A los cinco días, Mariana tuvo la información en sus manos. Sonsoles había cumplido el encargo y también ella consiguió hablar con Felisa tras no pocas dificultades. Así, sobre la marcha, tomó la decisión el mismo viernes, tras conseguir una cita con los abogados de Elena Villacruz.

—Carmen —telefoneó a su amiga—, te llamo para decirte que anules el plan del sábado porque me voy a Madrid. Sí, a Madrid, a cumplir con la misión más difícil de mi vida: hacer confesar a un cura y cantar a un bufete de abogados.

Tomó el autobús de primera hora de la mañana y al mediodía estaba en Madrid sentada a la mesa de una terraza en el Paseo de la Castellana, esperando al padre Vitores. Hacía un día espléndido, uno de esos días claros del comienzo del otoño madrileño con una luz ligeramente romántica, una temperatura suave, acariciadora, y una brisa levísima que cuneaba los colores ya maduros de las hojas de los árboles. Así, con las piernas extendidas sobre una de las sillas y la cabeza echada hacia atrás y apoyada en el cabecero de la suya como para recibir los estímulos ambientales, la halló el padre Vitores.

—Perdóname —se excusó Mariana incorporándose—, me sentía tan bien que me estaba dejando llevar por este clima delicioso.

—Sí, parecías estar muy a gusto.

—Lo estaba. ¿Qué tal te encuentras?

—Muy bien. A tu disposición.

—Ya supongo —empezó ella— que te imaginas a lo que vengo.

—Debe de ser muy importante para que te hayas desplazado hasta aquí un sábado.

—Durante el viaje he venido pensando en la manera de levantar el secreto de confesión de un sacerdote y la verdad es que no he encontrado el modo de hacerlo.

—No lo hay —dijo él benévolamente.

—Lo sé. En realidad lo que quiero es hacerte una propuesta. Yo hablo y tú me escuchas. Nada más. ¿Qué te parece?

—Bien. Pero antes, explícame una cosa: ¿por qué hablas de un secreto de confesión?

—Pura intuición. En todo caso, es como si lo hubiera porque tú no quieres hablar conmigo de la muerte de Rufino Ruz.

—¿Qué voy a decirte que no te puedan contar otros mejor? Lo que ocurre es que no hay nada misterioso de por medio ni nada que contar. Desapareció y, desgraciadamente, sólo hace dos meses que hemos podido confirmar su muerte. Es una situación insólita, pues, pero no misteriosa.

—Fíjate que ya has empezado a defenderte. Por eso te digo que yo hablo y tú escuchas. Nada más. Te cuento lo que te quiero contar y me vuelvo a Villamayor después de hacer otro recado. Sólo quiero que escuches; paso por alto, incluso, que te parezca tan normal que un hombre aparezca enterrado como apareció. No me dirás que te atosigo, ¿verdad? Ésta es, con seguridad, la última vez que hablamos de este asunto.

El padre Vitores sonrió con paciencia, cruzó las manos sobre su regazo y esperó en muda invitación.