—Lo que me llamó la atención desde un principio —dijo Mariana acomodando la cabeza en la almohada— fue la confianza de Hélène en Cirilo. ¿Cómo es posible que confíe a un ventajista como él la misión de conseguir la autorización para abrir la caja del banco donde se encuentran depositadas sus joyas? En quien sin duda tenía una confianza ciega era en el oficial francés que las custodiaba. De hecho, el cambio de destino del francés fue una contrariedad, pero no insalvable. Es más, siempre pensé que, sobre la pasión que sintiera por él, le había encargado que guardase las joyas por alejarlas del alcance de Cirilo. Y hete aquí que es a Cirilo a quien envía a Guadeloupe para que el francés le haga entrega de la autorización que abre la caja de seguridad del banco de París donde las había depositado de acuerdo con los deseos de su enamorada. ¿No te parece asombroso? Podría haber ido ella y, de paso, mitigar el tormento de la distancia, pero no. Envía a Cirilo.
El capitán López asintió con gesto pensativo.
—También teníamos otra posibilidad —prosiguió—, y puede que tampoco estuviera lejos de la verdad. Cirilo era un hombre infiel, antojadizo, egoísta, vivalavirgen…, lo que quieras, pero a su modo podía estar aún enamorado de Hélène, incluso aunque pensara en dejarla. Lo que les ocurre a muchos hombres es que el estar enamorados de una mujer no les impide tener relaciones con otras. Hablo de un amor real, pero ventajista, las dos cosas. Él incluso iba y venía, desaparecía de casa con algún pretexto y volvía al poco tiempo. Si Cirilo era el pinta cuya fama carga, mala idea era la de enviarlo a Guadeloupe; pero si ambos estaban enamorados a pesar de todo…, quién sabe; quizá hubiera una lealtad tácita entre ellos.
—Imposible —dijo el capitán López volviendo el rostro hacia Mariana—. No cuadra.
—Bueno —siguió ella—. Yo llegué a pensarlo: siempre infidelidades y siempre reencuentros. Podría ser. Un hispano-cubano fogoso debe de ser algo tremendo. No lo digo por experiencia, pero no me importaría hacer un trabajo de campo para ver si tengo razón o no —Mariana sonrió pícaramente—. Se me ocurrió escuchando esa habanera tan bonita que habla de salir de La Habana; aunque Cirilo nunca envió una paloma a Hélène. No, su historia era justo el revés de la canción y a mí me sirvió sólo para imaginar la escena en la habitación del oficial en Basse-Terre por una absurda asociación de ideas decimonónica y sentimental. Luego está el hecho de que ella le era infiel con el oficial, quizá con alguien más, pero lo del oficial era una pasión por todo lo alto a juzgar por su actitud. Ésta es una zona oscura, pero también lo es mandar a tu marido, por muy libres que sean las relaciones, a recuperar las joyas de manos del amante. Cirilo sería un pinta, pero en esto de los celos lo imagino como un español típico, o sea, dueño de su honor. ¿Sería posible que Cirilo desconociese la condición de amante de su mujer del oficial? Date cuenta de que Cirilo vuelve con Hélène después de que el oro desapareciera. Ha estado fuera, sí, quizá no esté al tanto de la infidelidad y tiene que hacerse perdonar por su ausencia, y es, además, reo de sospecha para las dos familias. ¿Robó él el oro? Tendríamos que suponer que, por alguna razón, Hélène ha dejado de sospechar de él, pero eso es ilógico.
Mariana se incorporó en actitud melodramática y se quedó apoyada sobre un codo, mirando interrogativamente al otro.
—Pero lo que yo creo, para empezar —dijo por fin—, es que el oro lo robó él. Aunque vamos a dejar eso ahora y vamos a centrarnos en Hélène. Lo poco que sabemos de los sucesos de Guadeloupe es que ambos hombres se entrevistaron, que Cirilo le entregó la carta con las instrucciones y que, al parecer, esa carta fue leída por su destinatario y allí queda, en el suelo, arrojada o caída, después del desenlace. No sabemos nada más, excepto que al asistente le extraña el prolongado silencio, sospecha algo e irrumpe en la habitación donde se estaba celebrando la entrevista; encuentra a su jefe muerto, atravesado con su propia espada, y no hay rastro alguno de Cirilo Villacruz. Se da aviso a las autoridades y se hacen toda clase de pesquisas, pero a Cirilo se lo ha tragado la tierra. Incluso años después la propia familia Villacruz pagó a investigadores privados para que intentasen dar con su paradero, sin resultado alguno. Ni siquiera se sabe si llegó a salir de la isla. Evidentemente, la pregunta es: ¿qué pasó entre los dos hombres? ¿Quién provocó a quién? ¿Qué sabía cada uno del otro? ¿Tuvo el contenido de la carta algo que ver con el desenlace?
El capitán López se incorporó a su vez, con una sonrisa expectante.
—¿Lo sabes o me estás vacilando? —preguntó.
Mariana se echó a reír y le revolvió el pelo obligándole a echarse de nuevo; ella se quedó sentada esta vez, sin cubrirse.
—La solución al enigma tenía que estar en la carta o bien habría que aceptar que Cirilo viajó a Guadeloupe con la intención expresa de matar a su rival. Esto último me parecía muy improbable; no desechable, pero sí improbable. Sería demasiada casualidad que Cirilo retornase al hogar sabiendo quizá que su mujer tenía un amante y aprovechara el reencuentro para ofrecerse a visitar al hombre al que quería matar. No, evidentemente no fue así.
—Pero él era el autor del robo del oro; según tú —matizó el capitán.
—Más a mi favor. ¿Te parece lógico que tras hacerse con el oro y esconderlo o depositarlo donde fuera…?
—En Suiza.
—En Suiza la parte que dejó a nombre de su hija cuando cumpliese determinada edad. Su parte fue a otro lado, no sabemos nada de ella. Nunca sabremos si la gastó, la perdió o vivió de ella en algún lugar incógnito. Insisto: ¿te parece lógico que desplume a su esposa y se presente para cumplir la segunda parte de una venganza a lo Montecristo urdiendo un plan para matar al amante? ¿Y para matarlo a la vista de todos, en su propio alojamiento? Vamos, mi capitán, aquel asesinato es producto de la decisión repentina de un hombre, ejecutada con rapidez y sangre fría. Así que, teniendo en cuenta que no parece haber otro móvil posible a la vista, la respuesta tiene que estar en la carta que lleva consigo el portador. Ahora bien, ¿qué decía esa carta?
El capitán cruzó los brazos detrás de la cabeza, como si buscara la posición más relajada y satisfactoria para recibir complacientemente el final de una historia intrigante.
—¿Sabes que deberías escribir una novela? —dijo.
—No puedo. El talento de Hardy pesa demasiado sobre mí. Y, además, es mucho mejor leer.
—¿De quién dices?
—De Thomas Hardy, uno de mis favoritos. ¿Puedo seguir?
—Adelante —le invitó él.
—Como te decía, desde el principio me llamó la atención el absurdo viaje de Cirilo y eso me hizo pensar que quizá el objetivo del viaje no era la autorización bancaria sino el contenido de la carta. Reconozco que hay que ser insensata para dejar las joyas en manos de un tercero, por muy enamorada que estuviese de él, pero si había sido capaz de esa insensatez, cualquier otra que se le ocurriera cometer a Hélène debemos aceptarla sin más explicaciones. Y Hélène, por lo que sabemos de ella, no era precisamente una insensata sino, al contrario, una persona interesada y calculadora. Por otra parte, parece que el oficial francés era uno de esos caballeros de armas que cada vez deben de abundar menos y un hombre enteramente fiel y fiable. Lo que pienso es que Hélène acabó sacando un partido inesperado a su insensatez, con esa maldad artera que a veces tienen las mujeres y que debe de tener algo que ver con la familia, a juzgar por la hija; aunque su nieta, mi amiga o, mejor dicho, mi ex amiga actualmente, la debe de tener más diluida, pero reaparece en la bisnieta, que es también de armas tomar.
—¿No te estás yendo para otro lado?
—Ya te he dicho que yo soy muy novelera.
Se inclinó hacia él, lo besó y volvió a su posición.
—Pues bien. La carta. ¿Qué decía la carta? Aquí volvemos a Hélène. Al final las verdades son siempre sencillas, aunque estén rebuscadamente envueltas en un dramón decimonónico, como ésta. ¿Quién conocía a Cirilo mejor que nadie?: pues Hélène, claro. Y ella era la única que estaba segura de que Cirilo era el ladrón del oro. Dejó que las sospechas vagasen porque no tenía pruebas y además él estaba medio desaparecido. Y cuando reapareció, preparó su venganza, segura de que esta vuelta era la última, pues evidentemente el oro representaba para Cirilo la compra de su libertad. ¿Para qué, si no, iba a haberlo robado? Lo que dice algo a favor de él es su actitud de padre, pues se ocupó de, pasara lo que pasase, asegurar el futuro de su hija, lo que desconocía Hélène, naturalmente. Antes hablaba de un posible gran amor capaz de resistir cualquier desdén y ahora tengo que hablar de una desconfianza y un odio también grandes. Por decirlo en claro: tras el robo, uno de los dos tenía que acabar con el otro o nunca viviría en paz. A Hélène, despojada de su fortuna y sin posibilidad de recuperarla, no le quedaba otra que la venganza pura y dura. Y eso fue lo que sucedió.
—Lo que me estás contando es un culebrón —dijo el capitán.
—No. Es, más bien, el drama padre. Escucha: lo que hizo Hélène, con una confianza ciega en su amante y la imaginación propia de una novela de capa y espada, fue escribir una carta en la que, como en los cuentos antiguos, se pedía al receptor que diera muerte al portador y se la entregó sellada a Cirilo encomendándole que la presentara al oficial a su llegada so pretexto de que era una simple petición de autorización para retirar las joyas del banco. Es decir: Cirilo llevaba consigo su sentencia de muerte.
—¿Qué? —el capitán López se incorporó tan bruscamente que arrastró en parte la sábana con que se medio cubría Mariana.
—Lo que oyes —respondió impertérrita.
—Hablando de imaginación desatada…
—Ninguna imaginación. O sí, un poco, pero déjame seguir. La imaginación la voy a utilizar solamente para la escena del encuentro. Veamos: Cirilo, convencido de que su reaparición ha tenido éxito y Hélène no sospecha de él como autor del robo, parte para la isla de Guadeloupe. Al llegar a Basse-Terre se presenta y el oficial invita a Cirilo a pasar a su habitación. Charlan y Cirilo, perfectamente confiado, le muestra la carta que le ha entregado la inocente Hélène. Excuso decirte cuál no sería la sorpresa del oficial al leer y conocer su contenido: una orden de muerte. En ese momento comprende el verdadero carácter de Hélène y queda desarbolado, inerme —Mariana hizo un alto—. Piensa que te sucede a ti, que tu amante te pide que des muerte al hombre que tienes delante y que es su marido legal: te quedarías sin habla; y lo peor de todo es que tienes que reaccionar en segundos; o cumples con el mandato o descubres el juego, no hay otra. El disimulo puede servir para ganar tiempo y pensar, pero a tenor de lo sucedido no cuesta nada suponer que el oficial elige tomar una reacción inmediata. Pues bien, sin duda su reacción fue un acto de nobleza: mostrar la carta al otro. Y aquí es donde yo creo que Cirilo descubre no ya la infidelidad de su esposa, que no sabemos si conocía, sino que ella sabe la verdad acerca de su autoría del robo del oro y el horrendo acto de venganza que espera cumplir por mano ajena. La carta, por cierto, debe de existir aún, es cuestión de buscar; yo buscaría en un cajón secreto de la cómoda del dormitorio principal de La Bienhallada. No me refiero a la carta original, que ésa debió de destruirla Ruz tras pagar por ella y recuperarla, sino a la copia que él rompió en dos y dejó caer en el salón de la casa, donde tuvo la entrevista con el francés. En fin, el contenido de la carta es demoledor y revela instantáneamente a Cirilo que no hay salida: el ladrón ha sido descubierto, juzgado… y condenado a muerte. Y pierde la cabeza por unos momentos; la revelación lo ciega de tal modo que, sin darse tiempo a pensar, ve el sable del oficial, lo toma y se lo hunde en el pecho antes de que éste tenga tiempo de darse cuenta de lo que le está sucediendo. Ha de evitar que hable. El mismo golpe de espada le devuelve la cordura y entonces comprende su situación; no hay tiempo que perder y escapa. En su precipitación, olvida recoger la carta. El asistente entra en la habitación momentos después, ve a su oficial agonizando y pide ayuda; pero ve algo más: una carta cerca en el suelo y, rápido de reflejos, la rescata y se la guarda. Más tarde la leerá y comprenderá que tiene en sus manos un tesoro. Para cuando todos quieren reaccionar, Cirilo ya está lejos y, siendo como es un hombre de recursos, se las ingeniará para desaparecer sin dejar rastro. Ése es el misterio que guarda la familia: una mancha de honor insoportable. Y ésa es la verdad que las mujeres de la familia conocen, Meli incluida, y que le hicieron pagar al administrador como chivo expiatorio. La carta, o la copia de esa carta, es la que el asistente lleva a La Bienhallada con intención evidente. Supongo que el administrador pagó por la carta original, que la copia que el asistente traía consigo, rota en dos pedazos, la debió de recoger Elena después de la entrevista y la guardó, posiblemente por no ser la original, que hubiese destruido con gusto. Quizá no pudo comprobar nunca que la original que rescató Ruz con dinero la debió de destruir éste; y Ruz tampoco debió de saber nunca que Elena guardaba la copia. La maldad de Elena se manifiesta a partir de ahí; ella no hace nada por reivindicar a Ruz, sabiendo lo que sabe. En todo caso, la carta que Felisa ve en manos del administrador el día que un misterioso francés lo visita fue lo que me convenció de que ese simple papel contenía la clave de todo; después de eso, sólo tenía que poner un poco de imaginación por mi parte.
El capitán López la miraba con la boca abierta.
—Te has quedado de un aire.
El capitán cerró la boca y habló:
—Reconozco que todo se ajusta excepto una cosa: ¿cómo conoces el contenido de la carta? Sin ella, toda tu explicación se desmorona.
—Bueno, el relato de los hechos, no demasiado. En cuanto al contenido, sólo alcancé a imaginarlo cuando supe el comentario de la madre de Roberto, la hija del asistente Bernard: «Esa mujer ha muerto como se merecía», dijo refiriéndose a Hélène. Cuando entendí el sentido de ese comentario, entendí también que en la familia Ruz Bernard se sabía el secreto, por la lógica de la costumbre, así que no tuve más que volver a hablar con Roberto. Ya sé que ante un Juez no vale como prueba, pero ahí está la verdad, en boca de quien conocía el contenido de la famosa carta. Roberto me contó lo que decía la carta. Lo sabía por su madre, lo mismo que Rodolfo.
—Continúa —dijo el otro—, y ya veremos cómo lo cierras todo. Pero explícame una cosa: ¿por qué vuelve Cirilo junto a Hélène?
—No lo sé de cierto, pero puedo aventurar una hipótesis.
—Te escucho.
—¿Te gusta la de que el criminal vuelve siempre al lugar del crimen?
—No lo necesitaba, pero…, bien, sí, quizá quería vivir con sensación de normalidad.
—Confirmar que todo seguía su curso, que el robo era, ¿cómo decirlo?, un accidente sin mayores consecuencias. Cosas de la vida.
—O quizá lo perdió en la guerra, en el juego… A mí me encantaría tener una antepasada como Hélène, la verdad —empezó a decir Mariana—, y le iría contando la historia a todo el mundo para lucirme, pero cuando eres un rancio no tienes más remedio que cocerte en tu propia ranciedad. Eso es lo que les ocurre a los Fombona. En fin, lo que queda no es difícil de imaginar. Años más tarde, acabada la guerra, licenciado e instalado en su pequeña ciudad al norte de Francia, el asistente se acabó presentando en La Bienhallada. ¿Con qué objeto? Con el que te he contado. Y aquí viene lo bueno: de rebote, Rufino Ruz se convierte en víctima de una situación a la que es ajeno. Imagina lo que debió de ser para él descubrir la pasta de la que estaba hecha la mujer a la que amaba perdidamente; date cuenta de que él, que la ha amado en silencio, se hace cargo de ella creyendo que al fin ha llegado su oportunidad y lo hace generosamente. Es verdad que en una parte hay aprovechamiento de la situación de dependencia de ella, pero entra en juego también la generosidad que acompaña a la realización de un sueño imposible. Ella, que yo creo que se daba al láudano o a la morfina o algo semejante y por eso estaba siempre medio ida, no había olvidado; su situación de atontamiento era voluntaria, un sistema de autodefensa de sus propios fantasmas; sin embargo, cuando entendió lo que significaba que el asistente llegase a La Bienhallada, y a pesar de que quizá Ruz fue quien paró el golpe a costa de su propia desgracia, no pudo superarlo. A Hélène le fallaría el corazón al enfrentarse al pasado que trataba de olvidar y falleció. Por medio tuvo que haber una discusión, una discusión desesperada y un reproche que su corazón no resistió. No sabía el asistente hasta qué punto estaba vengando a su jefe. Piensa en lo que debió de ser para ella, en su día, enterarse de que su plan había saltado por los aires, que Cirilo había matado a su amante, el secreto que tuvo que guardar para el resto de su vida, su alivio al saber que no aparecía la carta que la delataba y su miedo a que se hallara en poder de un Cirilo que podía reaparecer en cualquier momento lleno de odio por la trampa en que lo había metido… Y Elena, la hija, que era de armas tomar, actúa con la sangre fría de su madre: los destierra a los dos, padre e hijo, desviando, arrojando la culpa sobre ellos. Pero Elena conoce el contenido de la carta. Es más fuerte que su madre y ella sí es capaz de guardar el secreto con entereza y sin acudir a ninguna clase de estimulantes. Porque te diré una cosa: yo sospecho que Elena también supo o adivinó quién depositó el oro a su nombre en Suiza y se lo calló de cara a la familia. Vaya temple y vaya aguante. Sabiendo lo que sabe, mantiene a su padrastro y al infeliz de su hijo bajo el peso de la culpa. Siempre me pregunté por qué un tipo como Ruz, que se había hecho cargo de Hélène y había luchado por ella contra viento y marea, se dejó derrotar tan fácilmente y ahora creo que la explicación está bien clara: toda su vida se vino abajo sin asidero alguno. No pudo soportarlo.
—En cuanto al enterramiento… —empezó a decir el capitán.
—Lo entierra el hijo, ya debes de haberlo supuesto. La investigación de la Guardia Civil acabará yendo por ese camino si no se les ha ocurrido todavía, pero no me quisiste decir nada de cómo iban las cosas y lo he tenido que comprobar por mi cuenta.
—¿Cómo así?
—Interpretando los silencios del padre Vitores, hijo, no me dabas otra oportunidad.
—Información restringida; aparte de que era sólo una línea de investigación. La verdad es que hubiera podido seguirse en su día, pero entonces la policía no tenía el conocimiento ni los medios de los que disponemos ahora.
—Da igual. Ese pobre hombre, el hijo de Ruz, que acabó demente de pura escrupulosidad, se sentía tan culpable… Siempre vivió con la conciencia de ser una carga y encima sale expulsado con un padre que se viene abajo y la convicción de que ha sido quien ha provocado la muerte de Hélène. El desamparo y la angustia de ese pobre diablo tuvo que ser cósmica. Y, por si fuera poco, cuando viene a Madrid, se le muere el padre por el camino y, como quien sigue una penitencia para hacerse perdonar sus muchos pecados, acude de tarde a la finca aprovechando la caída de la luz y lo entierra en actitud de arrepentimiento. Su suerte fue que los Fombona estuvieran en Madrid y, por lo que he podido comprobar con Felisa, que la finca se encontrase sin guarda de noche porque la tenían medio abandonada, pues aún no había empezado a explotarla Eugenio. El hijo del administrador ya debía de estar mal de la cabeza, claro, para tomar una decisión así. Y luego fingir como finge: es propio de un alma perdida. Más tarde, sabiendo de la existencia del padre Vitores, como amigo de la familia se confiesa con él para descargar su alma. Lo que nadie previó es que Rufino Ruz reaparecería después de tantos años, pero no pidiendo perdón sino pidiendo justicia.
Mariana hizo una pausa, se inclinó hacia su compañero y volvió a besarlo.
—Espabila —dijo alegremente—, que parece que te ha vuelto a dar un aire. Bien. Prosigamos. Ahora entra en escena la madre de los Ruz. Te acordarás de que comentamos que todos los hermanos tenían un móvil para asesinar si es que ella pensaba modificar su testamento. Habría que haber sabido por qué se hacía el cambio, y a quién dañaba, para localizar al asesino. Es curioso lo ciegos que nos volvemos cuando dejamos de ver el conjunto por fijarnos en el detalle. ¿Quién iba a pensar que el beneficiario de la muerte era justamente alguien en quien, estando siempre a la vista, no nos fijamos en ningún momento? Rodolfo Ruz, en principio, no ganaba nada con la muerte de Elena, pero se casaba con su heredera principal. No caí yo en la cuenta de eso, pero sí Elena; porque la desconfiada Elena hace un encargo a una agencia de detectives, la cual le entrega el resultado de sus investigaciones justo antes de la convocatoria del consejo de familia. ¿Qué deducimos de aquí? O bien el informe era sobre los extravíos de sus hijos varones o bien era sobre Rodolfo Ruz. Los hijos son reos de manipulación, de incapacidad o de vagancia, pero eso no necesita de un detective sino de una auditoría. En cambio, si Elena comprende de pronto que quien se casa con su hija no es sólo un Ruz sino también, oh fatalidad, el nieto del misterioso francés chantajista por parte de madre…, un tipo sin oficio ni beneficio que se dispone a morder en la parte más sustanciosa de la fortuna familiar además de volver a echar sobre los Villacruz la sombra del apellido fatídico: Ruz. La reunión convocada por Elena Villacruz a solas con los hijos era sin duda para desenmascarar a Rodolfo ante ellos, especialmente Amelia. Fíjate que también estuvo despachando con los abogados sobre una cuestión del mayor interés: el matrimonio con separación de bienes, sin duda en un intento de proteger a Amelia si ella se empeñaba en casarse. Está claro que Rodolfo se huele la tostada, porque debe de estar muy acostumbrado a obrar con malicia y conoce a su futura suegra; ahí las malas vibraciones tuvieron que manifestarse entre ambos. Yo pienso que la boda con Amelia la tomaba Rodolfo como una compensación, un seguro de vida y una suerte de venganza del destino, sin duda fomentada por el recuerdo del odio de su madre, una mujer consciente de la amargura de su esposo y de la suya propia, algo que el niño tuvo que mamar. Ahí es donde se junta todo, la mala conciencia de los Fombona con el viejo Ruz, el miedo a un crimen que empaña el pasado, la acogida a otro Ruz que, en cierto modo, los redime, la inoportuna aparición del cadáver, como una premonición que aviva el miedo y la alerta de Elena, el terrible y patético enterramiento… Sumemos a ello el rencor de la hija de Bernard por el trato dado a su marido y a su suegro a lo que hay que añadir la muerte del oficial del cual su padre era asistente. Y pensar que no había que ir tan lejos a buscar al oficial, que estuvo en Bayonne hasta su muerte, tan cerca de su hija casada al otro lado de la frontera con el hijo de Rufino… En fin, Rodolfo Ruz, mi antiguo compañero de estudios, por poco no me liquida a mí también. Si Elena tuvo tiempo de ver a su agresor debió de sentir una desesperación indecible. ¿Te creerás que no me cayó mal cuando lo vi en la boda? A mí es que me van los sinvergüenzas, por lo que se ve. De todos modos, no dejo de pensar que quizá sólo quiso asustarme, alejarme del asunto en el que yo estaba metiendo la nariz.
—¿Quién te mandaría a ti meterte en ese berenjenal? Lo que no entiendo es por qué te ataca. Es un riesgo innecesario.
—Porque se asusta. Yo le hice de repente unos comentarios en la boda que sospecho que le hicieron creer que eran intencionados, comentarios acerca de la muerte de Elena. Recuerdo bien la inquietud con que me miraba. Imagina su situación: cuando ya está seguro de que la muerte de Elena ha pasado por natural, aparece alguien justo el día de la boda que se dedica a sembrar la inquietud entre la familia y a transmitirle, eso sí, inocentemente por mi parte, dudas acerca de la muerte de Elena. Perdió los nervios, pero al atacarme en realidad me entregó la certidumbre que aún no tenía. Sólo que yo no sospechaba de él en ese momento. Lo que son las cosas. No creo que quisiera matarme, pero, como todos los machitos, me minusvaloró. A un hombre que le pisa los talones se le liquida si hace falta, a una mujer se la espanta. Se debía de creer que yo era todavía la chica alocada de la Facultad.
—El error fue no matarte, me parece a mi.
—O no se esperaba mi resistencia o sólo quiso asustarme y alejarme, pero en todo caso sirvió para lo contrario de lo que intentaba: me convenció de que había un crimen y un criminal. Además, no disponía de tiempo, el riesgo era enorme: tuvo que dejar a Amelia durmiendo. ¡En su noche de bodas! A veces me inclino a creer que lo inesperado de mi resistencia le hizo huir y otras, en cambio…
—A ti es que te va la marcha.
—¿Atisbo un toque de celos?
—Bah, qué dices. En fin, si no te hubieras dedicado a atacar los nervios de toda la familia, no te habría ocurrido nada.
—No sé qué decirte.
—Vale. Sigue. ¿Cómo mató a Elena?
—Rodolfo, un chico malcriado convertido en tramposo profesional, en apariencia redimido desde la muerte de una madre a la que estaba muy unido, a quien su hermano, que lo conocía bien, ayudaba a distancia, no acababa de caerle en gracia a Elena a pesar de su apariencia educada; no dejaba de ser un Ruz para ella. Nuestro amigo Rodolfo no dudó un minuto acerca del sentido de la convocatoria en cuanto supo de ella. Ese mismo día, durante el almuerzo, se las arregla para hacerse con la llave de Amelia, va al piso, mata a Elena, acude luego a su cita con Amelia en el Saint Paddy, reintegra la llave al bolso y la acompaña al piso de su madre, que está muy cerca. Y allí se encuentran ambos con el panorama que ya conocemos. Vaya cuajo.
Mariana se quedó mirando triunfalmente al capitán López. Estaban los dos sentados en la cama, frente a frente, apenas cubiertos por las sábanas. El capitán tardó aún unos segundos en reaccionar.
—Lo primero de todo —pudo decir, al fin— es que eso no puedes probarlo.
—No sé si quiero probarlo. Pero si me empeño… Lo que ocurre es que no es mi caso. Y que, de la misma manera que los Fombona me hicieron el vacío, parece de justicia que yo se lo haga ahora a ellos y les deje con un criminal en la familia, esta vez sí. Porque te recuerdo que Rodolfo es ahora el esposo de Amelia. ¿Qué puedo hacer, si no? ¿Advertir a Amelia que se ha casado con el asesino de su madre? No va a aceptarlo. ¿Contarlo a sus hermanos? Si me creen, es desatar la guerra entre ellos y, conociéndolos, preferirán no creerme. Claro que, si hablo, les va a quedar siempre por dentro la duda y con lo codiciosos y miserables que son, aquello puede acabar a tiros. La verdad es que no soy tan mala como para sembrar la cizaña entre ellos, pero ganas no me faltan. ¡Menudo espectáculo! ¿Y decírselo a Meli? Ella tiene carácter, sí, porque es otra Elena. Yo, en este asunto, soy una outsider. El padre Vitores sabe bastante; y Roberto sospecha la verdad acerca del enterramiento de su abuelo. Ambos me dieron pistas suficientes con silencios significativos. Y no van a actuar. No es fácil si nadie quiere. Si Meli me mostrase la carta, porque ellos la guardan, seguro, estaría dispuesta a ayudarles. A lo mejor hablo con Meli y que ellos decidan. O hago lo que tengo que hacer y me voy directamente a poner mi convicción personal sobre esta historia en manos del fiscal para que investigue.
—No se puede dejar impune el crimen, pero sin pruebas… —hizo una pausa y se la quedó mirando—. ¿Y cómo llegaste a pensar en Rodolfo? Tú misma dices que lo tenías apartado, fuera de sospecha, y yo lo puedo corroborar porque cuando me contaste todo este lío al volver de la boda no te oí hablar de Rodolfo para bien ni para mal.
—No me lo recuerdes. Yo sería una mala detective. Sólo caí en la cuenta a causa del segundo apellido. Cuando vi la tarjeta de su hermano casi me caigo al suelo. Bernard, el apellido del asistente del oficial francés. Su hija era, indudablemente, la madre de los chicos Ruz; no había espacio para la casualidad. No quiero decir con ello que indujera al pequeño, que debía de ser su niño mimado, a casarse con Amelia porque la madre ya había fallecido años antes, pero indirectamente lo que ella tuvo que soportar en vida cayó sobre Rodolfo, el hijo mimado que vive al día y cuyo futuro se achica a medida que pasa el tiempo sobre él. Hasta ese momento yo lo había tenido fuera de toda sospecha, pero era el único que podía ganar algo con la muerte de Elena. Si dejaba pasar un solo día más, todo su montaje, la boda, el futuro, todo se venía abajo. De todos modos, reconozco que debe de tener temple… y experiencia; porque improvisar así, sobre la marcha, con esa rapidez de reflejos y esa eficacia en la ejecución… No sería malo estudiar su pasado, a lo mejor aparece en alguna ficha comprometedora. Nadie actúa así por primera vez.
—Eres de lo que no hay —dijo el capitán López atrayéndola hacia él. Mariana se dejó llevar con tal sonrisa de satisfacción inocente que cambió el gesto de admiración del otro por un largo abrazo.