Durante el viaje de vuelta de Madrid, Mariana dispuso de cinco horas para meditar acerca de la historia de los Villacruz y de cómo se había ido apoderando de ella, pero poco a poco su pensamiento se fue desviando hacia el asunto de la amistad. Desde el colegio, y luego en la Universidad, hizo amistades, sobre todo femeninas si se trataba de hablar de amigas y no de personas conocidas, que poco a poco habían ido decolorándose, pero que, en esa zona de mayor o menor evanescencia, permanecían con perfiles pálidos en su vida del mismo modo que determinadas características adquiridas te siguen acompañando siempre, independientemente de tu voluntad. Pueden ser características secundarias e incluso poco atendidas, pero ahí están, formando parte de tu vida. Así sucedía con esas amistades: aunque el contacto se dilatase y fuera irregular, el extraño hilo de la amistad emocional (porque era exclusivamente emocional esa clase de trato) siempre estaba ahí; tirabas de él y al otro lado aparecía esa amiga semiperdida como si los años no hubieran pasado por ella. Después, a medida que el reencuentro avanzaba y se iba manifestando la razón del distanciamiento, la realidad de sus limitaciones, era cuando la figura recobrada retrocedía a sus marcas anteriores. Así fue con Amelia hasta los sucesos del día de la boda, que supusieron un corte tajante. ¿Qué pasaría ahora? ¿Volverían a tratarse? Tampoco es que tuviera grandes deseos de hacerlo, pero ese hilo, esa tenue línea emocional de la adolescencia volvía a vibrar a pesar de los pesares. Una educación sentimental, a fin de cuentas. Y en medio de sus pensamientos, el asunto Hélène-Ruz acudía a su cabeza cada dos por tres, como la letra de la canción que, al escucharla en su viaje de vuelta en el autobús, donde el hilo musical la repetía de tanto en tanto, se le había pegado inconscientemente a la memoria inmediata.

Yo soy

la paloma errante

que vengo aquí

buscando

el hermoso nido

donde nací.

Una habanera escuchada en los años románticos, quizá por eso llegó hasta ella justo cuando pensaba en los tiempos en que era amiga íntima de Amelia y salía con Joaquín, años tan llenos de ilusiones que aún ahora le emocionaba recordarlos. Había sido un tiempo con tanto futuro y tanta luz por delante que la sola sensación de haberlo vivido le parecía un regalo de los dioses; y quizá lo era porque lo único que hizo para merecerlo fue ser joven y nada más que ser joven, y aquella alegría fue una alegría tan intensa como irrepetible; porque se puede llegar a ser alegre de una manera más honda, pero difícilmente se podrá volver a serlo de una manera tan explosiva.

Mariana era curiosa por naturaleza y mal podría sustraerse a la atracción de un caso como el de la arrebatada y, al final, tormentosa relación entre Rufino Ruz y Hélène Giraud con su secuela melodramática. ¿O sería mejor decir sólo de Rufino Ruz? Una vez que atravesaba el umbral de la curiosidad no podía detenerse. Llegó a pensar que lo que alimentaba esa curiosidad pudiera ser alguna especie de resentimiento contra el mal trato que le habían dispensado a ella en la boda, por no hablar de la grave agresión sufrida, pero aunque hubiera algo de eso, no le parecía que fuera el único motivo de interés. No lo era. No se trataba de devolverles el golpe por cuestión de prestigio o por un mero ataque de revanchismo. Desde que tuvo que enfrentarse a la vida, Mariana peleó duro, pero aprendió a no dar obligatoriamente respuesta a toda provocación. Así que quizá se trataba de algo tan simple, y tan suyo, como responder a un reto. ¿Ustedes tratan de ocultarme algo? Bien, veamos qué es lo que esconden. No sería la primera vez que un asunto reservado sale a la luz a consecuencia de una torpeza del que lo esconde en las sombras.

Cuando

salí de La Habana

¡válgame Dios!

Nadie

me ha visto salir

si no fui yo…

Era una famosa habanera, la más escuchada en su época juvenil, la que sonaba en su mente como un runrún cálido y emotivo. La cantaban a dúo Amelia y ella porque les parecía el colmo de la nostalgia amorosa y en aquellos tiempos de príncipe azul y ensoñaciones románticas lo más romántico de todo era simular un terrible desengaño y regodearse en él. La hermosa heroína, acodada en el alféizar de la ventana, aguarda noticias de su amado, que partió a lejanas tierras, entregada a la vez a la melancolía y a la esperanza. Era un tiempo estupendo aquel en que una podía simular el dolor y disfrutar de él, pero también un tiempo en que, inermes y sin experiencia, eran capaces de sufrir sin freno. Mariana quiso creer, de pronto, que la canción pretendía acercarla a algún lugar remoto en el tiempo y en el espacio, y por eso la rondaba; sin embargo, era sólo una sensación que iba y venía sin llegar a concretarse. No tenía pregunta que hacerle ni respuesta que darle.