ACLARACIÓN PARA LOS
LECTORES PREOCUPADOS POR
LA VERDAD HISTÓRICA

Para empezar, decir que en realidad apenas conocemos nada de la vida de los faraones que componen las treinta dinastías clásicas de la historia del Egipto faraónico, a las que podemos añadir la trigésimo primera con la de los Lágidas o Ptolomeos, con la que se inició la época griega. Numerosos son los faraones que se quedan, para nosotros, en simples nombres. En último término, podríamos colocar entre ellos a Keops. Fue, sin embargo, el constructor de la Gran Pirámide, prodigioso monumento que ha hecho soñar a muchas generaciones desde la Antigüedad grecorromana. Con respecto a su reinado sólo subsisten algunas inscripciones cortas, a menudo fragmentarias. El único testimonio de cierta extensión que se refiere a él se lo debemos a un viajero griego, Herodoto, que visitó Egipto más de dos mil años después de la muerte del faraón. Su relato, evidentemente, incluye tradiciones muy antiguas que es lícito interpretar tras un juicioso análisis del valioso documento. Eso es lo que he intentado hacer para utilizarlo como base de esta historia. Pero mucho antes de Herodoto, Keops y su padre, Snefru, se habían convertido en héroes de relatos populares, de los que nos han llegado algunos retazos.

La genealogía y la descendencia de Keops han podido reconstruirse, generalmente por medio de hipótesis, a partir de nombres y de algunas inscripciones encontradas en las tumbas, tanto las de la llanura de Gizeh como las de Saqqara y los lugares circundantes. De Keops sólo se tiene una representación, no me atrevería a decir un retrato puesto que se trata de una estatuilla debida a un artista poco habilidoso, que pretende representar al rey en plena madurez. En cambio, la estatuaria nos ha dejado representaciones de gran número de personajes de su familia, como la estela en altorrelieve de Mikerinos entre Hator y una diosa de los nomos (provincias), o la hermosa estatua de Kefrén en el Museo de El Cairo. Lo que impresiona en algunas de estas representaciones es su belleza: la esbeltez y la elegancia de las mujeres, y la armonía y fuerte musculatura de los cuerpos de los hombres, o también, cuando se trata de algunos retratos, su realismo: los escribas, es decir, los altos funcionarios, están a menudo obesos y todos tienen un rostro tan especial que es imposible dudar de que se trata de fieles representaciones.

Por lo que se refiere a la época de Keops, el principal soberano de la IV dinastía, disponemos sobre todo de las abundantes pinturas que adornaban las mastabas (las tumbas de los altos funcionarios y parientes de los faraones, muchas de las cuales, es cierto, datan de la dinastía siguiente, sin que se aprecien, no obstante, sensibles diferencias en la vestimenta y los actos de la vida cotidiana), gracias a lo que conocemos, detalladamente a veces, los elementos de la vida de los egipcios en el Imperio Antiguo. Estas escenas están a menudo acompañadas por inscripciones jeroglíficas, como los bocadillos de los tebeos, que conservan los diálogos entre los personajes representados. Así sabemos, por ejemplo, cómo se hacían los intercambios en los mercados.

La forma novelística se adecua admirablemente a la narración de la vida de un personaje tan conocido como Keops, del que sin embargo no tenemos mucha documentación. Pero lo novelesco, en una narración con pretensiones históricas, no puede autorizar todas las fantasías y, aunque el novelista pueda permitirse imaginar escenas, aventuras, intrigas, inventar ciertos personajes subsidiarios o dar nombres arbitrarios a algunos personajes cuya existencia se conoce pero cuyo nombre se ignora, abandonarse a fáciles inventos y a anacronismos que despistarían al lector y darían una falsa idea de la época que pretende restituir. Éste es un error en el que caen fácilmente la mayoría de los novelistas, incluso cuando se presentan como especialistas de la época que tratan. Me he sentido pues obligado a poner en escena muchos personajes históricos con sus nombres reales y que pueden parecer difícilmente memorizables para el lector, pero eran sus nombres. Y peor aún, en aquellas familias reales en las que los matrimonios se hacían entre hermanos y hermanas, nos encontramos con facilidad el mismo nombre para designar a personajes distintos, unidos generalmente por vínculos de parentesco más o menos lejanos. Así pues, tuve que decidirme a presentar ciertos personajes con su nombre histórico y, para distinguirlos de sus homónimos, atribuirles otro nombre, lo que denominamos un apodo o un diminutivo, que los antiguos egipcios también solían utilizar.

Las dataciones de los reinados y las de las vidas de los personajes de esta época son inciertas. Varían según los autores y también según lo que no temo denominar las modas, pues basta que una autoridad imponga sus concepciones con, a menudo, argumentos discutibles para que la mayoría de los historiadores adopten su punto de vista. Para situar esta historia en el tiempo, podemos decir que Keops/Khufu nació, aproximadamente, entre 2640 y 2630 (antes de nuestra era, claro), que sucedió a su padre Snefru hacia 2606 y, si reinó los veintitrés años que le conceden las más seguras tradiciones, murió hacia 2583. Sin embargo, por razones prácticas, me he visto obligado a reducir la extensión real del reinado de Snefru y hacer que mi héroe apareciese antes de lo que parece haber sido la realidad histórica, aunque no haya en este punto certidumbres absolutas. Es lo que podrá verse en el segundo tomo de esta saga. Por lo que se refiere a la historia que aquí rememoro, comienza hacia el 2620. Sin embargo, el lector podrá comprobar que no tengo exactamente en cuenta el tiempo transcurrido, lo que sería una molestia para el armonioso desarrollo de una novela donde, como en el teatro, sólo se ponen en escena tiempos críticos relativamente breves.

Finalmente, y como último punto, gran parte de la acción se sitúa en la ciudad que nosotros denominamos Menfis, o en sus alrededores. De hecho, cuando Menes (o Narmer, según su verdadero nombre egipcio) hubo conquistado el delta del Nilo y unificado Egipto, la tradición griega le atribuye la fundación, en la punta del Delta, de un establecimiento que recibió el nombre de Muro Blanco (Ineb hedj en egipcio). Se trataba de una fortaleza que fue, durante toda la historia del Egipto faraónico, el acuartelamiento de una tropa encargada de proteger la ciudad, o también de vigilarla, como sucedió en la época en que los persas se adueñaron del país, más de dos milenios después de la muerte de Keops. Esta pequeña ciudad fue creciendo con el tiempo alrededor de sus dos monumentos principales, el Muro Blanco y el templo de Ptah, dios tutelar de la población, pero en la época de Keops, no se llamaba Menfis. Este nombre, en egipcio Mennefer («Estable es la belleza»), es el de la pirámide de Pepi I, segundo o tercer rey de la VI dinastía, que subió al trono más de dos siglos después de la muerte de Keops.

Se cree que los faraones del Imperio Antiguo egipcio, es decir, del período llamado menfita, en cuanto llegaban al poder querían, como primera preocupación, hacer que se les erigiera una pirámide y, con este objetivo, comenzaban por ordenar la construcción de un palacio y de una capital con todos los edificios destinados a albergar la administración, junto al lugar elegido para la pirámide, y trasladaban allí su residencia. Es conveniente considerar esta afirmación con ciertos matices. Una ciudad, e incluso un palacio, aún hechos de materiales ligeros, ladrillo crudo en este caso, no se construían en unos meses; se conoce muy bien el ejemplo de Aketatón, la ciudad que Amenofis IV (que tomó luego el nombre de Akenatón) se hizo construir en el Medio Egipto. Sólo pudo instalarse allí tras cuatro años de encarnizado trabajo y, tras diecisiete años de reinado y trece de residencia en su nueva capital, la ciudad estaba todavía en obras. Por lo demás, de todas esas pretendidas capitales temporales del Imperio Antiguo, no queda el menor rastro. Podemos suponer que los nuevos faraones hacían edificar, junto a la pirámide destinada a recibirlos, un palacio secundario y un pequeño poblado de obreros, pues aunque la construcción de la pirámide requería un gran número de trabajadores, temporales sin duda, que sólo se empleaban durante la época de la crecida del río, cuando los campesinos, que constituían la principal mano de obra, se veían en cierto modo reducidos al paro técnico, las mastabas, construidas alrededor de las pirámides para servir de última morada a los altos funcionarios y los miembros de la familia real, requerían un importante personal especializado, aunque sólo fuera para trabajar en las pinturas de las tumbas y en el moldeado de las estatuas funerarias. Pero la capital, la residencia real básica, seguía siendo la aglomeración que se desarrollaba en torno al Muro Blanco, y que he llamado Menfis en este libro, aunque este nombre, dado a la ciudad en esta época, sea un anacronismo. En realidad ignoramos el nombre (o los nombres) dado a esta urbe antes de recibir el que conocemos, salvo que fuera sencillamente Ineb hedj, menos fácil de memorizar que Menfis para el lector.

Por último, conviene precisar que la pirámide del Sur, o del Sol, que se derrumbó es la llamada de Meidun. Las otras dos que se mencionan son las de Dahchur.