Al día siguiente estaba en su despacho, recogiendo y ordenando papeles. Cuando salió ya era tarde, como de costumbre. Al capitán López lo encontró en el vestíbulo, vestido de paisano y en actitud de espera. Mariana se acercó, sorprendida.

—¿Tenemos novedades? —preguntó con una sonrisa.

—Ninguna. Pasaba por aquí y me dije que quizá estarías trabajando aún.

—Para no perder la costumbre —añadió ella—. ¿Puedo invitarte a tomar algo inocuo? ¿Una cerveza? ¿Un café con leche?

—Una cerveza.

Mariana recordó otra vez la noche de Año Nuevo en la que estuvieron bailando y suspiró. López era mucho más que el capitán de la Brigada Judicial: era un compañero; un tipo de fiar, además. Una joya de hombre. No era su ideal, aunque reconocía todo su mérito, pero no dejaba de sentir que era una lástima que tuvieran que trabajar juntos. Caminaron un rato. Ese anochecer empezaba a hacer frío. Cuando entraron en la cafetería, Mariana se percató en seguida de algunas miradas que cayeron sobre ellos y se dio la vuelta.

—¿Adónde vas? ¿No íbamos a tomar una cerveza?

—Sí, pero te invito a mi casa. Este sitio es muy desapacible.

Fuera del núcleo de calles de tapeo y copas, la llamada zona húmeda, la villa estaba ya medio desierta. Algunos caminantes apresurados, empujados por el frío incipiente, pasaban como sombras. Mariana estaba inquieta, desazonada, con hormigueo en el estómago, y andaba deprisa. El capitán López caminaba en silencio a su lado. Debió de notar algo en ella porque le preguntó si estaba preocupada. Mariana sonrió una vez más.

—Nada. Puro estrés, me parece a mí. Bueno, ya hemos llegado.

Subieron al piso. Ella soltó el bolso y el abrigo y fue a buscar unas cervezas.

—Estoy un poco disparada —dijo tras descalzarse y recoger las piernas en el sofá.

El capitán López, con el vaso en la mano y en pie, miraba alrededor apreciativamente. Mariana se recostó buscando el hueco entre el brazo y el respaldo y le observó.

—¿Te parece bien? —dijo por fin.

El capitán se sobresaltó ligeramente.

—Estaba mirando —respondió tras un titubeo—. Está muy bien, es muy agradable; el salón.

—Ya he visto que lo estabas mirando. Ponte cómodo —dijo señalando el sillón que acompañaba al sofá.

—Es la primera vez que entro en tu casa —dijo el capitán tras unos segundos de silencio. Estaba sentado en el sillón sin apoyarse en el respaldo. Mariana cambió un par de veces de postura, como si hubiera perdido el sitio.

—No es gran cosa —comentó—, la mayoría de los muebles no son míos. Ni el piso, claro —dijo después.

—Ah, ya veo —pareció que la anterior confesión lo aliviaba—. De todas maneras está bien puesto, con gusto. Quiero decir… los detalles.

—Ésos sí son míos —Mariana rió.

Pensó que no había sido una buena idea subir a su casa. La vida en la villa era tediosa y brutalmente reducida. Había ojos tras las ventanas, oídos en las esquinas y en los bares, murmullos de casa en casa, comentarios a media voz, todo lo que un lugar pequeño y aburrido puede dar de sí para entretener a sus habitantes ahítos de mórbida cotidianeidad, y por eso no había querido sentarse a charlar en la cafetería. ¿Sólo por eso? Es muy incómodo exhibir intimidad ante los demás, por inocua que sea; pero ahora, en cambio, en la casa, ambos se sentían extraños o quizá cohibidos, como si estuvieran haciendo algo inconveniente.

Hablaron un poco de todo y ella se dio cuenta de que la situación no era cómoda para ninguno de los dos, así que al poco rato se deshizo el encuentro. Mariana se despidió con un beso en ambas mejillas, quizá para compensar con ese cálido gesto el frío del encuentro, y él le respondió de la misma manera. Cuando se quedó sola sintió a la vez alivio y desánimo; tenía la misma sensación de cuando la monja, en el colegio, la cogía en falta. Regresó al salón despacio y se cubrió la cara con las manos en un gesto de desahogo; la frente y los pómulos le ardían. Mientras volcaba los vasos en el fregadero y echaba al cubo de basura las botellas vacías de cerveza, la canción regresó a su mente. Se sentía como en el colegio y en el mismo momento de salir de clase después de la regañina, sólo con ganas de salir corriendo con las amigas y olvidar aprisa, muy aprisa. La canción seguía allí.

Si a tu ventana llega

una paloma

trátala con cariño

que es mi persona

cuéntale tus amores

bien de mi vida

corónala de flores…

La paloma. El recuerdo. Los recuerdos. Mansur le había dicho: «Te odian porque no les dejas olvidar». Se dirigió a la ventana y la abrió de par en par. Nadie en la calle. El capitán López estaría ya camino de su casa. O quizá no, quizá estuviese dando vueltas y pensando, como ella. El cielo estaba opaco, una masa indefinida sin color apreciable. La paloma era la habanera más irresistiblemente romántica que había escuchado en su vida. ¿Por qué acudía a ella desde tan lejos, tan lejos como la época de su amistad con Amelia, de los fines de semana en la finca, de los amores desenfadados? ¿Acaso pretendía decirle algo acerca de la historia inconclusa que había descubierto? «Te odian porque no les dejas olvidar». Pero Mansur no sabía apenas nada de la historia, su frase era una licencia poética. ¿O había vuelto ahora la canción como la paloma que llega a la ventana? O quizá era Rufino Ruz quien se la cantaba al oído desde el otro mundo. Porque aquélla era una historia de amor truncada por la distancia que los Villacruz pusieron con los Ruz. Y ahora un Ruz volvía, acababa de volver al nido de los Villacruz.

… corónala de flores

que es cosa mía.

Ay, chinita que sí

ay, que dame tu amor

ay, que vente conmigo

chinita

a donde vivo yo.

Por la ventana abierta, por donde ella miraba al cielo, la calle, las sombras, los pasos que resonaban por la acera en el silencio, las luces de las farolas… le producían una desazonante sensación de vacío. Los días se hacían más cortos. El otoño entraba bruscamente con su mezcla de nostalgia y desamparo y ella estaba llena de confusión.