Volvió a salir tarde del Juzgado y esta vez no había nadie en el vestíbulo esperándola. Antes de abandonarlo se ocupó de hacer una reserva a confirmar en un pequeño hotel escondido cerca de Llanes, en Asturias, para el puente. Le pidieron que confirmase cuanto antes y se le hizo un pequeño hueco en el estómago. Caminó aprisa por las calles porque se estaba levantando una humedad fría que calaba los huesos. En su casa no habría cena porque esa mañana, con el despertar tan malo que había tenido, no se acordó de dejar una nota a la asistenta. De hecho, ni siquiera fue a almorzar y tomó una especie de plato combinado que le sirvieron en la cafetería, un arroz a la cubana y un batido de vainilla. Otra vez la presencia cubana. Se quedó por trabajo y aún no había resuelto todo lo que planeó hacer cuando abandonó el Juzgado a la caída de la tarde. Andaba deprisa, como si la amenazase un aguacero. La iluminación nocturna era un poco tristona en aquella parte de la villa. Saludó a dos o tres personas por el camino y llegó a su casa. Antes de entrar en el portal recapacitó y se dio la vuelta en busca del supermercado.
Lo tenía a tres calles de distancia y se entretuvo en buscar alguna exquisitez. No era el palacio del gourmet, precisamente, ni éste ni ninguna otra tienda de comestibles con la excepción de una casa de ultramarinos de solera que se encontraba demasiado lejos para su ánimo. De todos modos encontró anchoas y endibias y una lata de berberechos de Carril, que eran su debilidad. Compró soda y whisky y aceite de oliva virgen para el desayuno y una barra de pan y volvió a casa con el espíritu más descansado. Al precio de la soledad, una de las pocas cosas que le resultaban realmente gratificantes era la retirada a casa, después de una jornada de trabajo, para servirse una copa, descansar, ver las noticias por la televisión, cenar pronto, servirse una segunda copa, ésta ya mucho más relajada, y ponerse a leer tranquilamente hasta que le entrara el sueño.
A menudo escuchaba también música clásica y, en ocasiones, algo de jazz; no cualquier jazz sino sólo un período muy específico: le gustaba el entorno de Ellington, el Duque y cualquiera de sus músicos. Cuando trabajaba en el bufete, un cliente le había regalado un long play titulado Everybody knows Johnny Hodges y de ahí arrancaba todo. Lo conservaba aún, junto con otros muchos vinilos que ya se habían convertido en una rareza, pero ahora sólo compraba discos compactos. Con la música no podía acompañar la lectura, pues se quedaba embebida en ésta y no era consciente de aquélla, de manera que en esos casos la usaba como ruido de fondo, porque era agradable detenerse en un párrafo o una escena que le llamaba la atención y encontrarse de pronto sorprendida por una música familiar. Cuando quería escuchar música dejaba la lectura a un lado. Música y lectura. También escuchaba boleros y música melódica de esa clase.
Llegó al portal y respiró hondo. Ya estaba en casa y podía recogerse. Leer o escuchar música. La cosa se ponía bien. A pesar del cansancio, el trabajo le resultaba grato y por eso mismo lo aceptaba como una consecuencia lógica. «Es un cansancio sano», se dijo animosamente mientras se entretenía en buscar las llaves.
Al recoger la correspondencia del buzón, el corazón le dio un vuelco. Había un sobre de inequívoca procedencia. Dejó la bolsa de los ultramarinos en el suelo y se apresuró a abrirlo. Era un fax, procedente de Francia y fechado en ese mismo día, que le enviaba el capitán López. El contenido era un primer resultado de las averiguaciones del capitán y, aunque no aparecían datos relevantes o que ampliasen la información sobre el oficial francés, sí aparecía mencionado su asistente en Basse-Terre, ya fallecido. El dato era tan revelador que por unos momentos dejó de ver el texto, como si la hubiera deslumbrado. En el fax se hacía referencia al asistente del oficial sólo por su apellido. El apellido era Bernard. Entonces todos los hilos se anudaron en su mente. Presa de la agitación, extrajo su cartera del bolso y buscó la tarjeta que le entregara Roberto Ruz y volvió a leerla a la luz del portal. Al hacerlo le sacudió una emoción tan intensa que hubo de buscar apoyo en el pasamanos de la escalera tratando de asimilar lo que tenía ante los ojos. La tarjeta rezaba: ROBERTO RUZ BERNARD. GESTORÍA Y ADMINISTRACIÓN DE FINCAS. AGENTE INMOBILIARIO.
Entonces comprendió que la paloma había vuelto al nido, pero no era una hembra.