—¿Roberto Ruz?

La voz, bronca y contenida a la vez, que Mariana recordaba bien, respondió con un cierto deje metálico, propio de la vía manos libres que ella había pulsado en su teléfono por comodidad.

—Soy yo, dígame.

—Mariana de Marco al aparato, espero que me recuerdes.

—¡Claro! —ahora la voz sonaba animosa también—. Mariana de Marco, la Juez de Villamayor, ¿qué tal estamos?

—Bien, Roberto. Gracias. Voy a molestarte unos minutos si no te importa.

—Con gusto. Adelante.

—Se trata de hurgar un poco en tu memoria. Después de la salida de tu abuelo de la finca de los Villacruz tuvo que haber comentarios en tu familia, comentarios sobre lo sucedido, esas cosas de las que se habla de tarde en tarde porque surgen en alguna conversación y que vienen a ser un poco historia de la familia.

—Sí, supongo que sí. ¿Te refieres a algo en concreto?

—Me refiero a una carta, el contenido de una carta que tu abuelo debió de tener en sus manos…

—¿Una carta? —interrumpió Roberto; la voz sonó forzada o extraña.

—Una carta que llevó a La Bienhallada un señor francés…

—No me suena —dijo tras un largo silencio.

—Que tenía que ver con un asesinato en Guadeloupe, en el Caribe.

—Ahora recuerdo —Mariana advirtió que estaba improvisando—. Mi madre habló alguna vez de Guadeloupe, pero no de un crimen; su padre, mi abuelo materno, estuvo allí durante la Segunda Guerra Mundial, apoyando la resistencia del general De Gaulle. De hecho regresó a Francia al año siguiente al fin de la guerra, coincidiendo con que Guadeloupe se convirtió en un département francés. Pero no recuerdo que se mencionase ningún crimen.

—Tampoco se mencionó a Cirilo Villacruz o a Hélène Giraud.

—Hélène es la que estaba casada con mi abuelo Rufino.

—Exactamente.

—Bueno, mi madre le tenía una manía total, yo creo que por la pena que le daba ver a mi abuelo tan tocado después de toda la historia. La odiaba. A ella y a su hija, Elena. A ésta, más aún. Si llega a vivir para ver a su querido Rodolfo casado con Amelia, se muere del disgusto. Pero ahora que lo pienso, recuerdo haberle oído decir en alguna ocasión que Hélène murió como se merecía.

—Como se merecía… —dijo Mariana pensativamente.

—¿Qué pasó en Guadeloupe? —preguntó Roberto; la pregunta tampoco sonó inocente.

—¿De verdad que no has oído hablar del asesinato?

—Ni una palabra.

—No hace falta, hombre, te creo. Es que es raro, por lo que tiene que ver con vuestro propio destino, que nunca se haya mencionado en tu casa.

—Igual lo mencionaron alguna vez y yo no lo recuerdo. De todos modos te diré que en casa hemos sido siempre muy reservados. Mi mujer, para que te hagas una idea, me reprocha lo mismo.

—¿Reservado tú? Pero si eres un lenguaraz —¿advertiría Roberto su sorna?

—Pues ya ves lo que es la fama. Algo de razón tiene, sin embargo. Esas cosas se pegan de pequeños y ya no se desprende uno de ellas. Se puede mejorar, pero siempre queda el poso.

—Vale. Un día que vaya por ahí me presentas a tu mujer, que ya le diré yo lo que pienso al respecto.

—Mejor no le digas nada, no empiece a pensar mal, que las amatxos son muy suyas. Oye, y ya que estamos hablando de todo un poco, ¿tú es que no tienes bastante con el trabajo del Juzgado?

Mariana se echó a reír.

—Es mi naturaleza —respondió.