El asesino de Elena Villacruz había cometido un error. El error fue atacarla a ella, pensaba Mariana. Hubo un momento en el que, dando vueltas a aquella agresión, llegó a pensar si no habría sido Marcos Fombona el autor. Tenía que estar necesariamente furioso o fuera de sí, por el enfrentamiento que tuvieron ante su dormitorio y por la humillación de haber sido descubierto; este último asunto quedó entre Mariana y él, porque nadie más se enteró de lo que ella había encontrado en el dormitorio, pero eso hacía precisamente más degradante su situación, pues le ponía a sus pies y le confirmaba, de la peor manera posible, lo turbio y vergonzoso del deseo que no se había atrevido a confesar. Pero no era motivo suficiente para matar a alguien, así que no podría haberla atacado por esa razón sino porque realmente fuera el asesino de su madre. Ahora bien: de todos los hermanos, Marcos era el que menos al tanto estaba de sus sospechas acerca de la muerte de Elena, así que ¿por qué iba a elegirla como blanco? Salvo que algún comentario entre los hermanos… Quienquiera que fuese el autor de la agresión, la llevó a cabo porque se sentía amenazado. Mariana trató de repasar su trato con cada uno de ellos durante la boda por ver si encontraba alguna pista. En vano.

Aquel día quedó confirmado no sólo que la muerte de Elena había sido un crimen sino que el asesino estaba en la boda. Seguía descartando a Amelia a pesar de las insinuaciones del capitán sobre la fuerza que ejerció contra ella aunque era cierto que, en buena lógica, a un hombre le debería haber costado menos ahogarla, precisamente por su mayor fuerza. Lo que el capitán López quiso decir era que si consiguió librarse del ataque, pudo ser porque el atacante fuera una mujer. Bien, pero ella, Mariana, no era precisamente débil. Sea como fuere, le costaba concebir a Amelia asesinando a su madre y, sobre todo, simulando ante Rodolfo el momento en que ambos la encontraron muerta en su casa. Además, ella tendría que estar en la suite nupcial con Rodolfo, en su noche de bodas: era un riesgo altísimo escapar en plena madrugada del lecho para saltar al jardín y entrar por su balcón, y más aún si lograba su objetivo: matar a Mariana. «¿Y por qué no? —se dijo—. Muchos crímenes se cometen a la desesperada y en un golpe de audacia obligado por la necesidad. ¿Sería posible, la paloma…?».

El paso más importante, además de la sinuosa conversación con el padre Vitores, cuya manera de guardar silencio había sido tan expresiva acerca de la verdad del increíble asunto del enterramiento del administrador, fue, sin duda, la conversación en el bufete de abogados que se ocupaba de los asuntos de Elena Villacruz. No pudo, lo que ya esperaba de antemano, conocer los términos en los que Elena deseaba modificar su testamento, pues lo imponía el secreto profesional, pero sí comprobó que, en efecto, pensaba modificarlo. Lo único que le produjo un ligero desconcierto fueron dos hechos; el primero, que los propios abogados le facilitasen el contacto con una agencia de detectives privada. Cuál fuera la encomienda que deseara hacerles Elena quedaba en el misterio, pero no resultaba difícil deducir que tenía todo que ver con la modificación del testamento. El segundo hecho que le llamó la atención fue saber que a la reunión también estaba convocada Meli, su nieta. En cuanto a otras consultas aparte de las referidas a sus disposiciones testamentarias, parece que sí hubo una cuyo contenido el abogado entendió que estaba autorizado a revelar. Mariana sólo quiso saber entonces si Meli estaba incluida en el primer, y único, testamento, documento que ya era público, y el abogado pudo explicitarle que no, que Meli no estaba incluida en el primer testamento. No era mucho, pero era más que suficiente. Ahí estaban las piezas del rompecabezas: se trataba de armarlo aunque faltasen algunas con la esperanza de que el dibujo, de todos modos, se dejara ver. También pudo saber que Elena se interesó en otras cuestiones —ésta no era una información afectada de confidencialidad—, como el régimen de separación de bienes o asuntos de herencia, relacionadas con las liquidaciones a la Hacienda Pública.

El otro polo de información de importancia fue Felisa, con la que habló por teléfono. Sí, ella creía haberle dicho ya que Elena estaba en la casa el día en que llegó el francés. Probablemente Mariana no le dio importancia en su momento a este punto, pero ahora adquiría una relevancia extraordinaria. En tal caso, Elena supo desde el primer momento de qué se trataba aquello que el francés vino a tratar y, lo que es más importante, debió de hacerse con la copia de la carta y ahí descubrió el contenido. Ella dejó al administrador acudir a Madrid para hacer efectivo el chantaje y recuperar el original. Mariana seguía pensando que Ruz debió de deshacerse de él apenas llegó a sus manos, lo cual quería decir a su vez que aquello quemaba, pero al regresar encontraría a una Elena expectante porque ya conocía el contenido. Una expectación dolorosa, pues ella no podía confesarle ni darle a entender que conocía el texto de la carta gracias a la copia rota en dos pedazos. ¿Se atrevió a preguntar? ¿Se limitó a seguirle con toda atención, tratando de averiguar si el papel seguía en sus manos? Nadie sabe.

Pero lo peor, lo que teñía toda su actitud de ignominia, era que, sabiendo lo que sabía, expulsara de casa a su padrastro y al hijo, hiciera caer sobre ellos el peso de la culpa y permitiera que el hijo cargase con la horrible pesadumbre que destrozó su vida. Posiblemente fue ese acto de maldad el que dejó inane y desarmado al administrador, que, al contrario que su hijo, sí tenía arrestos para hacer frente a la situación con dignidad. Es decir: eso añadido al contenido de la maldita carta, a la que no había modo de acceder.

Por otra parte, ¿habría entendido Elena lo que significaban los huesos del administrador? ¿Habría sospechado de inmediato quién fue el autor de aquel ritual de penitencia? Mariana, ahora, estaba casi segura de que así fue, de que justo unos días antes de morir, en cuanto se supo la identidad del cadáver y aun antes, quizá, ella había sabido perfectamente que era el hijo quien había enterrado y obligado a su padre, Rufino Ruz, a humillarse después de muerto ante la familia Fombona.

Y la paloma de hierro alejó a su rival y acabó con él para asegurar su propiedad, como única heredera legítima de su madre. Ella fue quien lo enterró en vida y ella la causante última de que lo enterraran en La Bienhallada. De todos modos, el impacto del descubrimiento debió de ser formidable.

Una última idea rondaba por su cabeza. ¿A quién correspondía el informe que la agencia de detectives entregó presumiblemente a Elena? ¿Tenía algo que ver ese informe, o lo que fuera, con la entrada de Meli en escena? ¿Iba a ser Meli la principal beneficiada en ese testamento en detrimento de sus tíos y de su propia madre, que ya había sido beneficiada en el primero sobre los demás hermanos? Lo lógico es que el informe se refiriera a alguno de los hombres, pues Amelia sólo tenía que perder con la muerte de su madre, pues era la favorecida. Pensó en Meli, la nieta de la paloma de hierro, otra paloma de hierro, a diferencia de su madre, que sólo era la muchacha acodada en la ventana, pero tan capaz de matar como su abuela si se diera el caso. El ojo de la abuela reconocía en su nieta lo que no encontraba en sus hijos. Meli no tendría dificultad alguna en enterarse del nuevo rumbo de las cosas, quizá su abuela le hubiera adelantado algo; también tendría franca la entrada al piso de Elena… Tuvo que haber sido una actuación rápida, sobre la marcha, pero le sobraba decisión. Y si todo ello era cierto, a su vez quería decir que Meli era quien había intentado matarla a ella… Ahí se detuvo.

Todas sus sensaciones le decían que no era Meli la persona que estuvo montada sobre ella tratando de ahogarla con la almohada. No era que no pudiera ser, no porque Meli no fuese más fuerte que ella, sino porque no era, simplemente. Las percepciones no engañan y su percepción le decía que no, que no era Meli, que el modo, la presión y la fuerza que emplearon contra ella se correspondían con un hombre, no con una mujer. De pronto recordó el sonido de su aliento, el jadeo del esfuerzo, y algo en el fondo de su mente le sonó a conocido. No era una percepción estrictamente memorística sino intuitiva, su famosa intuición. O quizá empezaba a intervenir la memoria. Tendría que haberle dado más vueltas a su memoria del ataque, ciertamente; al fin y al cabo, puesto que el asesino estuvo montado sobre ella durante todo el forcejeo, algo, un olor, un sonido, un detalle, tendría que ser reconocible.

Aún le faltaba la información clave: la carta. Es verdad que ésta no atañía a la muerte de Elena, pero era cierto que toda la sucesión de desastres provenía de aquella carta; no de la copia que el chantajista francés, que no podía ser otro que el asistente del oficial amante de Hélène, llevó a La Bienhallada sino la que Cirilo Villacruz presentó en Basse-Terre: allí empezó todo. En cuanto a Elena, ¿tendría que entrevistarse con la agencia de detectives? Era otra vuelta a Madrid y estaba ya cansada de tanto movimiento, pero quizá lograse sonsacarles algo. Aquí el secreto profesional podría ser más flexible, más maleable, según de quiénes se tratase. Estaba a punto, a punto de dar con el quid de todo el embrollo y eso era lo que la tenía como en ascuas.