Mariana y el capitán López estaban sentados a la mesa de un chiringuito situado sobre una playa de Llanes, dedicados a comer percebes. Se habían refugiado para pasar dos días del puente en un pequeño y recóndito hotel cercano, medio escondido al pie del monte, y aunque el día estaba gris y amenazaba lluvia no se arredraron a la hora de salir a disfrutar de la comida. Ninguna lluvia iba a estropearles el plan, una relativa improvisación que habían resuelto con una mezcla de audacia y serenidad inverosímiles. En realidad la había resuelto Mariana, que fue quien tuvo que poner la alfombra para que ambos dieran el paso decisivo; pero, pasado el primer susto ante lo que se disponían a hacer, habían dejado paso a la aventura.
—Sólo se vive una vez —dijo al final al capitán.
Era una aventura cerrada porque el riesgo, bien lo sabían ambos, era demasiado alto. Nunca establezcas relaciones con un compañero de trabajo. Bien. Había hecho caso omiso de la advertencia y, como siempre que se saltaba una norma, lo estaba disfrutando de verdad. Hay riesgos que merecen la pena.
—Esto tenía que haber sucedido la noche de Año Nuevo —dijo Mariana.
—Ya lo sé —contestó el capitán.
—¿Y por qué no lo hicimos? Bueno —se adelantó a explicar Mariana—, no creo que a ninguno de los dos nos hubiera gustado hacerlo mientras tu mujer dormía la mona. Además, las cosas súbitas a veces salen bien y a veces dan mucho miedo.
—No podíamos. Yo hubiese querido, pero no podíamos —dijo el capitán López, pesaroso.
—De todos modos, esto no va a volver a pasar, no le pidamos más de lo que da de sí, ya lo sabes —el capitán asintió—; pero no nos pongamos mustios porque los días del puente son nuestros. La verdad es que se me había quedado dentro como un clavo lo de Año Nuevo, y me sentía una tonta incapaz de sacarlo afuera. Yo creo que tengo complejo de Juez, pero de Juez de los de antes, de fuerza viva e intocable, que no puede permitirse el menor desliz en su moralidad personal; y aquéllos se lo permitirían a oscuras, seguro —especuló.
—Espero que todo termine bien.
—¿Te pesa?
—¿A mí? No, en absoluto. Esto es un regalo…, un regalo. Sólo quiero que no te ocurra nada a ti por mi causa.
—Ocurrir, ha ocurrido. Lo que no tiene es por qué trascender. Y no trascenderá —dijo acariciándole cariñosamente la cara—. Los dos sabemos lo que estamos haciendo; lo que pasa es que no se nos podía quedar dentro y yo me alegro mucho, mucho, de estar aquí contigo. Y en ocasiones como ésta lo mejor es quedarse con la convicción de que has hecho lo que has querido. Es más, si no lo contamos a nadie es porque no habría nadie que lo entendiera, porque por mí…
—La reputación —dijo el capitán con una media sonrisa.
—Nuestra reputación —afirmó Mariana—. Y tu mujer, y tus hijos, y la capacidad de la gente de ensuciarlo todo en cuanto les dan o se toman una oportunidad. Pero ¡qué diablos nos importa ahora! Lo único que nos importa ahora son los percebes… y más cosas buenas —añadió con una sonrisa entre maliciosa y provocativa.
Estaban casi solos en la terraza, bajo el toldo. En el interior del local algunas familias terminaban de comer y en un par de mesas se jugaban partidas de cartas entre tazas de café, copas de brandy y humo de farias. El tiempo no acompañaba aquel puente, pero el capitán y Mariana no lo sufrían. Para ellos era un día de fiesta libre y feliz que, sin que él lo supiera, Mariana había decidido organizar y disfrutar porque ya estaba harta del acoso de la soledad. No pasaría del puente, luego todo volvería a la normalidad, pero para ella era como una señal de que su suerte iba a empezar a cambiar.