—Vamos a situarnos en Madrid el día en que el padre y el hijo llegan al hotel y se disponen a inscribirse y descansar esa noche para acudir al día siguiente a la consulta del especialista. Al parecer aparcan el coche en una calle lateral y en el relato oficial se dice que cuando el hijo, tras cumplimentar la inscripción, sale de nuevo a recoger a su padre para llevarlo directamente a la habitación (ha preferido quedarse esperando en el coche a que venga a recogerlo porque viene muy tocado del viaje), se queda estupefacto al descubrir que el viejo ha desaparecido. Al parecer, pasados los primeros momentos de desconcierto y de la busca por los aledaños del hotel, el hijo llega a la conclusión de que el deseo de Rufino Ruz de no moverse del coche era una excusa para escapar por las calles de la ciudad o, peor aún, un rapto de demencia senil, porque menos sentido aún tiene que alguien lo haya raptado. De todos modos, la policía no pierde de vista esta última posibilidad y el hijo, que no puede hacer nada más, se echa a dormir esperando que en cualquier momento de la noche o de la mañana siguiente le avisen de que han encontrado a su padre. Pero no es así, y al cabo de un tiempo comprende que no puede hacer nada y que ni debe ni puede quedarse en Madrid y toma el camino de regreso, suponemos que apesadumbrado y desconcertado, sumido en la sensación de orfandad y estupor imaginable. De entonces a hace dos meses, nadie vuelve a saber nada nunca del paradero de Rufino Ruz. Hasta aquí —dijo Mariana resumiendo— la verdad oficial.
El padre Vitores cambió de posición en la silla en la que se sentaba.
—Ahora voy a hacer un relato distinto. Bah, pura imaginación en busca de otras posibilidades. Como yo siempre digo, mi problema es que soy muy novelera.
El sacerdote asintió con la cabeza. Ella se dio perfecta cuenta de que lo que pensaba revelarle no iba a sorprenderle. «Aquí la única que parezco tonta soy yo», pensó para sus adentros.
—Ésta es la hipótesis —empezó Mariana—. El hijo sale de San Sebastián hacia Madrid con su padre y la segura intención de visitar al especialista con el que han concertado una entrevista. Pero en el viaje sucede algo extraordinario: Rufino muere por el camino. En principio es, reconozcámoslo, una situación apurada que el hijo no sabe bien cómo resolver. A este rasgo de carácter hay que añadir dos condicionantes más. Uno: que se encuentra a las puertas de la capital con un cadáver en el coche; y dos: que hace mucho tiempo que se siente culpable de ser hijo de su padre.
»A partir de aquí —continuó Mariana— no me atrevo a reproducir lo que exactamente sucedió, pero estoy segura de que, en términos generales, no me equivoco. El hijo, en un rapto de enajenación, sigue camino a Toledo, a la finca que conoce tan bien y, eso es lo que me inclino a creer, espera a que caiga la oscuridad, que ya cerca del invierno cae pronto, cava una fosa con alguna herramienta comprada por el camino, entierra a su padre en actitud de arrepentimiento, lo que revela el estado de esa pobre alma, y regresa apresuradamente a Madrid para hacer el paripé en el hotel. En ese momento ya no creo que se halle enajenado, pero sí bajo una fuerte impresión. El tremendo acto de fingimiento que debe hacer es terrible. En La Bienhallada no había nadie, eso lo sabemos, y no sé qué hubiera ocurrido de haberlo. Es posible que alguien viera un coche aparecer y desaparecer esa tarde-noche, porque en aquellos tiempos los coches no abundaban y menos en esos parajes, pero si fue así, no le dio más importancia y ¿quién iba a pensar cuál era el destino de aquel automóvil? Es algo increíble, realmente: toma el coche, se dirige a Toledo y para en el camino para hacerse con una pala…, lo cual hubiera sido verificable en su momento; con la oscuridad, alcanza La Bienhallada, en la que no vive nadie, y entierra a su padre donde lo han encontrado hace dos meses. Es un esfuerzo excesivo para él, pero lo lleva a cabo con la fuerza y la fiereza de un enajenado. Después se deshace de las herramientas y vuelve a Madrid, denuncia la desaparición, tal como sabemos, y por fin en algún momento consigue desplomarse en la cama de su hotel.
El padre Vitores se pasó la mano por la cara con lo que a ella le pareció un falso gesto de paciencia e incredulidad.
—Lo entierra en posición de súplica, pidiendo perdón, porque lo que en realidad el hijo ha vivido es algo que yo, mucho tiempo después, he tenido ocasión de conocer bien: la presión de una familia virtuosa sobre quien consideran un advenedizo en los asuntos internos de la casa. Rufino Ruz nunca fue considerado, ni por los Giraud ni por los Villacruz, parte de la familia sino, al contrario, un molesto añadido circunstancialmente inevitable. Lo que pasa es que el hijo es un hombre de carácter débil e impresionable y ha sufrido ese desdén desde pequeño, un desdén que lo ha condicionado y lo ha herido en lo más hondo: en su autoestima.
»A partir de esa catarsis, la del terrible enterramiento de su padre —continuó Mariana—, su vida no sé si mejora, pero sí creo que se libra de un peso agobiante. Vuelto a la normalidad, comprende que ya no existe la representación de su desgracia, de su destino. Ahora es libre. Lo es para seguir escondido y acobardado en San Sebastián, sin duda, pero él se siente libre. Sabe que por más que la policía se dedique a buscar a su padre, nunca descubrirá su paradero y él ha borrado su culpa, o cree que la ha borrado. Por ahí aparece, además de Roberto, Rodolfo, un hijo nuevo que representa una vida nueva, y se vuelca con él. No descuida al hermano, pero se vuelca en él, cosa que el mayor advierte instintivamente desde el principio de su nacimiento y lo advierte más allá de los naturales celos que se dan en estos casos. Pero Rodolfo tiene la suerte de que su hermano posea un carácter más parecido al de su abuelo y, por lo tanto, la diferencia de trato que percibe no lo acompleja seriamente.
»Lo que el hijo ha cumplido es un acto ritual de salvación. Eso es lo que yo había perdido de vista, que se trataba de un acto simbólico, de un ritual, no de un mensaje. Él siempre se sintió culpable, sin duda, del rechazo que su padre recibía de la casa de los Villacruz. No solamente eso: se sintió culpable solidario de la muerte de Hélène, que él atribuía a su padre; no como asesino, se entiende, sino como inductor; él piensa que la muerte le sobreviene a Hélène por el exceso de furia de su padre, un exceso que no sabemos a ciencia cierta a qué corresponde, qué lo motiva, pero que impresiona tanto a Hélène que revienta su corazón. Y espantado por esa marca que lo condiciona de por vida, entierra a su padre en posición de súplica o arrepentimiento para conjurar o exorcizar de este modo la mancha que él cree haber heredado. Es un acto simbólico; él ha cumplido con el resentimiento y la exigencia de la familia Villacruz y sólo desea, a partir de ese momento, poder vivir y descansar tranquilo. Sin embargo no lo conseguirá del todo hasta que encuentre un modo de exteriorizar el pecado cometido por su padre. Es muy probable que la única vez que, por lo visto, se encontraron en Madrid, tiempo después, Elena y el hijo, éste percibiera también la condescendencia de Elena, la lástima más bien, y una cierta mala conciencia que ella tiene por haberse cebado en el hijo como rebote de su odio al padre, y la tomara como una absolución. Y ahí aparece el padre Vitores, confesor de Elena. Para el hijo escrupuloso y religioso la puerta de la salvación se abre: es al padre Vitores y a nadie más a quien debe contar todo lo sucedido para confirmar la absolución. El padre Vitores —dijo mirándolo intencionadamente—, que ha tenido siempre en sus manos la clave del misterio y que de seguro se llevó un sobresalto de primera al descubrirse el cadáver. ¿No fue así? Pero, claro, ¿cómo tranquilizar a Elena sin violar un secreto de confesión? En todo caso, no tuvo tiempo de encontrar un modo porque a la semana muere Elena, una muerte muy sospechosa. Y me pregunto si tú sabes algo acerca del motivo por el que quería reunir Elena a sus hijos al día siguiente de su muerte. ¿Alguna información proveniente de ti, quizá? ¿Algo que estuviese fuera del secreto de confesión?
Mariana lo miró desafiante. El padre Vitores se limitó a descruzar y volver a cruzar las manos, lanzar la mirada al infinito y suspirar ruidosamente.
—Una novela admirable —dijo al fin, por todo comentario.
—La cuestión —dijo Mariana haciendo caso omiso de sus palabras— es que con esto queda resuelto el asunto del cadáver tal y como apareció, pero no resuelve en modo alguno el enigma de la muerte de Elena.
—Quizá —el sacerdote habló al cabo de unos segundos— se deba a que una explicación tan brillante no concierne a la realidad.
—Otra cuestión: ¿qué fue lo que pudo romper el corazón de Hélène Giraud? —se preguntó Mariana—. No sé por qué, pero en esta historia tiene un papel principal la culpa, el sentido de la culpa, sí, señor, eso que tanto condiciona a los cristianos —dijo con toda intención, respondiendo a la mirada irónica que le dirigió el sacerdote—, esa cuerda con la que atáis a todo ser humano que cae en vuestras manos.
—Puedo aceptar que creas en lo que estás diciendo. Pero lo que me alarma —dijo el padre Vitores— no es que lo creas tú, sino que lo crea un Juez del Estado español.
—Sibilina apostilla —dijo Mariana—. ¿Te das cuenta de cómo te escapas? Qué arte, amigo mío, qué escuela. A esa maniobra en estrategia se la conoce como retroceder hiriendo. Sólo que no es más que un golpe defensivo. Te he hecho una pregunta y admito que he incluido en ella una cierta mala intención.
—Vengativa —puntualizó el sacerdote.
—Malintencionada —insistió Mariana—, y vamos a lo que interesa. Yo creo —se dirigió directamente a él, sin rodeos— que tú sabes cuál es la razón de la muerte de Hélène de la misma manera que sabes que lo que te he contado del enterramiento de Rufino Ruz es cierto y que lo sabes por la propia Elena. ¿Otro secreto de confesión? Y que quizá tengas además la clave de su muerte. No pretendo ser exacta ni acertar en todo, pero sí en lo sustancial. De hecho, el hijo te contó la verdad, ¿no es cierto?
—Es una pregunta inútil porque, en sus términos, en ningún caso podría responder a ella, como tú sabes muy bien —dijo él tranquilamente.
—Porque estás bajo secreto de confesión. Lo he supuesto. También está bajo secreto de confesión la verdad acerca de la muerte de Hélène, ¿no es así?
El sacerdote descruzó las piernas, volvió a cruzarlas en sentido contrario y preguntó a su vez:
—¿Puedes decirme por qué te interesa tanto este asunto?
—Te lo dije: por la imagen de Rufino Ruz.
—Le pertenece a él y pertenece al pasado. No te concierne a ti y no me parece una razón suficiente. Pregúntate qué es lo que buscas con tu obstinación.
—Algo muy propio de un Juez: la verdad.
—Por favor, no seas solemne.
—Bueno, ya veo —concluyó Mariana— que he llegado al límite que no puedo traspasar sin ayuda, así que aquí me quedo. Mala suerte. A1 menos me parece que he resuelto uno de los dos enigmas, no me puedo quejar.
—¿Resuelto? ¿Cuál enigma? —dijo el sacerdote.
—Tú te condenarás, padre Vitores —dijo Mariana entre bromas y veras, señalándolo con su dedo índice enérgicamente extendido—, por esa templanza que, en tu caso, no es una virtud cardinal sino un vicio nefando.
Los dos rieron. El padre Vitores bebió unos sorbos de su refresco.
—Hay que reconocer que eres una auténtica metomentodo —dijo por fin— y que tienes una resistencia envidiable. Son dos cualidades muy importantes que hablan bien de ti. Supongo que como Juez serás una funcionaria implacable —Mariana alzó la mano para protestar y la retiró acto seguido ante un ademán de paciencia por parte de su interlocutor—. Cuando digo implacable me estoy refiriendo a valores como tenacidad, disciplina, responsabilidad, capacidad de trabajo…, que sospecho que te sobran. Sin embargo, como sabes mejor que nadie, un Juez, como cualquier otro profesional, tiene su ámbito de trabajo y fuera de él es una persona como las demás. Si cada profesional autoexigente pusiera en el resto de su vida el celo que pone en el cumplimiento de su deber, la sociedad sería un conjunto de maníacos que acabarían por destrozarse los unos a los otros con sus respectivas exigencias. Una persona como yo debe saber, ante todo, escuchar y comprender y eso es lo que tú llamas templanza, si no me equivoco, que es un eufemismo para no ofenderme diciendo escapatoria. Piensas que cuando te recomiendo prudencia intento escabullirme y tienes razón, pero sólo en un punto: trato de escabullirme de tu vorágine, de tu ansiedad, no del problema, lo cual es bien distinto. Así que no se trata aquí de que yo esté al cuidado de ningún secreto, que no es más que una presunción tuya, sino de la prudencia con que ha de acometerse cualquier aproximación a asuntos que no nos conciernen directamente y en los que corremos el riesgo de perder el sentido global y la perspectiva. Es una carga pesada la que a veces nos toca soportar, aunque no te lo parezca. Espero que me creas si te digo que me gustaría que llegases a alguna conclusión evidente.
Mariana le detuvo.
—Padre, ya te dije antes que no puedo dar un paso más y, por razones que en ti respeto, has decidido no hablar. Lo acepto y lo entiendo. A cambio, mucha injusticia queda ahí sembrada, pero así es la vida a veces y, en todo caso, es un asunto que compete a tu conciencia.
—¿Eso te parece mal a ti? —preguntó el sacerdote con ironía.
—Horroroso, pero inevitable. Yo no podría ser cura, sinceramente —contestó ella.
—Éste es mi consejo final, Mariana, dicho con la mejor intención —concluyó el padre juntando sus manos delante del pecho—: No intervengas por tu cuenta en causas ajenas. La familia me pidió que hablase contigo el día mismo de nuestra partida después de la boda. Yo hubiera sugerido aplazar esa boda, aplazarla rotundamente, pero creí que yo no era persona para dar ese paso y no insistí más allá de lo que mi prudencia y mi conciencia me exigían. Eso es lo que te aconsejo a ti: que no entres en un conflicto que no te atañe. Los Fombona sabrán cómo solucionar sus problemas; son sus problemas, eso debes entenderlo; por mucho que te fascine la figura del administrador Ruz, fascinación que, desde luego, ni comprendo ni comparto, esa fascinación no pasa de ser una ingenuidad romántica o, como dirías tú, novelera. Tus muchas y buenas cualidades son como un don del Cielo. Espero y confío en que las utilices siempre rectamente.
El padre Vitores se despidió. Mariana siguió cavilando mientras terminaba su refresco. El ambiente era tan grato que la idea de pensar en el regreso a Villamayor se le hacía un mundo. La claridad del día era una invitación al puro disfrute, pero la claridad que de pronto había encontrado espacio en su mente era mucho más esplendorosa. Ahora lo que le faltaba por hacer era una visita a los abogados de Elena Villacruz, aunque ya casi no buscaba sorpresas sino confirmaciones.