Roberto Ruz la llevó a la estación de autobuses y allí se despidieron. Después de almorzar estuvieron dando un paseo y charlando, primero por el puerto hasta el Acuario y luego por el Paseo de la Concha hasta el Marítimo, donde se dieron la vuelta. Mariana se quedó admirada de los tamarindos del Paseo y se sintió profundamente a gusto hablando con Roberto de infinidad de cuestiones, desde el modo de asar las sardinas en los bares del puerto hasta el nacionalismo vasco y los nacionalismos en general, pero ya no volvieron a retomar el «caso» Ruz. Al despedirse le dio formalmente su tarjeta, que ella guardó en el bolso. En el autobús de vuelta, Mariana iba meditando sobre lo que habían hablado y también sobre las agradables sensaciones del día. Haber dado con alguien de entre todos los relacionados con el doble misterio Ruz y Villacruz que se comportaba como una persona amable y acogedora y, al mismo tiempo, con un carácter interesante, le producía una gran sensación de alivio. Y, además, había resuelto muchas dudas. Porque ahora estaba convencida de que la dificultad de dar con la solución de todo aquel enrevesado asunto era que se trataba de dos asuntos en apariencia sujetos férreamente pero, en realidad, sólo unidos por una línea muy tenue, cuya misma tenuidad era también una clave para desvelarlo.
Roberto no había querido ser explícito, pero ella creyó entender lo que había detrás de su silencio; sutilmente, la condujo a un punto del que debería sacar una conclusión y la conclusión era evidente ahora para ella aunque sólo conducía a despejar una incógnita: la del cadáver enterrado, al menos en sus términos generales ya que no en los detalles. Ahora quedaba por tarea despejar la otra, un trabajo nada fácil porque se encontraba sepultado en el tiempo y en una carta inalcanzable. La tercera de sus preocupaciones, la muerte de Elena, estaba vinculada a otro documento, éste inexistente: el testamento que no se llegó a otorgar.
Pensó en el administrador Ruz y en su nieto Roberto. Una intuición le decía que tenían que parecerse, en carácter y en decisión ante la vida. Roberto era tranquilo y nunca se molestaría en descubrir lo pasado, pero tenía ideas sobre ello y, en el fondo, estaba segura, le agradaría mucho que ella sacara a la luz el misterio en torno al destierro y muerte de su abuelo. El administrador no debía de ser tan tranquilo, pero en punto a sensibilidad y a carácter sabía que se parecían. En todo caso, Roberto era un hombre interesante, muy interesante. Su pensamiento regresó al paseo a lo largo de la hilera de tamarindos y luego pasó sin transición a su hermano Rodolfo. Éste se revelaba ahora como un tipo metido en asuntos dudosos de los que le había sacado su hermano, posiblemente interviniendo más de lo que había dado a entender. Eran muy distintos y Mariana los percibía así. Roberto era un buen tipo, campechano, generoso, y Rodolfo un personaje algo más esquinado, al parecer, y mucho menos estable, pero con ese punto flotante y un pelo canalla que a ella siempre le llamaba la atención.
¿Serviría de algo volver a hablar con Rodolfo? Su instinto le decía que, de todos los participantes en esta especie de juego de adivinanzas, él quizá fuera uno de los que más sabían acerca de la verdad en su conjunto, debido a su posición en la compleja trama. Lo había olvidado. Lo malo era que debía de estar en plena luna de miel, y acercarse a él no sería nada fácil teniendo a Amelia a la puerta de la casa.