El capitán López, su más fiel aliado, regresó un día más tarde y apenas puso pie en el cuartel se encontró con una nota de Mariana rogándole que acudiera a verla en cuanto le fuera posible. Antes del mediodía, el capitán pasó por el Juzgado. Mariana lo recibió con verdadero afecto, no solamente porque necesitaba ayuda sino también porque representaba lo contrario del ambiente de la boda a la que asistió. Era de esa clase de personas que le gustaban a Mariana: tímidas en el trato personal y enérgicas en el ejercicio de sus funciones, pero que no carecen de astucia ni de cautela a la hora de tener que habérselas con una situación complicada.

Se escaparon ambos a un bar cercano para obsequiarse con unas cervezas y unas rabas, una de las muchas debilidades de Mariana, especialmente en aquel bar, que tenía a gala ofrecer auténticas rabas, es decir, las patas y la cabeza del magano, no el cuerpo cortado en aros.

—Eso en el resto de España se llaman calamares fritos; pero la raba es la raba.

—Aquí también llaman raba a todo, pero si tú lo dices… —aceptó el capitán.

—Lo digo y lo mantengo. Lo que pasa es que a la gente cada vez le importa menos hablar con propiedad.

Mariana le puso al corriente de la historia de los Fombona con todo lujo de detalles al tiempo que descubría para sí misma que la tenía aparcada, mas no olvidada, y, como era de esperar, logró interesar al capitán.

—Lo sabía —dijo ella al final—, sabía que te iba a llamar la atención. La historia del cadáver arrepentido es irresistible. Ahora lo que necesito son dos cosas. Una: que veamos el modo de saber qué es lo que está investigando la Guardia Civil desde que desenterraron el cadáver, porque es evidente que han tenido que reabrir el caso al aparecer el administrador; ahora ya saben, por ejemplo, que lo enterraron a poco de morir o no hubiera sido posible encontrarlo en la postura en que lo hallaron. Lo segundo es que me averigües cómo podemos dar con la pista del oficial francés, supongo que a través de los servicios de información del Ejército.

Pero el capitán López tenía puesta su atención en otro asunto.

—Lo que no entiendo —comentó en seguida— es cómo te quedaste tan tranquila después de que intentaran matarte. Eres un caso. Tenías que haberlo denunciado y haber pedido auxilio en el momento, para que quedase constancia —dijo el capitán López seriamente preocupado.

—¿Y qué podría hacer yo, aparte de callarme? Sólo de imaginarme en camisón gesticulando al portero de noche se me abrían las carnes. Lo único que pensaría todo el mundo es que estaba loca o que había vuelto colocada de la boda. Y, encima, con los Fombona al acecho.

—Pues haber gritado.

—No pude, no me salía la voz.

—¿No comprendes que pudo volver a intentarlo?

—Yo ahora creo que sólo trataban de asustarme.

—Pues yo no lo creo. Nadie que te conozca puede pensar que va a apartarte del caso de esa manera. Y si crees que fue uno de los Fombona, que te conocen, razón de más.

—En realidad ese ataque es la única confirmación que tengo de que Elena fue asesinada. Quisieron apartarme del asunto o, supongamos lo peor, hacerme callar. Bien: eso establece el fundamento de mis sospechas, ¿no te parece?

—Eres una inconsciente, te lo digo en serio —dijo el capitán, preocupado.

—¿Y lo del francés, qué me dices?

—¿Qué francés? ¡Ah! Un caso de adulterio.

—Que no sabemos si era consentido o no, pero en todo caso Cirilo Villacruz no se fijaba en esas menudencias, aunque a menudo todos estos tarambanas son unos practicantes entusiastas de la ley del embudo. Y, sin embargo, hay un asunto por dilucidar que me parece muy importante. Vamos a ver: ¿cómo es que Hélène, conociendo a su disoluto marido, le encarga que se haga cargo de la recuperación de sus joyas? No me digas que no corría el riesgo de que le vaciara la caja y se largase con ellas. Y reconoce que hay que tener sangre fría para enviar al marido, por mucho que la tuviera medio abandonada, a pedirle al amante que le entregue la autorización correspondiente para retirar unas joyas que ella había puesto a salvo de la codicia de Cirilo. Es inaudito. Y no quiero pensar en la sorpresa del amante; se debió de quedar de una pieza al recibir las instrucciones de manos del mismísimo marido.

—Pero ¿no me has dicho que lo mató? —preguntó el capitán López.

—Ésa es otra —comentó Mariana—. Lo atravesó con su propia espada.

—¿Y se hizo con la autorización?

—No lo sé. Entiendo que no. A partir de ahí es cuando desaparece. No te quiero decir la que se debió de armar para recuperar las joyas porque, claro, la caja de seguridad donde las había depositado tenía que estar a nombre del oficial. Pero eso no es lo que ahora me interesa. Lo importante es tratar de saber qué pasó allí, en Guadeloupe. Hay que seguir la pista a un oficial francés cuyo nombre desconocemos, pero fácil de identificar por causa de su muerte a manos de Cirilo Villacruz, o eso suponemos, que estaba destinado en Basse-Terre.

—¿Es que no se sabe de cierto?

—Es que Cirilo Villacruz desapareció para siempre y nunca se ha vuelto a saber de él, así que se supone que lo mató y huyó, pero no hay pruebas. Lo que yo he recordado de pronto es que la información llegó a la familia por conducto, en primer lugar, del mando militar, que a su vez tenía la información del asistente del oficial. Ese asistente fue entrevistado más tarde, al parecer, por los detectives a los que la familia encargó la búsqueda de Cirilo. Y ahora que lo pienso: ¿no es lo más sensato suponer que el misterioso francés que visitó a Hélène, o a Rufino, o a los dos, en La Bienhallada fuera ese mismo asistente o alguien muy relacionado con él?

—O un compañero de armas.

—¿Tanto tiempo después? Ni hablar. Tenía que ser alguien personalmente implicado en el caso. Así que ese asistente se vuelve cada vez más sospechoso porque es el único que estuvo en el lugar del crimen nada más producirse éste. Veamos: con el tiempo, habiéndose informado cuidadosamente, decide ponerse en contacto con Hélène. Entonces viaja a España, suelta lo que sabe y el administrador sale aprisa para Madrid ¿a hacer qué? ¿Conseguir el dinero del chantaje?

—Puede ser.

—Ya. Tampoco yo lo sé. Eso es lo que pretendo averiguar.

—Pues no me parece nada fácil.

—Mira, tú eres un hombre muy práctico y muy seguro y has tenido contactos con la policía francesa en diversos servicios, así que no te ha de resultar difícil hallar el modo de dar con el oficial y, de paso, con el asistente.

—Si es que vive.

—Ah, pero las familias se transmiten los sucesos que adornan su vida y la suya no será una excepción. Bien sea por parte del oficial, bien por la del asistente, alguien debe de saber en Francia lo que los Fombona nos están ocultando en España.

—Y tanto tiempo después, ¿a ti qué te va en ello?

—Buena pregunta, señor capitán. ¿Sabes lo que me va? Pues me iba una mezcla de piedad y respeto por la figura de Rufino Ruz. Me jode que se quede secuestrado por la familia Fombona y guardado poco menos que en un cajón de la cocina o en un hueco de la despensa. Le deben mucho y no le reconocen nada, lo esconden, lo anulan… Una de las cosas que peor soporto en esta vida es la mezquindad. Pero desde anteayer me van las ganas de devolverles a los Fombona el maltrato y, en especial, verle la cara al hijo de puta que me atacó de madrugada.

—Pero vamos a ver —razonó pacientemente el capitán López—, ¿no me dices que tu amiga se estaba casando con un nieto de ese administrador?

—Sí. Un bicho raro.

—Pues… su abuelo ya está reivindicado con la boda.

—Lo estaría si no hubiese reaparecido en la finca tal y como apareció enterrado.

—Pero la boda…

—La boda era inevitable, pero entre el cadáver y la muerte de Elena se convierte en un asunto abracadabrante.

—Bueno, como te conozco, creo que no necesito seguir preguntando —López se tomó un respiro—. No te prometo nada, excepto que lo voy a intentar.

—Como yo a ti también te conozco, con eso me basta.

Mariana se quedó en silencio contemplando al capitán López mientras éste paseaba la mirada distraídamente por la calle a través de la cristalera del bar. Era un gesto típico suyo cuando algo le concernía de manera suficiente. Mariana se sonrió pensando para sus adentros: «Hay que ver la buena madera que tiene este hombre». López era pocos años más joven que Mariana, quizá no pasase de los cuarenta, y su carrera en la Guardia Civil estaba siendo verdaderamente brillante. Era uno de esos tipos de extracción modesta que se había hecho a sí mismo ayudado por un severo ejercicio de rectitud moral. Su hermana menor, que vivía en Gijón, era el mismo estilo de persona. Él estaba casado desde tiempo atrás con una chica algo más joven y bastante más simple, pero de buen carácter, con la que tenía dos hijos. Mariana apenas la había tratado fuera de lo profesional, salvo en la fiesta de fin de año y alguna que otra ocasión, muy de pasada y por pura coincidencia.

—Oye —preguntó Mariana de pronto—. ¿Te dijo algo tu mujer al día siguiente por volverte a aquella fiesta?

—Nada. ¿Qué iba a decirme?

—Hombre, algo de pelusa ya tenía porque yo bailara contigo.

—Qué va, lo que pasa es que no está acostumbrada a beber y con dos copas de champán se desorienta. Me la llevé y se quedó roque en un momento y yo, en cambio, desvelado. Por eso volví.

—Por mí, estupendo.

—Por mí también.

Se produjo un silencio.

—Lo que me sigo preguntando —dijo Mariana cambiando bruscamente de conversación— es la razón por la que Elena muere. Tiene que haber un hilo conductor entre ese asesinato, que claramente lo es aunque no tengamos pruebas, la carta perdida que le cuesta la muerte a Hélène y el increíble asunto del cadáver del administrador. La carta, la carta. Necesitamos la carta. No sé, de verdad es algo que está empezando a obsesionarme otra vez. Casi me había olvidado y en cuanto te lo he contado he vuelto a meterme de cabeza en ello.

—Eh, que yo no tengo nada que ver.

—Ya, hombre. Lo sé. Lo digo porque al contártelo todo y pensar en el francés de nuevo…, en fin, que me he puesto a darle vueltas otra vez. Hélène… ¿Qué es lo que le impresiona tanto a ella? ¿Qué teme con la llegada del francés?

—O a él, al administrador —comentó López—, a lo mejor al que se le cayó el alma a los pies fue a él.

Mariana se lo quedó mirando con gesto de sorpresa.

—Pero ¿se puede saber por qué eres tan listo y lo disimulas tanto? —exclamó Mariana, cuando pudo recuperar el habla, con una mezcla de admiración y simpatía. «Al que se le cayó el alma a los pies fue a él», se repitió absorta después de que el capitán se despidiera.