Roberto Ruz residía en San Sebastián, donde había nacido y adonde su padre, acompañando a su abuelo, se trasladó a vivir tras la muerte de Hélène; allí se casó el triste hijo del administrador y allí nacieron Roberto y su hermano. A diferencia de Rodolfo, que se instaló en Madrid para estudiar Derecho en la Complutense (donde coincidió con Mariana en la Facultad), él realizó sus estudios en Deusto con los jesuitas y después se incorporó al negocio de su padre, hombre aplicado aunque enfermizo y melancólico, fortaleciendo aquél y extendiéndolo por toda Guipúzcoa hasta convertirlo en una importante y prestigiosa casa de gestión y administración de fincas y bienes inmuebles que amplió al negocio de la construcción. Si el padre era un hombre sombrío, su fama de gestor honesto y experto, sin duda heredada del administrador, era bien conocida en la provincia. Roberto Ruz quizá se le pareciese en la falta de ostentación y en el carácter sencillo y discreto, pero en nada más, porque al primer golpe de vista daba toda la impresión de ser un hombre decidido y de natural abierto y sociable. Aunque no personalmente, Roberto conocía de oídas a Mariana, pero en seguida se estableció la conexión a través de la figura de su hermano y eso facilitó el encuentro. Una mañana de sábado, ella tomó el autobús a San Sebastián y se citó con él en su despacho del Bulevar.
Ambos se cayeron bien, por lo que a Mariana no le costó mucho entrar en materia. Empero, a lo largo de la conversación no consiguió averiguar nada que no supiese ya. Efectivamente, Rufino Ruz fue decayendo lentamente. A pesar de tener muchos conocidos a uno y otro lado de la frontera vino a dar en una especie de apatía que lo apartó de toda vida social; también afectó a su vida profesional, pero en este aspecto la conexión con su hijo y la necesidad de salir adelante le fueron dando aire.
—La necesidad los unió —explicaba Roberto; tenía una voz bronca, quizá por efecto del tabaco, pero cadenciosa, que emitía un sonido peculiar—. Ninguno de los dos era la alegría de la huerta y mi madre, que era mucho más animosa, se acabó acoplando a ambos. Yo recuerdo mi infancia con gratitud y entre los amigos del colegio y luego la pandilla lo pasé fenomenal, y no me afectaba mucho que mis padres fueran poco amigos de hacer vida social. La verdad es que estábamos un poco aislados, pero no nos faltó el afecto, aunque a mi hermano lo mimaron mucho más que a mí. Lo que pasa es que mi abuelo empezó a tener problemas de salud y por ahí perdió los pocos ánimos que le quedaban, lo cual no era el mejor estímulo para los demás y menos aún para mi padre.
A pesar de lo que contaba, era una historia más bien tristona, según pudo deducir Mariana; de la que cada hermano salió en una dirección. Roberto no entendía bien por dónde había acabado tirando Rodolfo.
—Un buen chaval aunque algo caprichoso y acostumbrado a que lo contemplasen —comentó—. A mí me recuerda esas historias edificantes que nos contaban los jesuitas en las que un joven guapo y de éxito, acostumbrado a la vida fácil, un día se da de manos a boca con la muerte y se arrepiente. Pues no sé a quién se encontraría en alguna revuelta del camino, pero el caso es que reaccionó al revés. La verdad es que siguió siendo cariñoso y simpático siempre y se convirtió en un irresponsable. No sé si sabes que estuvo a punto de acabar en la cárcel y escapó por los pelos, y no porque fuera una mala persona, que no lo era, sino por dejado, por débil, ésa es la verdad. Quizá el cambio a peor tuvo que ver con la muerte de mi padre. Él se llevaba muy bien con mi padre desde pequeño, mejor que yo, y mucho mejor con mi madre, lo mimaron mucho. Igual le dio miedo la cárcel y se templó un poco o igual fue mi madre, el caso es que ella me planteó que trabajásemos juntos y yo dije que nones. Ahí nos distanciamos.
—Sería duro para ti.
—Mira, yo soy un hombre práctico y preferí ser claro al principio que acabar de mala manera al final. Rodolfo no es mala persona, pero habríamos tenido problemas. De lejos, mucho mejor. Ni siquiera he ido a la boda, ya ves.
—¿Y tu madre?
—Pues al final, bien. Yo creo que nunca me perdonó que dejase colgado a Rodolfo. Yo le dije: oye, que ya es mayor de edad y tiene que saber qué hacer. La verdad es que ha acabado haciendo negocios aquí y allá. Cosas de esas que salen al paso, con muchas relaciones y muchas copas. Y de mi padre quien te podrá contar mucho más es Rodolfo; mi padre se apoyaba en él, ¿me entiendes?
Una de las virtudes de Mariana era la de no desanimarse por mal que se pusieran las cosas. Roberto no podía aportar mucho; sin embargo, su experiencia le decía que hay que agotar todos los recursos antes de retirarse. Por otra parte, le debió de caer bien a Roberto porque éste le propuso almorzar por la zona. Llamó a su mujer, le avisó de que no regresaría hasta la tarde y salieron a estirar las piernas.
El día estaba grisáceo mas no llovía. Fueron caminando hasta el puente del Kursaal, se internaron un poco en el paseo marítimo, hasta la desembocadura del río, y luego retrocedieron en busca del Panier Fleuri, un restaurante clásico al que Roberto debía de acudir con cierta frecuencia a juzgar por la familiaridad con que lo recibieron.
Allí continuaron charlando de todo un poco hasta que, en un repentino ataque de inspiración, Mariana encontró una vía de interés que se fue agrandando apenas empezó a transitar por ella.
—Dime, ¿qué edad tenías tú cuando murió tu abuelo?
—Ah, esa muerte sí que es un misterio. Yo nací al año de llegar mi padre a San Sebastián, después de dejar La Bienhallada. Donde mi hermano se ha casado hace nada.
—Lo sé. Yo estaba en la boda.
—¿Estabas? Vaya por Dios. ¿Qué tal sigue esa familia? A mí me parecen unos cargantes, pero supongo que mi hermano se entiende bien con ellos.
—¿Les guardas algún rencor?
—¿Yo? No. ¿Por qué? A mí ni me van ni me vienen.
—Es que lo del cadáver de tu abuelo…
—Eso. Bueno. La verdad es que parece de ciencia ficción. Yo no fui al entierro. No por mi abuelo, claro, sino por ellos. Parece que estaban atacados, lo que no me extraña porque la aparición de mi abuelo en esas condiciones dos meses antes de la boda tiene narices —Roberto agitó repetidamente la cabeza con un gesto cómico—. Oye, mira, si lo trataron mal, que se jodan ahora…
Mariana rió.
—A mí se me ocurrió mete la nariz en ese asunto y no te quiero decir cómo salí escaldada. No me hablan.
—Te digo yo que son unos cargantes.
—Y tú —Mariana titubeó—, ¿tú sabes algo de la muerte de tu abuelo?
—Sé que desapareció.
—Ya lo sé, pero ¿cómo?
—Se esfumó, tal cual.
—Perdona, ¿me lo puedes explicar mejor?
—Es que es una historia increíble, ya lo sé, pero así fue. O así lo contó mi padre cuando dejó de buscarlo y volvió a San Sebastián.
—O sea, que lo dices en serio, lo de esfumarse.
—La verdad, es como una película de vampiros. Déjame que te lo cuente por orden. Igual me confundo, porque no tenía yo edad para ser consciente de lo que pasaba en casa, pero durante un tiempo se habló de ello y yo oía; por ejemplo, que mi abuelo estaba muy mal por algo que debía de ser, pienso yo, una especie de demencia senil, atenuada, pero demencia, y que eso a mi padre le causaba sufrimiento. Mi padre era un hombre atormentado; un hombre bueno y atormentado que cada vez se fue volviendo más escrupuloso y más religioso y no sé hasta qué punto eso habrá tenido que ver con la manera de ser tan diferentes de mi hermano y mía, porque a mi hermano le impresionaba mucho. ¿Tú tienes hijos?
—No —respondió Mariana—. No he tenido ocasión.
—Ah, ya —dijo Roberto—. La verdad es que uno no se arrepiente nunca, pero tiene su miga.
—Espera, no te desvíes. Estábamos con tu padre —corrigió Mariana.
—Cierto —Roberto se detuvo unos instantes, luego prosiguió—: Mi padre se fue a Madrid con mi abuelo para hacer una consulta médica con uno de esos primeros espadas de la medicina, un neurólogo, no recuerdo el nombre ni falta que nos hace, coincidiendo con que tenía un complicado y delicado asunto que resolver. Concertaron cita y se fueron en coche, que debió de ser un viaje de aquí te espero, con aquel trasto y aquellas carreteras; hizo una parada en Burgos para almorzar, en el restaurante Ambos Mundos concretamente; comieron allí y siguieron viaje. Es en Madrid donde mi abuelo desaparece. Mi padre lo deja en el coche, porque se encontraba mal, y entra en el hotel a confirmar la reserva. Era uno de esos hoteles que en realidad eran como pensiones, en la Gran Vía, y por lo visto aparcó en una calle lateral y salió a confirmar su presencia y dejar las maletas, pero el abuelo se quedó en el coche porque no se encontraba bien. Así que llegó al hotel, soltó las maletas y cuando sale para buscar al abuelo, éste había desaparecido.
—¿Desaparecido? —inquirió Mariana.
—Desaparecido. El coche estaba vacío. Debió de salir a la calle y se perdió para siempre jamás.
—Extraordinario, ¿verdad? ¿No lo vio nadie?
—La verdad que sí, que es extraordinario: nadie lo vio salir del coche. Claro que ¿quién iba a verlo? La gente pasa y sigue caminando, no tenía por qué llamarles la atención. Mi padre dio parte a la policía, removieron Roma con Santiago y nada, ni una pista. Es como esas cosas que leemos en los periódicos de un anciano que sale a dar un paseo y nunca más se vuelve a saber de él. Mi padre, al ver que no se podía hacer nada, se quedó aguardando noticias, pero no hubo manera de encontrar el rastro. Lo que te digo: se había esfumado. Dejó el caso en manos de la policía y al final tuvo que volverse a San Sebastián pendiente de lo que pudieran comunicarle; nunca le comunicaron nada.
—Pero la policía llegaría a alguna conclusión —comentó Mariana.
—Pues no, lo dieron por desaparecido. Es que no hubo manera de seguirle el rastro. Supongo que el caso quedaría abierto a la espera de que apareciese el cadáver, porque todo el mundo, al cabo del tiempo, dio por hecho que estaba muerto. Pero el cadáver no apareció, claro.
—Y tu padre estaría desesperado.
—Al principio, luego no. Es curioso, pero no. Yo diría que la desaparición de mi abuelo supuso un alivio para él. Entiéndeme —dijo Roberto con un gesto de confianza—, no digo que se alegrara sino que, apenado como estaba, dio la sensación de que se había quitado una carga de las espaldas, ¿me entiendes?
Mariana asintió con la cabeza.
—Y debió de ser así. En fin, todo esto que te cuento es lo que he podido ir comprendiendo con el tiempo, hilando cosas, ¿sabes?; porque yo era un niño y me enteraba a medias y porque ése era un asunto al que se le echó candado en casa.
—Tu padre debía de ser un hombre atormentado —dijo Mariana.
—Muy atormentado; desde que yo lo recuerdo.
—Lo que me cuentas apunta también a una sensación de culpa. Quizá él se sentía culpable.
—¿De qué iba a sentirse culpable?
—De la muerte de su madrastra, del destierro de tu abuelo…
—Oye, pero es que él no tuvo nada que ver con eso. Él lo sufrió, en todo caso.
—Quizá Elena lo atormentara…
—Eso me extrañaría, la verdad, porque ya no se vieron más, que yo sepa.
—Quién sabe. Pudo haber una transferencia de personalidad.
—Bah, tonterías, no creo yo en esas cosas.
—Me parece a mí que tú debes de ser de esos que no tienen mucha simpatía por los psiquiatras.
—Igual no —dijo; y añadió, con un guiño—: Me has calado.
Mariana se encontraba realmente cómoda con Roberto y a él parecía ocurrirle lo mismo.
—De manera —continuó ella— que tu abuelo desaparece en Madrid en los años cincuenta y aparece enterrado en Toledo hace un par de meses.
—Así fue y así ha terminado la cosa.
—¿Así que la policía lo dejó por imposible? Habría una investigación que arrojase algún resultado.
—Y la hubo. Según mi padre tardaron mucho en cerrar el caso. Estuvieron con el caso abierto varios años. De vez en cuando se ponían en contacto con mi padre, incluso una vez tuvo que ir a Madrid para identificar un cadáver que resultó no ser el de mi abuelo. La policía se lo tomó muy en serio, pero no hubo manera. Supongo que ahora, a raíz del descubrimiento en la finca, lo habrán reabierto, pero, desde luego, conmigo no se han puesto en contacto.
—¿Y tú? ¿Qué te cuentas tú?
Roberto sonrió francamente.
—¿Yo? Qué quieres que te diga. Para mí es una historia brumosa, algo que viví como una leyenda familiar. Siempre me pregunté qué habría sido del pobre abuelo, por ahí caminando por calles desconocidas y perdido sabe Dios cómo ni dónde ni en manos de quién. Yo, lo que sentía era pena. Pena por él. Por eso la aparición del cadáver me ha dejado tranquilo. Bueno, tranquilo no, porque no quiero pensar en su muerte y en su horrible destino, pero tranquilo porque sea como sea y a pesar de tanto tiempo, ya descansa en paz. Es muy duro lo de pensar que alguien desaparece sin dejar rastro, es como si se convirtiera en un alma perdida.
—Como Cirilo Villacruz —murmuró Mariana. Luego habló en tono normal—: Supongo que tu padre se sentiría culpable siendo como dices que era. Pero esa culpa no casa mucho con el alivio del que hablabas.
—Mi abuelo era un peso muerto sobre mi padre desde que se vino abajo; eso es lo que yo llamo alivio. La culpa de haberlo perdido sería cosa distinta. En fin, que se libró de una carga para echarse otra encima; de todas maneras, el nacimiento de Rodolfo le volvió más afectuoso; aprensivo, pero afectuoso. Rodolfo era el favorito, pero yo —alzó una mano para advertir a Mariana— no me sentí ninguneado, como se dice ahora. La verdad es que mi padre se volvió religioso, obsesivo, escrupuloso, sí, pero ganó en afecto para todos; para mí también. Yo lo recuerdo con cariño porque fue un buen padre.
Mariana percibió un hilo de emoción en la última afirmación. Sonrió con verdadera simpatía a Roberto y le palmeó cariñosamente la mano. Roberto volvió a llenar las copas de vino.
—Qué historia… —comentó ella.
—Nunca la cuento. Lo que pasa contigo es que estabas en el ajo… y que me has parecido bastante maja, la verdad.
Ella se lo agradeció con una nueva sonrisa en la que (lo supo y se riñó mentalmente por ello, todo en un segundo) incluyó un punto de coquetería.
—Pero, entonces, quien lo encontrara es quien lo llevó a Toledo y lo enterró en la finca —dijo Mariana indecisa.
Roberto se quedó mirando atentamente a Mariana y ésta entendió que su silencio encerraba una información o quizá sólo una hipótesis. Era lógico. Nadie se queda impávido ante un suceso semejante. Pensó a toda prisa, porque se daba cuenta de que Roberto ya no daría un paso adelante más, pero no se le ocurría nada. El tiempo caminaba sobre el silencio.
—A no ser que… —empezó a decir ella, de pronto, como atacada por una súbita iluminación. Una idea fantástica… pero posible, fantásticamente posible, pensó de pronto, y se encontró con la mirada de Roberto; era una mirada socarrona y cómplice, ambas cosas a la vez, como si en realidad él hubiera estado esperando que la conversación los empujase a una conclusión que no estaba dispuesto a emitir, pero sí a dejar que ella la imaginara por su cuenta.
—Igual es lo mismo que he llegado a pensar yo —concluyó Roberto interrumpiéndola. Lo dijo en un tono que corroboraba la anterior sensación de Mariana. Ella lo miró con fijeza, como si así quisiera confirmar su intuición, sabiendo a la vez que ya no habría más preguntas, que todo sobreentendido quedaba en sus manos—. Y ahora —continuó diciendo él—, ¿por qué no cambiamos de tema?
—De acuerdo —aceptó ella—. Sólo una pregunta, en otra dirección.
Miró expectante a Roberto y éste asintió con la cabeza. Ella dijo:
—¿Rodolfo no sabe nada, no tiene idea, no ha hecho conjeturas? Al fin y al cabo él está en contacto con la familia.
Roberto rió suavemente.
—Rodolfo era el favorito de mi madre, se quedó con ella y nosotros nos distanciamos, ya te dije. Yo me ocupé también de ella, necesitaba atención médica —vaciló antes de volver a hablar—, estaba muy tocada; Rodolfo se empeñó en cuidar de mi madre él solo. Parecían dos conjurados. Yo seguí ayudando, claro, pero me quedé sin sitio. Luego mi madre murió y yo apenas supe de Rodolfo, sólo lo normal, alguna visita de vez en cuando. Allá él. Pero no vayas a pensar que le tengo inquina o algo así, no, seguro. Ya te habrás dado cuenta de que somos dos caracteres bien distintos, que no congeniamos. Entonces es lo que te decía antes: si resulta que no congeniamos, ¿para qué vamos a andar el uno de la mano del otro? Pues cada uno a su aire y ya está, así no hay malentendidos.
—Ya. Pero a mí me da la sensación de que te encelaste un poco, ¿no? Quiero decir: que era el favorito de tu padre y, cuando éste murió, lo siguió siendo de tu madre también. En fin, yo no quiero meterme donde no me llaman, pero lo que me has contado es lo que me has contado.
Ahora Roberto rió abiertamente.
—Pues a lo mejor. Habla con él, es decir, cuando vuelva de la luna de miel. Miel tendrá ahora, como la tuvo con su madre.
Mariana lo miró con un expresivo gesto de reproche, luego se encogió graciosamente de hombros y se limitó a decir:
—Gracias. Ya podemos cambiar de tema.