—¿Te robaron la ropa interior? —preguntó entre estupefacto y divertido el capitán López.

—Sí, ríete. No sé ni para qué te lo cuento. Supongo que, como no está Carmen, para que alguien me escuche —dijo hablando para sí misma—. Primero la familia Fombona, luego Sonsoles; me voy a quedar en cuadro —concluyó.

Estaban tratando de recomponer la historia del oficial francés y, en un momento dado, ella sintió la necesidad de contarle el robo de la ropa. No tenía nada que ver con el objeto de su conversación sino que fue una necesidad repentina. Sabía que se iba a arrepentir, pero se lo contó. Así estaban las cosas.

—¿El cadáver de Elena no presentaba síntomas de violencia de ninguna clase? —preguntó el capitán.

—No lo sé de fijo, pero entiendo que ninguno, pues aceptaron la muerte natural y no hubo autopsia.

—¿Y dices que la encontraron como si estuviera dormida?

—El asesino se acercó a ella y la liquidó sin que se enterase. Eso es lo que yo deduzco del modo como la encontraron. Hay muchas maneras de matar a una cardiópata. Cloruro sódico, por ejemplo; una inyección de insulina… Hay otras, como tirarse encima de una y apretar con una almohada hasta la asfixia. Y por las mismas, ya puestos, puedo pensar que un buen disgusto a una Hélène tocada del corazón y desgastada por la droga también se la puede llevar al otro barrio… Este asunto es un compendio de maneras de matar, deliberada o inconscientemente.

—Lo de inconscientemente lo dices por el tal Ruz.

—Ruz se debió de quedar de piedra al comprender el motivo del chantaje, que yo desconozco, pero que doy por seguro; pero imagínate a Hélène que, hasta donde sabemos, tenía algo muy grave que ocultar y, ¡zas!, va y se lo suelta su amante marido. Que él se enzarzara con ella en busca de una explicación tiene su lógica, ¿no? Y ahí le falla el corazón. Debió de ser tremendo.

—¿Y no será que la familia decide encubrir la muerte de Elena?

—Buena idea, demasiado complicada.

—Hablaba por hablar.

—Porque es factible pensar que Hélène falleciera por efecto de una formidable impresión, pero su hija… Claro que, en aquellos tiempos, ni la medicina ni la policía eran tan sofisticadas como ahora. En todo caso, si Ruz propició la muerte de Hélène con su exigencia de verdad, no era eso lo que buscaba; en cambio, quien visitó aquel domingo a Elena buscaba su muerte, eso está claro.

—La verdad es que hay muchas maneras de matar —dijo el capitán.

—Y también de enterrar —completó Mariana—. Esta historia es un compendio de posibilidades.

Además, como le había hecho ver el capitán López, nunca tendrían la posibilidad real de penetrar en el asunto porque no era su caso y no disponían de tiempo ni de medios para dedicarse a él; eso, sin contar con que tampoco podía implicar al capitán más allá de lo que es pedir un mero favor. Y ni siquiera era un caso; es decir: no estaba sujeto a ninguna investigación sino tan sólo a sus lucubraciones; por lo que, si fue complicado llegar al oficial francés, remontarse al suceso de Guadeloupe se revelaba imposible.

—Es una verdad de índole privada la que buscamos —comentó Mariana—. Pertenece a la familia y no hay más que hablar.

—Hay un cuarto sospechoso a quien no has tenido en cuenta.

—¿Un cuarto?

—Una cuarta. Amelia Fombona.

—¡Eso es absurdo!

—¿De verdad? Pues es la que más ha ganado con la muerte de su madre y, en consecuencia, la que más tenía que perder si lo que se iba a cambiar era el testamento.

—Pero Amelia…, a su madre… No me fastidies: Amelia siempre tendría las de ganar, era la depositaria del destino de la familia en la voluntad de Elena.

—Salvo que su madre fuera a retirarle la confianza. ¿Es que no era la madre de los otros tres y no has dudado en sospechar de ellos? Me parece que te traiciona tu complicidad femenina.

Mariana se había quedado de una pieza.

—Para tu tranquilidad te diré que es menos fuerte que sus hermanos; es decir, le costaría mucho más esfuerzo ahogar a una Juez demasiado inquisitiva con una almohada. Más esfuerzo —subrayó el capitán con toda intención.

—¿En su noche de bodas? ¿Abandonar a su marido y venir hasta mi habitación? Anda, deja de decir tonterías.

—Si estaba de acuerdo con su marido…

—¡Basta! —dijo Mariana enérgicamente—. Mal está que yo sea una novelera, pero a ti eso sí que no te va. Pero ¿cómo se te puede ocurrir…?

—Yo sólo apuntaba una posibilidad, que es tan real como cualquier otra. Aparte de eso, habría que enterarse de si el marido tiene el sueño pesado —a Mariana no se le escapó el tono punzante de esta última afirmación.

—Vale. Me merezco las pullas, pero no te pases. En cuanto a la privacidad de estos crímenes o muertes o entierros, no hay manera de romperla, es verdad. Habría de instar la investigación por alguien y Meli no estaría por la causa, como es natural. Y en cuanto a los restantes hermanos… Total: caso cerrado.

—¿Podría instarla un descendiente del administrador? —dijo el capitán—. Vaya —rectificó—, olvidaba que está casado con Amelia.

—¡Santo cielo! —exclamó Mariana—. ¡El nieto mayor!

—¿Hay otro nieto? ¿Estaría dispuesto? —preguntó el capitán—. Ten en cuenta el tiempo transcurrido. No sé yo si a estas alturas se puede admitir una investigación a instancia de parte sobre un suceso tan lejano…, aunque lo cierto es que el cadáver ha aparecido ahora.

—¡Qué dispuesto ni qué nada! —saltó Mariana—. ¡Qué nos importa eso! Lo importante de verdad es que existe otro nieto. Lo había olvidado por completo. ¿Seré obtusa?