A la mañana siguiente, después de haber dormido con sueño pesado y un torbellino de imágenes que la dejaron molida, se metió a tientas en la ducha haciendo un esfuerzo de voluntad y a medida que la cubría el agua y se despertaba, la dulce habanera volvió a su cabeza, abriéndose paso entre la memoria de los asuntos que le tocaba despachar ese día. Se le había metido hasta dentro. Decidió ir caminando al Juzgado para despejarse y en el camino se detuvo en la cafetería a desayunar. Zumo de naranja, sobao y café con leche. Miró el sobao como si fuera un inmenso y amenazador taco de mantequilla y a continuación se dijo que se merecía un dulce.
—Buenos días, señora Juez, hoy se ha puesto fresquita la mañana —le dijo la camarera.
—Mientras no empiece a llover…
—Pues falta está haciendo.
Era la misma cafetería de la que la tarde anterior escaparon para no sentirse observados, pero ahora sin la gente ociosa del atardecer. Los últimos viajes le habían hecho ver en toda su crudeza la pequeñez de una villa provinciana. El progreso mental no seguía el mismo ritmo que el progreso material, eso era evidente.
Cuando
salí de La Habana
¡válgame Dios!…
La cafetería estaba vacía. La señora de la limpieza pasaba la fregona entre las mesas, sobre las que reposaban las sillas puestas del revés para dejar libre el piso. La camarera estaba limpiando a su vez el grifo de la cerveza como si la recaudación del día dependiera de su brillo. A partir de las once todo el mundo saldría de las oficinas o tiendas próximas para acercarse a tomar un café o una cerveza y la cafetería se llenaría de voces, de humo, del ruido de las tragaperras y de la televisión que no mira nadie.
Mariana reconoció con sorpresa que no le apetecía trabajar. Hubiera preferido quedarse en la cama pretextando unas décimas, pero estaba mentalmente incapacitada para colocar ese tipo de mentiras y menos aún para dejar de acudir a su trabajo. Una vez más se preguntó de dónde habría salido la puritana que llevaba dentro. Hoy le pesaba no ya el trabajo sino la idea misma de tener que trabajar. Con lo feliz que se hubiera quedado en la cama, en el entresueño o quizá durmiendo a pierna suelta de nuevo. Estaba cansada. Había dormido, pero no había descansado.
Recordaba vagamente que en el sueño aparecía Amelia regañándola. Cuando Mariana tenía esos sueños pesados, las historias que corrían por su cabeza dormida solían ser enormemente complicadas: lo eran tanto que parecían anudarse unas a otras y al despertar una especie de agarrotamiento mental las anulaba, un agarrotamiento que se convertía en la única huella de su sueño, pues le resultaba imposible recomponerlo. Le hizo gracia que hoy sólo pudiera rescatar esa imagen de Amelia regañándola; aparecía furiosa de verdad, le soltaba una bronca tremenda y entonces también le vino a la memoria una sensación de temor; pero no, no era de temor, era de desnudez y frío, como si quedara emocionalmente desnuda y expuesta a la intemperie en medio del sueño, una sensación que la recorrió ahora, ante la barra de la cafetería, sin venir a cuento. No tenía memoria de las imágenes y mucho menos de las historias cruzadas del sueño, pero sí de la sensación que conllevaban, hasta el punto de poder reproducirla con exactitud en ese momento. La sensación la invadió de lleno y le provocó un estremecimiento involuntario.
—¿Tiene usted frío? —dijo la camarera de repente. Mariana se dio cuenta de que, aunque aquélla estaba dedicada a la limpieza, no le había quitado el ojo de encima desde que entró.
«Te odian porque no les dejas olvidar». La frase de Mansur se cruzaba ahora con la canción y ella se había convertido en un receptáculo de impresiones que la zarandeaban, pensó. ¿Qué era lo que no les dejaba olvidar a ellos? ¿La muerte de Hélène? Vaya motivo. Era melodramática, era excesiva, era quizá impropia según el criterio de la familia… y era decimonónica. No había razón alguna para distanciarse de Mariana como lo habían hecho ellos, al fin y al cabo era una invitada, y mucho menos para hacerle sentirse una intrusa en la boda. Ninguna razón podía justificar semejante falta de educación. Alternativamente se indignaba y se deprimía al recordarlo. De pronto se encontró mirando su mano derecha vacía: se había comido el sobao sin darse cuenta.
Se preguntó dónde estaría ahora el capitán López. Quizá acababa de dejar a sus hijos en el colegio mientras su mujer se quedaba haciendo la casa y recogiendo todo lo que habrían dejado tirado por el suelo. Solía ser madrugador. Debía de ser también bastante puritano, el servicio y la disciplina ayudan, además.
A través de la cristalera vio pasar al Juez Bermúdez camino del edificio de los Juzgados. ¿Cuánto tiempo le quedaría aún a ella en aquel Juzgado? Existía una posibilidad de pasar a lo penal en exclusiva, por medio de exámenes de especialización, y estaba resuelta a intentarlo. En todo caso, la villa la ahogaba y tampoco deseaba llegar a una Audiencia Provincial demasiado tarde. Entre sus aspiraciones no estaban las altas esferas de la Magistratura, se conformaba por de pronto con ser titular de un Juzgado de lo Penal, que era su vocación y a lo que había dedicado su vida profesional como abogada antes de que el divorcio la obligara a dejar el bufete en el que participaba junto con su marido y otros socios. Permanentes situaciones injustas y discriminatorias. El Juez Bermúdez era un ejemplo perfecto de macho dominante, no tanto los otros tres jueces de Primera Instancia e Instrucción. Uno de ellos cambiaría de destino en un mes y precisamente venía a sustituirle otra Juez. Mariana se refociló pensando en el reconcomio de Bermúdez.
Terminó su café. Dos hombres habían entrado y charlaban al otro lado de la barra e intercambiaban bromas con la camarera. Hay gente que está de buen humor desde por la mañana. Ella solía levantarse así, pero no en los últimos tiempos. Desde que acabó el verano y, en especial, desde la vuelta de la boda, notaba un cambio de carácter. Había pasado el verano con una pareja amiga remontando el Danubio, bien en barco unos tramos, bien en coche otros, parando aquí y allá, hasta la misma Budapest. En realidad lo que le fascinó fue Hungría, especialmente la parte comprendida en el llamado meandro del Danubio. Budapest le gustó mucho más que Viena; había sido su gran descubrimiento. Viena o las ciudades alemanas eran atractivas, pero el encanto de Budapest la dejó subyugada, hasta el punto de que gastó cuanto le quedaba en pasar los tres últimos días en un hotel de gran lujo del barrio del Castillo, del cual se enamoró perdidamente. Quizá después de semejante viaje al corazón de la Europa Central el regreso a Villamayor le afectó como un contraste demasiado violento, no sólo por la diferencia de magnitud urbana sino porque el tiempo y la Historia no pesaban allí un gramo. Sin embargo, pensaba ella, cuando un contraste así te afecta tan poderosamente se debe a que deja al descubierto suficiente materia podrida como para que el espíritu se resienta. La pequeña vida de Villamayor se lo parecía más que nunca y, aunque apreciaba mucho aquellos paisajes y aquella tierra, su educación urbana y sus gustos la empujaban en otra dirección. Ése era quizá el punto malo de un oficio como el suyo: que la tenía sujeta a un sistema de escalafón muy alejado de su carácter y de su concepción de la vida. Pero la vocación, de momento, la sostenía allí.
—No se puede tener todo en esta vida —suspiró. La camarera, creyendo que se dirigía a ella, contestó:
—Y usted que lo diga.
Mariana rió y se dispuso a pagar. Había empezado a sonar una música proveniente del aparato de radio portátil que estaba en una de las estanterías. Era una música ligera y grata y entre eso y el desayuno Mariana se sintió con fuerzas para despegarse de la barra y echar a andar hacia el Juzgado.
Mientras caminaba, recordó que tenía a la vista un puente de tres días y se le encogió el corazón, como cuando de niña se disponía a cometer una travesura. La causa no era el miedo; o bien pensado sí lo era: lo era a lo que pudiera suceder. Había forjado un plan. Se le ocurrió la noche anterior, dando vueltas en la cama antes de dormirse. Era una improvisación que no debería alargarse más si no quería tener problemas y también era una cabezonada. Quizá por eso había dormido después mal, pero estaba decidida. La fortuna sólo acompaña a los audaces y precisamente eso era algo que a ella le sobraba. Entonces volvió la canción, como si pretendiera darle ánimos. Se dejaba llevar por una cuerda sentimental.
Cuando
salí de La Habana
¡válgame Dios!…
También Cirilo Villacruz salió un día de La Habana, recordó Mariana, y vino a España y se casó con Hélène Giraud.