2

El cazador solitario se alejó de las orillas del gran lago e inició el camino de regreso hacia el valle del Nilo. Como cada vez que salía del Fayum, se detuvo en el lindero del desierto occidental, muy al sur de Menfis, junto al paraje donde el rey Snefru estaba construyendo una pirámide. No tenía aún nombre oficial; la llamaban «pirámide del Sur» o, también, «pirámide del Sol» porque su arquitecto había declarado que, una vez concluida, sería como los rayos petrificados de Ra. Fue iniciada en su día por el precedente rey, Huni, padre de Snefru, que murió antes de que estuviera terminada. Snefru prosiguió entonces los trabajos.

El joven nunca bajaba a la obra. Se apostaba en un altozano vecino desde el que podía observar los trabajos. Veía a los hombres arrastrando los enormes bloques atados sobre narrias a lo largo de la calzada que iba del templo de acogida, a orillas del Nilo, hasta la pirámide, lejos, demasiado lejos para los jaladores inclinados bajo los gruesos cabos tendidos sobre los hombros. Aunque desde hacía algún tiempo utilizaban bloques más pequeños que los empleados para construir el núcleo del monumento, ya que eran los que servirían de revestimiento. La intención de Huni había sido construir una pirámide escalonada, como la de su padre Zóser, que el gran Imhotep había concebido en la necrópolis de Rosetau, bajo la protección de Sokar, dios de la ciudad de los muertos de Menfis; pero Snefru decidió añadir un paramento para darle caras y aristas regulares, semejantes a los rayos del sol cuando caen por detrás de las nubes.

Hacía ya diez años que Huni había muerto, diez años que su hijo Snefru había subido al trono de las Dos Tierras y ordenado que prosiguieran los trabajos de la pirámide del Sur, un monumento gigantesco —una vez y media más alto que el de Zóser— cuya construcción no acababa nunca.

El joven examinó con ojos críticos la pirámide, siguió con la mirada las idas y venidas de los escribas que contaban las piedras, del arquitecto y sus ayudantes, los esfuerzos de los obreros que, tras haber tirado de los bloques hasta la parte alta de la pirámide, los abandonaban a los especialistas, que los colocaban en su lugar y terminaban de pulirlos para que se insertaran armoniosamente en el monumento.

A veces permanecía allí días enteros contemplando el lento progreso de los trabajos, sentado a la sombra de alguna palmera, con un odre de agua a su lado, una bolsa llena de cebollas, bulbos de papiro y de loto, pescado seco y pan de cebada. Pero ese día se extrañó cuando vio a un hombre que se dirigía hacia él. No dudaba de que, desde la obra, lo veían cada vez que se instalaba en su puesto de observación, pero hasta entonces nadie se había preocupado por su presencia. Y sin embargo el hombre avanzaba, efectivamente, hacia donde él estaba sentado. Pronto distinguió sus rasgos. Llevaba un paño plisado, cruzado por delante y provisto de un faldón hasta las rodillas, y se había calzado unas sandalias de cuero para avanzar por el pedregal del desierto y protegerse de los escorpiones y las cortantes aristas de ciertas piedras, ya que en la tierra negra del valle, incluso los nobles iban descalzos, con las sandalias colgadas de los hombros.

Lo siguió con la mirada hasta que se detuvo a su lado. Intercambiaron unos saludos y luego el recién llegado se sentó junto a él. Tenía el rostro lampiño, como la mayoría de los habitantes del valle, era algo entrado en carnes pero todavía esbelto, aunque superaba ya los cincuenta, y sus ojos eran almendrados, de cejas bien dibujadas, los cabellos muy cortos, cuidadosamente esculpidos.

—¿Sabes quién soy? —preguntó.

—Claro. Eres Ankhaf, hijo de Imhotep, uno de los hombres por quien siento mayor admiración, y cuya muerte lamentaría todo el mundo si no nos hubiera dejado a un hijo como tú.

—La admiración que muestras por mi padre me honra, y me admira que me hayas reconocido cuando sólo debías de tener diez años la última vez que me viste.

—Creo tener buena memoria. Y además, no has cambiado mucho en estos diez años; ni siquiera parece que hayas envejecido. Sin embargo yo sí he cambiado bastante.

—A los diez años eras ya un muchacho robusto y vivaz. Es evidente que has crecido y te has convertido en un hombre fuerte, mas tu rostro ha adquirido una hermosa madurez.

—Dime, Ankhaf, ¿dónde te habías metido durante todo este tiempo? ¿Por qué no diriges tú los trabajos de construcción de esta pirámide?

—Porque su majestad el rey Snefru prefirió escuchar a Abedu, un compañero de infancia con quien estudió en la Casa de Vida del templo de Ptah. Lo convirtió en su amigo y me arrebató la dirección de las obras que Huni me había confiado. ¿Y sabes por qué? Porque me había negado a convertirla en una pirámide regular, como el rey quería. Para ello era necesario revisar todos los planos, reformarla por completo. Mejor construir una nueva.

—Sin duda tienes razón, pues tal como lo veo el monumento no sobrevivirá mucho tiempo. Los ángulos son demasiado obtusos, las aristas demasiado abruptas. Cuando se hayan retirado las superficies de tierra que sirven para elevar los bloques, los costados se derrumbarán.

—Has sabido ver el porvenir, Keops, aunque no hayas hecho estudios de arquitectura. Y el tal Abedu, que pretende ser un verdadero maestro de obras, no lo ha visto. Ignora que, desde hace generaciones, nos transmitimos los secretos de la construcción de las Mastabas, que mi padre Imhotep heredó una vieja tradición de la que me hizo beneficiario. Abedu no pertenece a nuestra cofradía; ignora los datos que se transmiten de padre a hijo, de maestro a discípulo. Sí, Keops, todos estos revestimientos colocados con tantas dificultades no tardarán en derrumbarse y sólo subsistirán las partes que yo construí. Es una suerte para el rey haber atendido por fin a mis razones y confiar a Abedu la construcción de una nueva pirámide, más al norte, más cerca de Menfis, pues ésta nunca podrá utilizarla, ni siquiera para depositar el cuerpo de su padre, como era su deseo.

—Ankhaf, ¿sabes por qué vuelvo tan a menudo aquí? Precisamente para ver cómo se derrumba…

Esta declaración sorprendió al arquitecto.

—¡Pero cómo!, ¿esperas acaso complacerte con la visión de la caída de un monumento que ha exigido tanta labor, tantos esfuerzos por parte de estas gentes?

—En absoluto. Verás, he hablado de ello a mi padre, he querido comunicarle mis temores, pero se ha enojado, declarando que era muy pretencioso criticar el trabajo de su arquitecto favorito, sobre todo cuando él mismo le había ordenado transformar el primer monumento en una pirámide regular. No he insistido, pero vengo aquí para ver si mis sospechas tienen fundamento, tal vez con la esperanza de que mi padre me escuche antes de que se produzca la catástrofe.

—Prefiero oírte hablar así —dijo Ankhaf.

Su interlocutor seguía con el rostro vuelto hacia las obras y, tras un pequeño silencio, prosiguió:

—Mira, es mi hermanastro Nefermaat el que viene en su silla de mano para admirar el trabajo de Abedu y felicitarle. A nuestro padre le gusta que se alabe todo lo que hace su favorito, su amigo real.

—Keops —dijo Ankhaf—, he venido a ti precisamente para hablarte de él, y de algunas cosas más.

El joven lo miró sorprendido y preguntó:

—¿Quieres decir que me buscabas? ¿Que no estás aquí por casualidad?

—Eso es, te buscaba, y es bueno que pueda hablar contigo, lejos de los oídos de palacio.

—¿Cómo sabías que estaba aquí? ¿Quién te ha informado?

—Tu madre. Hetep-heres. Además, ella ha querido que viniese a hablar contigo.

—Dime primero cómo puede saber mi madre dónde estoy cuando salgo de palacio.

—A la reina no se le escapa nada. Nadie ignora en palacio que cuando te ausentas por varios días vas a cazar a las riberas del mar Occidental, para encontrarte con los boyeros y los pescadores, y que luego visitas las obras de la pirámide de tu padre. Pero yo no lo sabía, pues no conozco los secretos de la corte. Cuando tuve que abandonar las obras de la pirámide, su majestad me envió a trabajar en el templo de Osiris, en Abydos; luego inicié unas obras en el nomo del Orix, en el Alto Egipto, en un lugar que conoces bien, en el castillo de la aldea de Menat-Snefru, para reconstruir el templo de Knum.

—Mi padre me habló de ello, me dijo incluso que, en mi honor, porque allí fui entregado a la nodriza, el castillo se llama ahora Menat-Keops. ¿De modo que fuiste tú quien construyó el templo de mi dios protector?

—Sí, fui yo. Y ahora trabajo en la ampliación del templo de Atón-Ra, en Heliópolis.

—Entonces ¿por qué querías verme, por qué deseabas hablarme?

—Verás, tu padre está ausente, se ha marchado al sur. Debe llegar a Elefantina, al paso meridional. No regresará en muchos días, meses tal vez. Por eso, la gran esposa real, tu madre, me pidió que hablara contigo. Con ella estaba tu esposa, la encantadora y bella Meritites. La acompañaba tu primogénito, el pequeño Kawab. Me han dicho que pronto será enviado a la provincia del Orix, puesto que tiene más de un año y no necesita ser ya amamantado.

—Mi padre lo decidió así. Quiere que sea educado lejos de la corte, en un castillo que ha hecho levantar allí. Lo ha llamado Alegría-de-Snefru, en honor a su primer nieto.

—No he visto al menor, su hermano Baufré. Lo cuidaba la nodriza. Pero Meritites se ha quejado de ti. Ha dicho que no estabas cuando el pequeño nació, que apenas lo viste en uno de tus regresos a palacio y que partiste de nuevo enseguida.

—Mi hermana se queja siempre, no deja de abrumarme con reproches cuando estoy junto a ella.

—Tal vez sus recriminaciones estén justificadas. No comprendo que abandones en el lecho a una esposa tan hermosa. Es todavía muy joven, dieciocho años me ha dicho.

—Exacto. Soy tres años mayor que ella. Es cierto que es hermosa, pero es mi hermana y aunque siento afecto por ella, no es amor ni deseo. Me casé para tener hijos, porque así lo exige la ley dinástica; actúo por deber, por necesidad. Pero sé que le gusta hacer el amor conmigo, no deja de pedirme que le dé placer y ello me fatiga más aún que las duras jornadas de caza o de marcha por el desierto.

La reflexión hizo sonreír a Ankhaf, que prosiguió:

—Keops, he venido enviado por tu madre para decirte verdades que debes escuchar sin impaciencia, sin tenérmelo en cuenta, porque hablo por tu bien, para tu gloria futura.

—Te escucho, Ankhaf, y quiero que sepas que te respeto lo suficiente para que no me hieran las verdades que quieres decirme en nombre de mi madre, y sin duda de Maat.

—En efecto Keops, la diosa Maat habla por mi boca. Tu placer es sin duda cazar en las orillas del mar del Poniente, vivir cierto tiempo entre los boyeros, me han dicho que te gusta compartir sus costumbres. Pero pareces olvidar que eres el príncipe heredero y, sobre todo, olvidas que no eres el único que puede subir al trono de las Dos Tierras, otros intrigan junto a tu padre para sustituirte como heredero legítimo. Fíjate en tu hermano Nefermaat: viene a visitar en silla las obras de vuestro padre, en su ausencia, acompañado por flabelíferos y toda una escolta, como haría el rey en persona, mientras tú te mueves de aquí para allá desnudo como un campesino. Cuando la corte lo ve a él en todas partes, junto a su padre, entre los nobles y los Amigos del rey, tú tratas con los boyeros. Me han dicho incluso que sueles visitar a los campesinos y participas en sus trabajos con los pies hundidos en el barro.

—No te han mentido.

—¿Es éste el comportamiento digno de un hombre destinado a regir las Dos Tierras, a sentarse un día en el trono de Horus?

—No lo dudes, Ankhaf. Osiris, el dios, cuando vivía en la Tierra, iba a la Tierra Querida con su hermana, su esposa Isis. Se mezclaba con los hombres, sin preocuparse por su condición, y así enseñó a los campesinos a trabajar la tierra, a fecundarla. A los hombres del río y a los de la mar les enseñó a fabricar y dirigir barcas, a tejer redes; y a quienes vivían entre papiros o en el desierto les mostró el arte de hacer arcos y flechas, jabalinas y hachas. A los demás, con la ayuda de Isis, les enseñó a construir casas, a trabajar la madera, a tejer el lino, a utilizar el papiro, a mezclar tierra y agua para hacer ladrillos o también hermosos jarrones, a pulir la piedra para transformarla en vajilla o en grandes bloques para edificar templos. Osiris nos dio el ejemplo, aportó a los hombres la civilización, vivió y trabajó con ellos. Y yo voy a mi pueblo para conocerlo, para ver cómo vive, para saber cuáles son sus deseos y necesidades. Éste es el verdadero trabajo de un rey, de un hombre destinado a regir hombres.

—Y te honra, Keops, pero creo que has vivido lo suficiente junto al pueblo del Nilo para conocerlo bien. Es hora de que te dejes ver en la corte, de que te comportes como un príncipe heredero. La doble corona no está asegurada por derecho de cuna. Sin duda eres hijo de Hetep-heres, que te ha transmitido la sangre del divino Horus, y te has casado con tu hermana uterina Meritites, que te abre el acceso al trono de las Dos Tierras. Pero, sin duda también Nefermaat, aunque sea asimismo hijo de Snefru, tiene por madre una princesa de segundo rango, Neithotep. Mas es, y ahí sí que no cabe duda, su hijo favorito y tiene casi la misma edad que tú. El rey puede designarlo como heredero del trono y darle en matrimonio a tu hermana menor Neferkau. La muchacha tendrá pronto la edad de casarse y por sus venas corre sangre divina, por su madre Hetep-heres, al igual que Meritites. Keops, considera a Nefermaat un rival peligroso y no olvides que, si sigues disgustando a tu padre puede también designar a tu hermano uterino Rahotep y hacer que se case con Neferkau.

—Mi hermano Rahotep me ama y yo a él. Nunca aceptaría privarme de la doble corona que en derecho me corresponde.

—Tu respuesta me demuestra que deseas suceder a tu padre, que no desprecias el poder.

—Precisamente porque sé que algún día me ceñiré la corona blanca del Sur y la roja del Norte, me comporto como tú me reprochas. En vez de ablandarme en la corte de mi padre, entre esos escribas de pesado vientre, ejercito mi cuerpo en la lucha y la caza, para no temer a nadie; endurezco mis músculos y mi corazón y, al mismo tiempo, aprendo a conocer al pueblo que voy a reinar. Comulgo con él y también con la naturaleza animada por los dioses, pues éstos no se hallan en el palacio del rey, ni siquiera en los templos. Están por todas partes, en los animales, en las plantas, en el desierto, en el Nilo, en las propias piedras. ¿Acaso no los representamos, por eso, con formas animales? ¿Acaso Hator no se nos aparece, por eso, en el sicómoro?

—Por lo que a los dioses se refiere o, mejor dicho, al dios, si has podido sentir su presencia en todo lo que existe, no sabrías conocerlo por ti mismo. Me gustaría que me visitaras en los templos de Ra, en Heliópolis, también para hablarte de las cosas divinas.

Keops se volvió hacia Ankhaf y dijo sencillamente:

—Iré, Ankhaf. Y antes de que regrese mi padre.

Dirigió la mirada hacia las obras de la pirámide. El hijo menor de Snefru no había bajado de su silla. Permaneció un instante al pie de la pirámide, y luego los portadores se dirigieron al altozano donde estaban Keops y Ankhaf.

—Nefermaat se acerca a nosotros —anunció Ankhaf—. ¿Cómo lo llamáis en la familia? Me han dicho que Neferu.

—Un hermoso nombre que le dio su padre para que no hubiera confusión con el de nuestro tío Nefermaat.

—Te dejo. Prefiero que no me vea en tu compañía. No me conoce, no le digas quién soy. Su majestad sabría enseguida que he venido a verte, y podría preguntarse con qué intención.

Ankhaf se apresuró. Keops abrió su bolsa, sacó pan y cebolla y mordisqueó el alimento, sin prestar atención a su hermano, que se aproximaba. Sólo pareció descubrirlo cuando la silla de Neferu se detuvo junto a él y proyectó la sombra en su cara.

—¿Cuál puede ser el tema de meditación de mi amado hermano que ni siquiera me ha visto llegar? —preguntó Nefermaat sin bajar de la silla—. Te creía perdido en las marismas del Fayum.

Keops levantó la cabeza. Indiscutiblemente le sentaba bien el apodo que le habían dado. Tenía un atractivo rostro, de rasgos regulares —había heredado de su madre aquella fría y perfecta belleza—, y su cuerpo era esbelto y musculoso. Aunque solía permanecer en la corte o en el templo de Ptah, donde perfeccionaba sus conocimientos de escriba en la Casa de Vida, no desdeñaba el ejercicio físico, que practicaba cazando animales salvajes en el desierto o aves en la espesura de papiro, a orillas del Nilo.

—¿Por qué crees que no te he visto llegar? —le preguntó Keops—. Aunque es cierto que distraes mis pensamientos.

—Sin duda más que el hombre que acaba de marcharse y con el que has hablado largo rato.

—Puede ser, querido hermano. Ahora que has venido a saludar a tu hermano mayor, te ruego que te alejes. Me tapas la hermosa vista de la pirámide de su majestad.

—No temas, no desaparecerá cuando me vaya. Ahí está, eterna.

—Eterna, no lo sé, pero ciertamente no perfecta. Pues todo ese paramento, casi vertical, no aguantará mucho.

—Pero ¿cómo? ¿Acaso sabes más que el arquitecto que el rey designó para esta obra?

—El tal Abedu es un asno parecido a Seth.

—Sin duda le satisfará saberlo.

—Sin duda. Y tampoco dudo de que tu boca se apresurará a comunicarle la buena opinión que tengo de su talento.

—Tu juicio incluye la elección que hizo el rey.

—La amistad puede hacer que se cometan errores, incluso por parte de un rey. Nuestro padre es demasiado bueno y generoso; concede en exceso su confianza a todos los que le halagan, que pretenden ser sus amigos y servidores.

—¿Debo sentirme aludido por estas palabras?

—A ti te toca decidirlo. Ahora te ruego que te retires.

—Sólo cumplía mis deberes de hermano menor. Perdona si te he molestado.

Habló en un tono seco, ofendido, luego chasqueó los dedos para ordenar a sus porteadores que se pusieran en camino. Keops lo siguió con la mirada mientras se alejaba. Habría preferido poder amar a su hermano. De pequeños, su escasa diferencia de edad, apenas unos meses, les había permitido ser compañeros de juegos; pero muy pronto sus impetuosos caracteres habían sido causa de fricciones. El pequeño Keops era ya autoritario, y si bien solía jugar con niños de bajo origen, no soportaba que desobedecieran sus órdenes. Por su lado, Neferu se mostraba imbuido de su origen real, aunque los príncipes no fueran tratados con más consideraciones que los demás niños nobles, especialmente en la Casa de Vida, donde habían entrado muy jóvenes para aprender a leer y escribir, a trazar jeroglíficos con mano segura y elegante sobre conchas, fragmentos de cerámica, etcétera.

Ahora bien, Neferu no había soportado aquella igualdad de tratamiento pues, como los demás niños, había recibido algunos bastonazos merecidamente. De modo que, cuando su hermano le hablaba con autoridad, él respondía huraño y agresivo, para resarcirse de la sumisión que debía mostrar ante sus maestros. Cuanto más crecían, más fuertes se hacían sus peleas, que concluían a veces a golpes, aunque Keops, más robusto, siempre acabara victorioso.

Cuando llegaron a la adolescencia, los separaron. Neferu fue confiado a los cuidados del Ur-erp-hemu, «Gran Jefe del arte», es decir el sumo sacerdote del templo de Ptah en Menfis (llamado también «Artesano poderosísimo»: Heme-ur-sekhem) y Keops fue enviado al templo de Ra, en Heliópolis, bajo la égida directa del Ur-mau, «Gran Vidente», primer sacerdote del dios. Keops tenía entonces once años y su padre Snefru había subido al trono de Horus hacía uno. Aquella elección era significativa; preocupaba a los sacerdotes de Ptah, porque hasta entonces los hijos reales se educaban en su templo. Pero Snefru prefería a Ra, el señor de Heliópolis. Manifestó su inclinación por el culto solar antes ya de la muerte de Huni, en cuanto nació su tercer hijo, al que llamó Rahotep, «Ra está satisfecho», sin alejarse por ello de las demás divinidades de las Dos Tierras. Y si hasta entonces el clero de Ptah había gozado de privilegios, fue a partir de aquel momento que el de Heliópolis comenzó a disfrutar de ciertas ventajas y rivalizar con el de Menfis. El hecho de confiar la educación del príncipe heredero al clero de Ra representaba una novedad que escandalizaba a los sacerdotes de Ptah, aunque ellos se ocuparan de la formación del segundo hijo del rey; aunque su indignación fue mayor cuando Rahotep, dos años más joven que Keops, también fue enviado a Heliópolis al cumplir la edad de entrar en la Casa de Vida del templo.

Keops permaneció ocho años en el templo de Ra. Aprendió a ser un escriba excelente, le enseñaron los ritos y mitos ancestrales, la teología de los sacerdotes de Ra, la astronomía, las matemáticas, la medicina, todo lo que se refería a la administración del reino y muchas cosas más. La educación de los príncipes, como la de los nobles, en las Casas de Vida de los templos no consistía tan sólo en un aprendizaje intelectual sino también en la formación del cuerpo, y así Keops aprendió el arte de la lucha, el manejo de la lanza, el arco y la maza. Le entrenaron para la carrera, la marcha por el desierto, la natación, la caza, la pesca, y él demostró gran afición por todo ello. Pero durante ese tiempo, aunque Heliópolis no estuviera muy lejos de Menfis, el joven no vio mucho a su padre. En contadas ocasiones volvió a Menfis. En cambio con su madre Hetep-heres, la «hija del dios», tuvo más contacto, pues ella sentía un especial afecto por su primogénito y se desplazaba a menudo para visitarlo a Heliópolis. Iba con su hija mayor, Meritites, para que viera con frecuencia a su hermano y se acostumbrara a la idea de que algún día sería su esposa real.

Desde el templo de Ptah, en cambio, Neferu tenía que recorrer muy poca distancia para acudir al palacio real. Los sacerdotes que se encargaban de su educación lo alentaban a visitar asiduamente el palacio, a hablar con su padre, a conseguir su afecto. Y Neferu, tan inteligente como ambicioso, logró su estima. Supo brillar ante los ojos del rey, nunca perdió la ocasión de manifestar ante él sus cualidades intelectuales y físicas, hasta el punto de hacerle olvidar que era sólo el hijo de Neithotep, la segunda esposa. Por otra parte, Snefru se había casado con Neithotep por amor el año precedente a su boda con Hetep-heres. El faraón entonces reinante, Huni, su padre, no se opuso al primer enlace, pues no había decidido aún a cuál de sus hijos legaría la corona; Snefru era el primogénito, pero sentía gran estima por Nefermaat, un año menor.

También de su primera esposa, Meresankh, Huni tuvo un tercer hijo, Kanefer, ocho años menor que su hermano Snefru. Durante los dos años que siguieron a la boda de Snefru con Neithotep, sus amores no dieron fruto alguno. Huni, mientras, había hecho su elección: Snefru era el mayor, y le sucedería en el trono de las Dos Tierras. A partir de entonces, Neithotep tuvo que aceptar convertirse en la segunda esposa, pues su marido se vio obligado a casarse con Hetep-heres. De ella venía la legitimidad, por ella se transmitía la sangre de Horus, puesto que era hija de Huni y de Nebesneith, siendo ésta hija de Zóser y de la gran esposa real: por su matrimonio con Nebesneith, Huni, por aquel entonces, adquirió su legitimidad.

Como compensación, Huni ordenó a Snefru que nombrara a su hermano Nefermaat para que dirigiera los asuntos del país. Snefru obedeció sin reticencias a su padre, pues amaba a su hermano y sentía gran estima por sus cualidades de administrador. Cuando subió al trono, hizo de su hermano el más íntimo colaborador, le confió la administración de la justicia, la dirección de los escribas reales y otras muchas responsabilidades que se habían multiplicado con el transcurso de los años y de las que se descargó sin lamentarlo, con el nuevo título de tjati, «visir». Pero entretanto, como si de un capricho del dios Knum y de su esposa, Heket, la diosa rana, señores de los nacimientos se tratara, sucedió que unos meses después de que Hetep-heres diese a Snefru su primer hijo, Keops, Neithotep alumbró a Neferu, que recibió al nacer el nombre de su tío, Nefermaat.

Keops abandonó, por fin, el templo de Ra a los dieciocho años para casarse con su hermana Meritites, dos años menor que él. Un año después nació su primer hijo, Kawab, y el siguiente nació Baufré.