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Caminaba con paso seguro, a pesar de la densa vegetación. Alto y de constitución musculosa, iba desnudo, adornado sólo con un cinturón que llevaba anudado bajo el ombligo y cuyos largos extremos le caían entre los muslos. Como tenía el cabello oscuro, corto y rizado y la piel bronceada, podía ser confundido con uno de los hombres que cuidaban del ganado: los boyeros. Éstos vivían desnudos, dormían en chozas de papiro, pescaban en el lago o las marismas con cañas de papiro trenzado y cazaban aves con la ayuda de un bastón curvo. Se alimentaban de bulbos de papiro y nenúfares y de los peces que capturaban y solían comer crudos, ya que les era imposible comer alguno de los bueyes que cuidaban porque los propietarios de los dominios enviaban a escribas para controlar los nacimientos de los animales y, cada dos años, altos funcionarios efectuaban el censo del ganado. A veces, los boyeros salían a cazar hipopótamos y cocodrilos a pesar de los esfuerzos y peligros que suponía para ellos, pero no se atrevían a acosar a la pieza porque sus únicas armas eran garrotes y bastones arrojadizos.

¿Era un cazador el hombre que caminaba solo por aquella naturaleza salvaje y peligrosa? Llevaba en la mano izquierda un arco y un haz de flechas, en la diestra una jabalina provista de punta metálica, y de su cinturón colgaba una maza con una pesada cabeza de piedra oblonga, cuidadosamente pulida. La jabalina le servía para apartar los tallos de papiro y, a veces, para atravesar la espesura por la que avanzaba, ahuyentando así a cualquier animal reptante. Sin embargo, no parecía estar persiguiendo una pieza cualquiera; daba la sensación de que pretendía entablar una comunicación con la naturaleza, impregnarse de su fuerza vital, absorber mágicamente toda su savia.

Se detuvo de pronto, inmóvil, apenas sin respirar, aguzando el oído. Más allá de los sordos rumores de la naturaleza había percibido un gruñido, el aviso de una fiera que no quería ser molestada. Abrió una cortina de tallos de papiro con el extremo de la jabalina y penetró sigilosamente en la espesura hasta encontrarse frente a una pantera de las marismas; un felino de pequeño tamaño, ágil y rápido, pero más peligroso que las grandes fieras cuando se sentía acosado. El animal estaba tendido sobre la hierba, observando a unos grandes ratones almizcleros que jugaban ajenos a la amenaza que pendía sobre ellos. La fiera volvió los ojos amarillentos hacia él y le mostró los colmillos, ordenándole que tomara otro camino, que no asustara su caza, a la que vigilaba con paciencia. El hombre retrocedió sin hacer ruido, poco a poco, respetando los deseos de la pantera, que apartó entonces la mirada y reanudó el acecho. La espesura volvió a cerrarse y él se dirigió hacia la izquierda, para rodear el camino, pues no tenía la intención de dar marcha atrás.

Levantó los ojos al sol que declinaba. Se volvió entonces hacia el sur, se detuvo tras haber cogido una flor de nenúfar, que alzó al aire, y dijo: «Knum, dios creador, divino alfarero que moldeaste en tu torno todas las criaturas. Tú que me hiciste quien soy, tal como soy, Knum, señor de las cataratas, mi protector, llévame hasta una presa digna de mí y acepta como ofrenda esta flor de la que brotó el huevo primordial de la creación». Tiró el nenúfar al agua del lago y reanudó su camino; sabía dónde encontrar a su presa y hacia allí se dirigió. Estaba seguro de sí mismo, pues no dudaba que la divinidad invocada le escucharía. Y su esperanza no se vio defraudada. La espesura se agitó ante él y apareció un jabalí.

El hombre levantó el brazo y firme lanzó la jabalina sobre el sorprendido animal. La dura punta hirió a la bestia en el lomo, hundiéndose en la carne tras atravesar el cuero velludo. Debilitado pero enfurecido por la herida, el jabalí cargó contra el cazador, inmóvil. Cuando casi tuvo al animal encima, saltó hacia un lado para esquivarlo y dejó caer su maza sobre él. Un crujido acompañó el gruñido del jabalí, herido de muerte, que se derrumbó sangrando. El golpe, perfectamente dirigido, le había destrozado la base del cráneo.

Limpió en la hierba la cabeza de la maza, la colgó de su cinturón, y luego, sin intentar recuperar la jabalina, agarró al animal de las patas y se lo cargó al hombro. Cogió con una mano el arco y las flechas que había dejado sobre la hierba y reanudó la marcha.

Este hombre fuerte y de resistencia recorrió un largo camino antes de llegar a una aldea de boyeros, de una docena de chozas, en las que solían albergarse uno o dos huéspedes, pues los padres se llevaban a sus primogénitos a fin de prepararlos para su futuro oficio, compartiendo ambos el refugio.

El sol estaba ahora muy bajo en el horizonte y los boyeros habían reunido el rebaño en un recinto espinoso, para proteger a las bestias de los depredadores nocturnos. Estaban sentados en círculo sobre almohadones de hierba fresca, esperando que les sirvieran la cena, que preparaban los más jóvenes, adolescentes que lucían todavía la trenza de la infancia.

No había mujeres porque las familias de los boyeros vivían en aldeas del valle del Nilo, lejos de los peligros de una naturaleza demasiado salvaje. Los hombres se turnaban para acudir a reunirse con sus esposas una vez al mes, durante uno o dos días, tres noches a veces. Pero aunque no tuvieran nadie a quien seducir, todos llevaban un collar de loto y coronaban sus cabezas con flores variadas, cogidas aquel mismo día a orillas del lago.

El cazador era conocido por aquellos frugales hombres. Al verlo aparecer, le saludaron como si fuera uno de los suyos. Cuando se libró de la presa, dejándola caer al suelo, lanzaron gritos de júbilo pues sabían que aquella carne mejoraría su dieta. Dos de ellos corrieron en busca de cuchillos, rudimentarios objetos hechos de sílex sujeto a una empuñadura de madera, pero las hojas de piedra habían sido trabajadas con tanta habilidad que cortaron sin dificultad la gruesa piel de la bestia. El animal fue vaciado con rapidez y preparado mientras los adolescentes encendían una gran hoguera sobre la que comenzaron a asarlo.

Mientras esperaban que la comida estuviera lista, se sentaron a conversar. El hombre les contó sus cacerías, lo que había visto durante sus andanzas, pero, como siempre, no habló de sí mismo. Aquellos hombres ignoraban quién era o de dónde venía. Sin embargo, le llamaban Neb, «señor», pues le atribuían sin razón alguna misteriosos poderes.

Mas como iba casi tan desnudo como ellos, incluso descalzo, no sabían qué pensar de él. Sólo tenían una certeza: cada vez que aparecía les traía una presa. Su llegada era sinónimo de festejo, de buena comida. Los boyeros, por su parte, hablaban del ganado, de los muchos escribas que llegaban para anotar los terneros que estaban por nacer, los que habían nacido y los que estaban enfermos. El rebaño pertenecía al clero de Sobek, el dios cocodrilo, el dios del Fayum cuyo templo dominaba la ciudad de Shedet. Aquel ganado y otros animales, los campos cultivados, todo era propiedad del templo, ya que el rey había concedido a Sobek y a sus sacerdotes una patente de inmunidad que convertía el santuario en económicamente independiente.

—Señor, su majestad Snefru es un buen rey, es nuestra divinidad viva; labró la riqueza del templo del dios. Gracias a él vivimos bien, no pasamos hambre y el templo alimenta a nuestras familias.

Así habló uno de los boyeros dirigiéndose al cazador, y otro añadió:

—Pero también es para nosotros una gran alegría recibirte, pues nos traes siempre buena carne, una presa que seríamos incapaces de conseguir…

—No podemos porque no nos está permitido abandonar el rebaño para cazar —aclaró otro boyero para que su visitante no creyera que eran torpes o incapaces.

—Cierto es que la custodia del rebaño —prosiguió un tercero— nos exige una vigilancia constante, porque se ve continuamente amenazado por las bestias salvajes que habitan este entorno; pero aunque quisiéramos, con nuestros bastones y garrotes nos costaría mucho apresar animales tan rápidos en la huida.

Él escuchaba con atención, les hacía preguntas, participaba de sus penas y sus alegrías. Y ellos se sentían satisfechos de que alguien se interesara por sus vidas, de que no estuviera allí, como los escribas, sólo para registrar el ganado o anotar el número de cabezas que exigían los sacerdotes del templo de Sobek. Durmió con ellos en una choza, sobre una estera de cañas. Al día siguiente los acompañó hasta las orillas del lago donde llevaban a pastar a los animales y, con ellos, tiró de las cuerdas de la jábega arrojada al agua para capturar el pescado de la cena. Les ayudó a cortar tallos de papiro y reunirlos en haces, otro de los trabajos exigidos a estos hombres que vivían en medio de campos de esta planta utilizada para la construcción de chozas, nasas ligeras, cuerdas, redes, hojas para escribir… También le complacía luchar con ellos. Le era fácil derrotar a sus contrincantes porque había aprendido el arte de la lucha enfrentándose a bestias que se habían lanzado contra él y lo habían desarmado al sentirse acosadas.

Luego, cuando el sol se ocultó y el ganado estuvo encerrado, los hombres se repartieron en dos embarcaciones ligeras y simularon una batalla armados con pértigas. El juego consistía en tirar a los contrincantes al agua, y el grupo vencedor era el que lograba tirar antes al lago a todos sus adversarios. Era un divertimiento peligroso porque los cocodrilos siempre estaban al acecho, y a veces se aproximaban a los arriesgados hombres mientras se divertían. Pero cuando esto ocurría, se arrojaban todos al agua y, juntos, hundían una pértiga en las fauces del animal; luego anudaban en torno al hocico sólidas cuerdas, inutilizando al saurio, y lo arrastraban hasta la orilla donde era fácil matarlo a golpes y pedradas.

Ambos equipos reclamaban al visitante, pues era tan hábil en el manejo de la pértiga que el grupo al que se unía solía alzarse con la victoria.