Una semana después de su regreso llegó una tarjeta de Amelia agradeciendo a Mariana su regalo de boda en la que firmaba también Rodolfo. «Bueno —se dijo—. Al menos no se pierden las buenas formas». Ella no había olvidado el asunto Fombona, enredada como estaba en los numerosos casos que debía atender en el Juzgado, pero la llegada de la tarjeta reactivó el interés nunca desvanecido. En cuanto pudo, se lanzó al teléfono y no paró hasta dar con el capitán López, que no tenía noticia alguna de Francia ni esperanza de tenerla por el momento. En cambio, le confirmó que el «caso» Ruz estaba reabierto y que se seguían pistas, pero no podía revelar nada más. «Bueno —pensó ella—, yo también sé deducir». Lo cierto era que el intento de dar con el paradero de una persona casi desconocida y presumiblemente muerta era una labor tan ingrata como desesperanzadora, lo cual no prometía un buen resultado. Si hubiese dispuesto de algún contacto con la familia Giraud quizá eso hubiera facilitado las cosas aunque ella se temía que, al igual que los Fombona, los Giraud se cerrarían en banda. Era una historia familiar protegida por intereses distintos y por un temor común que, en su opinión, se parecía bastante al que se tiene a las secuelas de una actuación cuando menos dudosa, si no delictiva. No le cabía la menor duda de que el secreto inicial estaba en el dramático suceso de Basse-Terre; ahora bien: ¿cómo retroceder en el tiempo para llegar hasta él?
La idea del capitán López era la que más le gustaba. En efecto, si en aquel comentario casualmente certero llevaba razón, se explicaría de manera convincente que el administrador hubiera aceptado que lo echaran de la casa sin oponer resistencia. Debería tener, lógicamente, el ánimo roto por el impacto, y con él, el sentido mismo de su entrega a su amada Hélène. «Amada y muerta —pensó Mariana—. Amada, muerta en sus brazos y dolorosamente lejana a la vez». Más que nunca aquella carta despedazada se constituía en el centro del misterio. ¿Conseguiría dar con alguien que aún tuviera la respuesta? De repente se reconoció que un acto que implicaba a tantas personas, tantos sentimientos y tanto tiempo estaba única y exclusivamente en sus manos. Ella era la única valedora del honor y la dignidad de Rufino Ruz. ¿Por qué? ¿Qué la empujaba a resolver aquel misterio en el que no quería interesarse nadie, del cual se había convertido en campeona?
Mariana se vio obligada a hacer examen de conciencia. Tanto como el asunto Ruz le interesaban sus propias razones para tomarlo tan en serio. Y no solamente a causa de la agresión sufrida. Por decirlo a las claras: no era ésta la primera vez que, a propósito de una actitud suya, se preguntaba acerca de lo que su ex marido le echó en cara en varias ocasiones, sobre todo a medida que se acercó el momento de la separación, para entonces convertido en una muletilla que la hería particularmente: su puritanismo. Sus ideas estaban, creía ella, muy lejos de cualquier fundamento que, en espíritu, la empujara hacia el puritanismo, pero había tenido tiempo para reflexionar y meditar acerca del modo en que se tomaba los asuntos relacionados con la dignidad de las personas, empezando por la suya propia, que a veces resultaba chocante, excesivo, quizá insoportable para los demás. La propia dedicación a su trabajo, su pundonor por no dejar para mañana lo que podía hacer hoy, esa especie de compromiso con la disciplina llevado más allá de lo que se considera una exigencia razonable, ¿no la estaría convirtiendo en una persona seca y estricta? ¿No acabaría por empujarla a la intransigencia? Ya en varias ocasiones se había sentido dividida entre una espontaneidad un tanto anárquica y ciertamente alocada y una autoexigencia penitente. La rectitud llevada al extremo puede ser una forma de soberbia, le había dicho el padre Vitores.
Ella era consciente de que buscaba un término medio, pero cuando se enfrentaba a asuntos que la implicaban más allá de lo estrictamente profesional (e incluso a asuntos profesionales que demandasen de ella, o eso le parecía, una comprensión más amplia que la que atañe al justo ámbito jurídico), se encontraba sin quererlo en ese campo de fuerzas aparentemente opuestas que eran la firmeza y la liberalidad. Bien, no tenían por qué ser opuestas y la sensación final era que el conflicto entre ambas actitudes no le disgustaba, que no le importaba esforzarse en tirar de las dos riendas porque esa dualidad formaba parte de su espíritu de manera inequívoca, pero con todo, como un mandato antiguo, la aplicación del principio de firmeza exigente era un valor que provenía de su propia naturaleza. Si esa naturaleza era autónoma y estaba marcada por su educación, no podía afirmarlo con toda certeza, porque el mandato de rigor y autoexigencia instalado en el subconsciente ni sabía reconocerlo ni podía extirparlo. Era una reacción tan ingenua como su puritanismo, o tan arraigada, y por ahí corría con demasiada soltura un sentimiento de culpa por muchos de sus actos, sentimiento que preferiría no tener, pero que no lograba evitar. Ahí estaba, la culpa. Y por causa de ella se exigía llevar a término todo lo que empezaba, incluido el secreto de familia de los Fombona. Aparte de que tenía que resolverlo para devolver el golpe.
El comentario que Sonsoles hizo una vez se abrió paso de repente entre sus pensamientos: «A Mariana le gustan los chicos malos». Una punzada de dolor y también una especie de vértigo de perdición la retrajo a su relación con Fernando Mejía[2]. «Amor de perdición», se dijo recordando incidentalmente el título de la novela de Castelo Branco. ¿Sería tan cierto que hasta un alma simple como su amiga Sonsoles Abós lo había captado? Lo de Mejía, aquel cínico criminal, resonaba aún como un dolor al fondo del cual todavía anidaba un serio temor a aquella clase de deseo que le atraía a pesar de todo, que le atraía tanto como lo detestaba, pues en su conciencia aparecía como algo aborrecible, pero la memoria no dejaba de recordarle hasta qué punto le había atraído. «Agua pasada», se dijo sin mucha convicción. Quizá una parte de ella no quisiera sacarlo nunca de sí misma. Quizá no pensaba ya en la persona concreta sino en las emociones que suscitó en ella, pero eso tampoco era un consuelo porque la semilla seguía ahí resistiendo, esperando la ocasión de desarrollarse y enraizar, y la figura de aquel hombre no terminaba de borrarse. En todo caso, en lo que se refería al episodio concreto: agua pasada, agua al mar, la corriente no vuelve atrás. Suspiró hondo y miró por la ventana. La noche otoñal se había echado encima, antes incluso de que abandonara el Juzgado y recorriese las calles oscuras camino de su casa. Ahora estaba en el salón, sentada en su butaca favorita. Mi enemigo mortal reposaba abierto boca abajo sobre la consola, por esa manía suya de no utilizar marcapáginas; toda la diligencia que ponía en los asuntos del Juzgado se convertía en desorden y pereza en su casa. Decidió prepararse una copa, un whisky con soda, como de costumbre. Al final de cada tarde, por avanzada que estuviera, se sentaba a leer y se preparaba un whisky con soda. Y así una tarde tras otra. La vida se estaba volviendo monótona fuera del Juzgado.
Le habría gustado conocer a Rufino Ruz. Esa imagen del hombre insignificante, secundario, aceptado sólo y siempre como un empleado al servicio de los amos por mucha que fuese la confianza que le otorgaran, que se convierte de pronto en un poderoso protector y un tierno amante de la flor más exquisita de la familia…, esa imagen le fascinaba, como la de los criados que un día acaban por comprar la casa del amo arruinado. Quizá era, en parte al menos, una imaginación suya, pero en todo caso le fascinaba y así era como la había construido desde que conoció los verdaderos términos del drama y empezó a rehacer mentalmente la existencia de aquel hombre. Pensaba en su frustración, en su triste final, en su injusta decadencia. De todos modos, a él bien poco le iba a importar ya que lo reivindicasen. Sólo hay una vida y en ella es donde cabe todo lo que somos capaces de hacer, sentir, desear… y perder. Nada de lo que hiciera por Rufino Ruz tenía ya sentido para él mismo ni, al parecer, para sus descendientes, a juzgar por la actitud de Rodolfo. Pero era esa imagen tan triste de sus huesos tendidos bajo tierra y suplicando perdón lo que le parecía a Mariana la escenificación de un final atroz e inmerecido. Ella sabía bien que, aunque luchara por él, también lo estaba haciendo en realidad por sí misma. Su sensibilidad no soportaba la contemplación de un canje tan miserable por una vida de presumible lealtad, pero había algo más, lo intuía y no sentía miedo por ello: buscaba una especie de redención, un modo de alejar los malos deseos, los malos pensamientos, una manera de demostrar que, con todos sus defectos, estaba hecha de la mejor madera. Por su propio bien, no podía dejar que el asunto terminara en una grotesca burla urdida por algunos desaprensivos; por su propio bien necesitaba torcer ese destino infame o tendría que dejarse llevar por el fatalismo, por la indiferencia o por la rendición sin voluntad. En consecuencia, en el asunto Ruz luchaba también por sí misma. Y si pensara que esta lucha no tenía sentido, ¿qué sentido tendría para ella misma su propia lucha por la dignidad, que tanto apreciaba? Sacar a la luz la verdad del enterramiento del cadáver de Rufino Ruz no evitaría que sucedieran horrores aún peores, en el mundo y quizá también en su vida; significaba sólo, y eso era bastante, que quien ha pagado con su vida tiene derecho a no morir de ignominia por segunda vez.