—Bien, capitán, ha llegado el momento de que me ayudes a recapitular —empezó a decir Mariana. Estaban en su despacho del Juzgado, a última hora de la tarde, después de dar sus tareas diarias por finalizadas. El capitán se había acercado al Juzgado a instancia de la Juez, que lo esperó trabajando hasta el último momento.

—Yo también he estado pensando —respondió el capitán—, y he llegado a la conclusión de que por el lado de Hélène y el administrador no hay nada que hacer, pero en lo referente a Elena Villacruz aún tenemos posibilidades —a Mariana le encantó el «tenemos»—. ¿Sabes quiénes eran los abogados de la señora Villacruz?

—No. Ya se me había ocurrido a mí también.

—Pues espabila.

—¿Cómo? No tengo acceso a la familia.

—Caramba con la señora Juez, qué falta de reflejos. ¿Qué te parece si llamas a esa amiga que tienes en Santander y le pides que les pregunte con cualquier excusa?

—¡Sonsoles! ¡Tienes razón! ¿En qué estaría yo pensando?

—Si la señora Villacruz pensaba cambiar el testamento, seguro que habría hecho alguna consulta. Quizá sepan incluso algo del porqué.

—Lo malo es que se escudarán en el secreto profesional.

—¿Y eso te echa para atrás? Si una persona como tú y con fundadas sospechas les plantea el asunto, a lo mejor pueden darte una información sin faltar a su compromiso.

—Hecho. Lo pongo en marcha inmediatamente. Ahora me toca a mí: ¿qué te parece si te digo que creo que sé por quién y por qué fue enterrado Rufino Ruz?

El capitán López se la quedó mirando estupefacto.

—¿No soy tan tonta, eh? —dijo mirándolo con satisfacción—. Pues no te lo voy a decir aún por el mismo sentido de la discreción que tú empleaste conmigo cuando te pedí que metieras la nariz en las investigaciones de la Guardia Civil encargada de reabrir el caso.

El capitán López sonrió.

—Eso no es justo. Yo no puedo desvelar el curso de una investigación oficial que, además, se lleva con extremo sigilo. La nuestra, en cambio, es particular y conjunta.

—Ya. Pues te fastidias.

—De todos modos, yo también tengo una hipótesis. A lo mejor coincidimos.

—¿Lo ves como tienes información? ¿Qué pretendes, tirarme de la lengua?

—No. Pero podemos hacer el juego de escribir un nombre en un sobre, cerrarlo y abrirlo el día que fijemos.

—De acuerdo. Cuando esto termine, abrimos los sobres. Y ahora vamos a la carta. Aquí sí que estoy perdida. ¿Se te ocurre algún modo de hacernos con su contenido?

—Si no hay noticias de Francia, lo veo negro. El pariente es una pista perdida, no tiene interés. En cuanto al asistente, es posible que acabemos sabiendo algo. Tengo un fax del que deduzco que puede haber alguna noticia próxima, vete a saber qué clase de noticia, a lo peor es una minucia; pero aquí me tienes, a la espera y, hasta el día de la fecha, nada de nada.

—Pues en La Bienhallada, como no mande a Felisa y a su hija en plan comando, tampoco veo posibilidad.

—Eso, en el supuesto de que tu fantasía del cajón secreto sea cierta.

—Es una manera de hablar, pero de que existe la carta, estoy segura.

—¿Y no te parecería más lógico que el administrador cuando pagó, o bien la propia hija cuando la encontrase, la destruyeran?

—El original es posible que lo destruyese Ruz al recuperarlo; la copia rota en dos, que es la que debió de llevar el francés misterioso, es posible que la recogiese alguien, quizá el servicio, y se la entregara a la hija, quizá la propia Elena…

—Pero la hija no estaba aquel día…

—¿O sí estaba? —dijo de pronto Mariana muy excitada—. ¡Santo cielo! Si estaba y la recogió, se enteró del asunto; y, sobre todo, tuvo que saber que, con toda probabilidad, la causa de la discusión entre los esposos y del infarto de su madre era el contenido de esa carta. ¡Tenemos que localizar a Felisa!