabajos los hiciera durar para conservar el mayor tiempo posible su sinecura. Pues contrariamente a lo que su hermano Keops pudiera pensar y decir a Ankhaf, Neferu no había hecho sino elogiar ante su padre el talento de Abedu. Había hablado así impulsado por el Gran Jefe del arte, del templo de Ptah, el dios de los artesanos: el sumo sacerdote de Ptah esperaba, en su corazón, que el rey arrebataría a Abedu los trabajos de la pirámide para confiárselos. Pues si grande era la responsabilidad del maestro de obra también lo era su recompensa. En efecto, asumía con los escribas la gestión del material de construcción y el alimento, reservándose, como todos sabían, una buena parte para sí mismo.

Abedu había visto llegar a Neferu en su silla, detenerse junto a la pirámide, y luego hacerse conducir hacia un desconocido sentado aparte, a la sombra de las palmeras; finalmente lo vio regresar para continuar inspeccionando los trabajos. Ahora Neferu se dirigía hacia él. El príncipe ordenó a los porteadores que dejaran la silla en el suelo, mientras los dos flabelíferos seguían agitando sus largos abanicos de pluma de avestruz sobre su cabeza, procurándole al mismo tiempo sombra y aire. Por fin, se dignó levantarse para devolver a Abedu su saludo.

—Hermoso monumento —observó Neferu de pronto.

—Aguarda a que esté terminado para declararlo hermoso —replicó el arquitecto—. De momento, las rampas impiden captar el impulso de las aristas hacia el cielo. Imhotep hizo para el dios Zóser una escalera del cielo con su pirámide escalonada, yo petrifico para su majestad los rayos del sol, le erijo un monumento en contacto directo con el cielo, un monumento que conectará directamente su alma con Ra en su barca solar.

—Hermosa ambición para un servidor del dios vivo y más admirable realización, aún, para un arquitecto. Pero dime, Abedu, ¿no temes que, una vez quitadas las calzadas de tierra, todo el paramento de la pirámide se derrumbe?

—¿Cómo se te ha ocurrido esa idea? ¿Crees que he iniciado esta construcción sin haber calculado antes todos los ángulos, sin haber elegido la inclinación más esbelta y también la más sólida, a pesar de su audacia?

El tono de Abedu era severo, despectivo incluso; las palabras del príncipe, las reservas formuladas sobre su capacidad de constructor, le habían enojado visiblemente. Pero Neferu era hábil y supo cuidar su respuesta.

—No dudo de lo que me aseguras. Te he hecho esta pregunta para poder responder a alguien que discute tu competencia, alguien que ha declarado que eras un asno.

Esta vez Abedu se mostró escandalizado y manifestó su cólera.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Quién se ha atrevido a tratarme de asno?

—El hombre del que acabo de separarme. ¿No lo conoces?

—¿Cómo voy a conocerlo? Parece un campesino, un boyero perezoso como toda la gente de esa especie. ¿Crees que no tengo otro trabajo que dedicar mi atención a todos los que pasan? Por otra parte, sería bueno que su majestad me concediera el derecho a utilizarlos abiertamente en la obra.

—Con éste no podrías hacerlo. Es mi hermano mayor, el príncipe heredero.

—¿Qué estás diciendo? ¿Ese boyero lodoso era Keops, el primogénito de su majestad?

—Eso es. ¿Por qué, si no, me habría acercado a él? ¿No has visto acaso que le he saludado y le he hablado?

—No he prestado atención —aseguró Abedu, esperando que Maat, diosa de la verdad, no le reprochara su mentira.

En realidad, sólo había lanzado una breve ojeada. Abedu se había fijado ya en aquel hombre que a veces se instalaba en el sombreado altozano, sacaba de su bolsa algún alimento, lo masticaba a conciencia y luego parecía dormitar bajo las palmeras. Abedu pensó que era el hijo de un campesino de los alrededores, pues no había tenido ocasión de ver al príncipe heredero desde que regresó de Heliópolis. Lo entrevió durante la boda con su hermana y después no había vuelto a encontrarse con él, de modo que no pudo reconocerlo en aquel vagabundo al que siempre veía de lejos.

—Así pues, el príncipe piensa que soy un asno… —murmuró.

—Ciertamente, o no te lo diría. Afirma que en cuanto se retire la tierra de las rampas, los paramentos de la pirámide se derrumbarán. Y no me sorprendería que viniera tan a menudo por aquí para asistir al cumplimiento de su predicción. Sin duda para estar presente cuando tantos esfuerzos se conviertan en polvo y se quiebre tu sueño.

—Muy pronto veremos lo que pasa, porque durante la próxima crecida del río las calzadas serán destruidas y la tierra llevada hacia el templo de acogida para que las aguas la arrastren. Sé que con ello lograré mi mayor gloria y que él quedará confuso, pues entonces el monumento podrá admirarse en todo su esplendor, una verdadera montaña de piedra para escalar el cielo.

—Te lo deseo, Abedu; roguemos al dios para que así sea. Conozco a mi padre y sé que se enojaría mucho si el dios le diera la razón a mi hermano.

—Me guardaré mucho de ofrecer a su majestad semejante contrariedad.

Así habló Abedu; luego se apartó de Neferu y clavó su mirada en un dibujo de la pirámide, abierto sobre sus rodillas, para indicar a su interlocutor que le importunaba y que tenía cosas más importantes que hacer, que no podían aguardar. Neferu disimuló su enojo ante la actitud del arquitecto. Lo saludó, volvió a su lugar en la silla y dio la señal de partida.

«Abedu no sólo es un asno —se dijo al tiempo que ordenaba a los porteadores que apretaran el paso—, sino que es un insolente y un pretencioso. Por primera vez, deseo que mi hermano tenga razón. Me alegraría que este arquitecto engreído errara. Entonces actuaría ante mi padre y haría que nombraran en su lugar al sumo sacerdote de Ptah. Nuestra complicidad es tal que, elevándolo, preparo mi porvenir, pongo los fundamentos de lo que un día será mi trono. Porque si Abedu es un asno, mi hermano no le va a la zaga. Realmente es sólo un boyero, y cuando yo ocupe el trono de las Dos Tierras, le relegaré entre los boyeros del mar del Poniente, para su satisfacción. Incluso me lo agradecerá, puesto que es evidente se encuentra cómodo entre ellos».

Al pie del cerro donde se construía la nueva pirámide, se levantaba el templo de acogida del que partía un tramo de peldaños que bajaban hasta el Nilo. Durante la inundación, las aguas del río ascendían hasta el templo, pero en aquel período del año era preciso recorrer una corta distancia desde el pie de la escalera para llegar a la orilla, lo que hacía más penoso todavía el trabajo de los equipos que se encargaban de vaciar las barcazas que transportaban bloques desde el lado opuesto, para arrastrarlos luego hasta la pirámide. Los porteadores de la silla de Neferu tuvieron que chapotear en el barro hasta llegar a una ancha pasarela, por la que se accedía a una elegante embarcación cuyos extremos se levantaban en forma de flores de loto pintadas de brillantes colores. Dejaron la silla de mano en la tilla. El joven príncipe bajó y se instaló en unos almohadones, a la sombra de un baldaquino, mientras los remeros impelían la nave en el agua.

Neferu, en quien se enfrentaban una indolente naturaleza y una voluntad de acción que lo impulsaba a consagrar parte de su tiempo a la caza o a los ejercicios físicos, tenía en mente equilibrar su vida entre el placer y los imperativos de su condición. Creía que un futuro soberano tenía que saber afrontar todos los peligros y ser lo bastante robusto para participar en posibles combates a la cabeza de sus guerreros. La visión de los gordos escribas que ocupaban los más altos cargos en la administración real le suponía un estímulo más para su voluntad de practicar ejercicios violentos, pues se sentía especialmente orgulloso de la belleza de su cuerpo esbelto y fornido. Procuraba comportarse como un príncipe en todos los actos de su vida y, de acuerdo con sus ideas, un príncipe debía ser un buen cazador y un guerrero, pero debía mostrar en público las apariencias de la dignidad y de la majestad. De modo que sólo se desplazaba en silla de mano cuando debía aparecer ante sus súbditos, y se obligaba a mostrarse con frecuencia así, para que el pueblo se acostumbrara a su presencia y a ver en él al príncipe heredero. Aquellos paseos en silla y en una barca real halagaban su afición por la pompa tanto como su indolencia natural.

Había ordenado que se dejara deslizar la embarcación impulsada por la débil corriente, sin acelerar su ritmo con los remos, pues no sólo le complacía abandonarse así, blandamente, al lento curso del Nilo, para tener tiempo de gozar de la belleza de las orillas de lo que consideraba su futuro reino, sino que también, aquel día, había visto que su hermano acababa de dejar su observatorio y caminaba con paso rápido por la ribera; tan rápido que adelantó a la embarcación. Pero Neferu no dio ninguna orden; prefería quedarse atrás. Los altos muros de ladrillo de la capital real se dibujaron pronto en la margen izquierda del río. Esos muros estaban destinados más a proteger la ciudad contra las crecidas del río que contra un ataque del enemigo: desde hacía cuatro siglos, cuando las Dos Tierras fueron unificadas por Narmer y se erigió la fortaleza del Muro Blanco, núcleo de la futura Menfis, ningún invasor se había atrevido a desafiar al más poderoso imperio del mundo.

La embarcación se acostó a la altura de la puerta oriental de la ciudad mientras Keops se dirigía a la puerta opuesta; ésta daba acceso directo al palacio real mientras que la otra estaba muy próxima al templo de Ptah. Neferu hizo que llevaran su silla hacia el alto recinto de ladrillos del períbolo del templo. Esa misma mañana, al levantarse, un mensajero del gran jefe del arte, Ptahuser, le hizo saber que el primer sacerdote del dios deseaba verlo. Neferu se sentía dividido entre su orgullo y las concesiones necesarias para realizar sus proyectos. Consideraba que Ptahuser era su servidor y que, por lo tanto, era él quien debía acudir al encuentro de su futuro soberano. Pero por otro lado, sabía que era preferible que no vieran al sacerdote de Ptah dirigiéndose al palacio real sólo para hablar con el príncipe, que era considerado un discípulo más de la Casa de Vida del templo.

Además, debía tener cuidado con la susceptibilidad de Ptahuser, a quien necesitaba para ver cumplidas sus expectativas, por lo que fingía someterse a los sacerdotes de Ptah y a los altos funcionarios, cuyo apoyo daba por descontado durante la lucha por el trono, así como a su propia madre, quien esperaba reinar a través de él. Neferu era un político demasiado astuto para no comprender que tan poderoso grupo lo apoyaba no sólo porque tenía la esperanza de obtener nuevas ventajas de su ascenso al trono, sino también porque sus partidarios mejor situados creían que era sólo un vanidoso y un vividor que se satisfaría con las apariencias del poder. ¿Por qué, si no, le habían elegido a él en vez de al legítimo heredero. Keops, cuya firme voluntad de gobernar según su propio criterio, de imponerse como soberano autoritario, poco partidario de consejos o admoniciones, era bien conocida?

Neferu sabía mantener la medida justa. Evitaba revelar su verdadera naturaleza, aunque a veces dejara aparecer brotes de mal humor o frases autoritarias, pero sabía modelar su actitud de acuerdo con sus interlocutores. Con su madre, Neithotep, se mostraba como un hijo obediente, atento y respetuoso; su comportamiento era mucho más complejo cuando trataba con el gran jefe del arte, pues sabía que los sacerdotes de Ptah lo necesitaban para restablecer su autoridad. Así pues, aunque adoptase con ellos una actitud deferente, aunque les dejara creer que era un alumno dócil, a menudo optaba por mantener ciertas distancias, sin hacerles pensar que ello pudiese ser una manifestación de independencia o de autoritarismo; de este modo, esa mañana, para no aceptar con excesiva rapidez las órdenes de Ptahuser, visitó las obras de la pirámide de su padre, algo que sería interpretado como la fantasía de un descerebrado o el capricho de un niño mimado e indisciplinado. El sol había alcanzado y superado, con mucho, el cénit cuando los porteadores dejaron la silla en el soleado patio del templo, ante el pórtico que daba acceso al santuario.

Cuando se adentró en la sombra de la galería, un sacerdote se acercó a él y se inclinó con los brazos levantados.

—Saludo a mi señor, hijo bien amado de su majestad. El gran jefe del arte te espera en su residencia. Ten la bondad de seguir a tu servidor.

El sacerdote condujo al príncipe a través de varios patios hasta la morada de Ptahuser. Éste se hallaba sentado, con las piernas cruzadas, en una simple estera, pues quería aparentar sencillez. A su lado tenía el material de escriba. Permanecía en la penumbra de la pequeña sala donde le gustaba, si no residir, sí recibir a Neferu cuando quería hablar en privado con él. De esta forma, el príncipe no había conseguido averiguar si el sumo sacerdote era realmente un asceta, que vivía pensando y sirviendo a su dios, o si adoptaba esta actitud en presencia de otros o, incluso, cuando concedía audiencia a personas ajenas al templo.

Ptahuser se levantó cuando vio entrar al príncipe, inclinó la cabeza dándole la bienvenida, sin hacerle notar que había tardado mucho tiempo en responder a su invitación. Neferu le devolvió humildemente el saludo, inclinándose a su vez, y se sentó en una estera frente al sacerdote.

—Divino padre —empezó—, al parecer querías verme. He acudido a ti para escuchar la verdad de tus palabras.

—Deseo hacerte saber —declaró el sacerdote tras un instante de silencio, como para dar importancia a lo que iba a decir— una decisión tomada entre tu real madre y tus humildes servidores, después de haber consultado con el príncipe real Nefermaat.

Con este preámbulo, Neferu comprendió que todos aquellos notables personajes habían discutido sobre su destino, sin consultarle antes. Se puso a la defensiva, aguardando la continuación del discurso. Tras aquel exordio, Ptahuser pareció recogerse en una nueva pausa antes de proseguir. Actuaba siempre así, como si quisiera marcar cada una de sus palabras con el sello de una sabiduría muy madurada, lo que exasperaba a Neferu.

—Nosotros, los humanos, somos incapaces de saber si el destino de cada cual está trazado de antemano por el dios o si depende de nuestras acciones pasadas y presentes. En cualquier caso, el dios nos lo oculta y no podemos saber si nuestro destino está ya trazado, aunque algunos hombres afirmen que pueden leer el porvenir.

—Sin embargo, divino padre —observó el príncipe—, das a entender al pueblo que el dios inspira a sus sacerdotes y levanta para ellos el velo del futuro.

—Ciertamente a veces es así. Pero también es verdad que, por lo que nos concierne, por lo que os concierne a ti y al dios tu padre, sólo podemos concebir esperanzas y trabajar para que se realicen.

—Me parece que ésta es una actitud de gran sabiduría y no es posible esperar nada mejor de tu gran experiencia. Tal vez ahora quieras decirme, por fin, la razón por la que me has pedido que viniera.

—A ello voy, mas comprenderás que, puesto que la decisión tomada en común te afecta en primer lugar, es útil que entiendas que tu real madre, al igual que tus servidores, sólo piensan y actúan por tu bien.

—No lo dudo, sobre todo porque soy consciente de que mi propio bien se confunde con el vuestro.

—Precisamente es así porque trabajamos con abnegación para abrirte un camino sin obstáculos que te lleve hasta el trono de las Dos Tierras.

—No basta con llevarme al trono, es preciso también que pueda sentarme en él. Es el más estrecho vínculo entre nosotros, sin que esta unión de intereses desmerezca en modo alguno el respeto que siento por aquellos a quienes considero mis maestros en prudencia y saber.

Ptahuser inclinó la cabeza asintiendo, antes de proseguir y entrar de lleno en materia.

—Sería de mucha utilidad que tomaras esposa. Eres el único príncipe de la familia real que aún no se ha casado, y tu hermano Keops, que apenas tiene unos meses más que tú, ha sido ya dos veces padre.

—Eso es nuevo, a menos que hayáis convencido a mi padre de que me dé por esposa a mi hermana Neferkau. ¿O acaso mi madre y tú no habéis aplazado siempre mi eventual boda para que me casara con ella?

—Han entrado en juego nuevos intereses. Tu tío Nefermaat dio en matrimonio a su primogénita, Neferet, a tu hermano Rahotep pensando que si Keops sufriera una desgracia a él le tocaría, lógicamente, ser el príncipe heredero puesto que también es hijo de Hetep-heres. Ahora le hemos convencido a Nefermaat de que le interesa que Keops no sea designado sucesor del dios, vuestro padre; que mejor sería que lo fueras tú, pues estarías dispuesto a aumentar sus poderes. Algo que puedes confirmar, ¿no es cierto?

—Naturalmente —aseguró Neferu, pensando que, en realidad, el sacerdote y su madre debían de haber convencido a Nefermaat, no de que el nuevo rey aumentaría sus poderes, sino de que, si el indolente Neferu subía al trono de Egipto, el poder real se dividiría entre su madre, el gran jefe del arte y el visir.

Como esperaba, aunque evitase adelantarse al pensamiento del sacerdote, para no hacerle suponer que era más astuto de lo que parecía, Ptahuser le hizo saber entonces que debía casarse con la hija menor de su tío, Meretptah, para sellar la secreta alianza. Una joven hermosa, risueña, encantadora, que haría las delicias de cualquier hombre.

Neferu sólo había entrevisto a su prima cuando iba a palacio para visitar a su hermana Neferet, instalada en la residencia de su esposo Rahotep, hermano menor de Keops. Su aspecto le había parecido agradable; en consecuencia, no pensaba oponerse a aquella boda, que además facilitaría sus relaciones con Rahotep, al que pocas veces veía y del que tenía interés en conocer sus sentimientos hacia su hermano mayor y hacia él mismo, su hermanastro.

—¿Está su majestad al corriente de esta boda y la aprueba? —preguntó Neferu.

—Tu real madre se lo ha sugerido antes de que embarcara hacia las provincias del Sur. Así tendrás tiempo de pensar en ello y Neithotep podrá entonces hablarle como si ésta fuera una idea tuya, en cuanto regrese. Estoy seguro de que aceptará nuestros deseos, sobre todo porque en su momento consintió que tu hermano se casara con la hermana mayor de Meretptah. No podrá negar a su propio hermano y visir que te unas a su hija.

—Así lo creo. Pero ¿cómo me acercará al trono semejante boda? La esposa que necesito es mi hermanastra, la hija de la gran esposa real.

—Ésta es una decisión que sólo depende de su majestad. No conviene apresurarse demasiado en la construcción de la escalera que debe darte el acceso al trono. Y además, tu hermano Keops es tan imprudente, tan aventurado que, sin que ninguno de nosotros se implique siquiera, puede sucederle una desgracia que ponga fin a sus días. En ese caso, no deberías casarte con Neferkau sino con la viuda de Keops, la hermosa Meritites, que te aseguraría la legitimidad. Meretptah sería entonces tu esposa secundaria, como tu madre lo es del rey.

—Me casaré con Meretptah. Puedes hacerle saber al visir, mi tío, que acepto convertirme en su yerno.

—Lo sabe ya, pues ni tu real madre ni yo dudábamos de tu asentimiento.

Neferu se limitó a inclinar la cabeza, indiferente ante la desenvoltura con que disponían de él y prejuzgaban sus deseos. Mas se estremecía de impaciencia, en espera del día en que le sería posible manifestar su verdadera naturaleza y dejar a todo el mundo pasmado con un inesperado comportamiento.