Al levantarse por la mañana, lo primero que hizo Mariana de Marco fue asomarse a la ventana de su casa. El cielo estaba cubierto, pero calculó que antes del mediodía ya habría despejado. Era un día clásico del último tercio del mes de Septiembre: gris y sin embargo luminoso, templado y sereno. El día anterior hizo la última parte del viaje habiendo anochecido y se metió en la cama después de telefonear a su madre para confirmarle que había llegado sin novedad, de modo que al despertar se encontraba fresca y descansada y dispuesta a entrar en acción. En el Juzgado la esperaba una buena sesión de trabajo, aunque había adelantado varios asuntos antes de salir, como previsión. Mariana era del género puritano en lo tocante a la profesión y no le gustaba acumular retrasos, al punto de ser capaz de quedarse un día y otro hasta bien tarde con tal de no permitir que se produjeran acumulaciones sobre su mesa; tenía verdadero pánico al desbordamiento porque bien sabía que el retraso sólo criaba más retraso, como la humedad el moho, y al final le costaba un esfuerzo ímprobo recuperar el ritmo. Una vez soñó que se encontraba perdida en un laberinto de legajos que se alzaban unos sobre otros altos como armarios, formando calles que podía recorrer, pero que le impedían alargar la vista en busca de una salida; era, sin duda, una representación inconsciente de su rechazo a la acumulación de papeles pendientes sobre su mesa de trabajo. El ejercicio de terminar lo que se proponía cada día era resultado de una lección aprendida en el bufete a costa de muchas noches en blanco.

Sin embargo, a lo largo del día tuvo tiempo de intentar localizar, en primer lugar, al capitán López, de la Brigada Judicial de la Guardia Civil, con quien había trabajado desde sus inicios en el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción de San Pedro del Mar y al que le unía ya una relación de compañerismo. Desgraciadamente, se encontraba fuera del cuartel en una misión que le llevaría algún día más y por la que Mariana prefirió no preguntar. Era un hombre recto y sobrio, de trato agradable y muy bien preparado, y ambos se respetaban profesionalmente. Su relación se ceñía a cuestiones de trabajo, aunque en la última fiesta de Año Nuevo había descubierto, al compartirlo con su esposa por esa noche, pues acudieron todos juntos a la fiesta, que era un bailarín empedernido, lo cual la había dejado de una pieza.

«¿Mi marido? —había dicho su esposa—. Huy, no sabes cómo es de bailón. A mí me agota. No se cansa nunca». Así que se lo habían repartido, aunque ellos dos un poco intimidados al principio por aquel salto del trato profesional al emparejamiento musical.

Mariana, al no encontrarlo, estuvo reflexionando acerca del modo en que podría conectar con un servicio de información que pudiera ayudarla a llegar al misterioso ciudadano francés que visitó La Bienhallada unos días antes de la muerte de Hélène.

—Chica, pues no sé qué decirte. Échale un galgo a ese franchute —dijo su amiga Carmen, a la que había puesto al tanto de la historia nada más regresar a Villamayor. Carmen la ayudaba a pensar con sus espontáneos comentarios, aunque esta vez se encontraba tan despistada como su amiga—. Anda que no es una historia macabra ni nada, mira tú en lo que se te ocurre ir a fijarte. Es que te metes en cada lío…, porque te podían haber matado, así, a lo tonto.

—Sí, algo me dice que estoy metida en un lío. Pero me intriga mucho, no lo puedo resistir, la verdad.

Se quedó en silencio, meditando, durante unos segundos. Luego dijo:

—Vaya; eso y que me parece una triste injusticia que a una persona la arrojen a los pies de los caballos para salvar el honor de una familia.

—Tampoco sabes.

—Si supiera lo que pasó…

Por la noche, de vuelta a casa, tranquilamente reclinada en el sofá, había tenido que dejar el libro recién empezado (Mi enemigo mortal, Willa Cather otra vez) porque no lograba concentrarse. Lo había cogido justamente para distraerse y no lo conseguía.

Estaba segura, con una intuición firmísima, de que la visita del francés era, si no el desencadenante de la tragedia, sí el mecanismo que la había puesto en marcha.

La otra pregunta que se hacía sobre el mismo asunto era acerca del destinatario de la visita. Se había ido dando cuenta, a medida que daba vueltas al enredo, de que no estaba nada claro quién era el objetivo de la visita del francés: ¿Hélène o Ruz? ¿A quién intentaba chantajear el francés, a Hélène o a Ruz? El contenido de la carta afectaba a Hélène, seguramente porque, de hecho, debía de ser la carta que ella entregó a Cirilo y que cada vez más se perfilaba como eje y explicación de los sucesos de Guadeloupe, pero no fue ella quien dio la cara, aunque ahí el relato de Felisa se tornaba un tanto confuso. ¿Recibió Hélène al francés y posteriormente se interpuso entre ambos el fiel Ruz apartándola del engorro o habló éste directamente con aquél? Sin duda alguna, la carta tenía que ver con un asunto oscuro, algo más que la mera indicación de que se le facilitara a Cirilo la autorización firmada para retirar las joyas. Lo malo era que ahí se encontraba ella con un muro.

Apenas un par de días después, la atención de Mariana sobre el «caso» Ruz empezó a difuminarse por efecto del trabajo en el Juzgado. A medida que pasaban las horas y el escenario de la boda se alejaba de ella, el misterio le iba pareciendo más trivial y su importancia más relativa. Los asuntos del Juzgado la tenían absorbida, su vida entró en otro ritmo, la cotidianeidad misma le hacía comprender que su relación con el caso era sumamente vaga y, sobre todo, contemplaba su amistad con los Fombona como una cuestión liquidada. Incluso la imagen del administrador en pie junto a Hélène el día de su boda, la que pudo ver apenas durante un minuto en el dormitorio que fue de Hélène primero y de Elena Villacruz después, permanecía en su memoria con mayor nitidez que el conjunto de sus relaciones con los demás miembros de la familia; y le pareció evidente que se había dado a sí misma, de manera inconsciente, el mandato de apartarse de ellos para siempre.

Pero, con todo, quedaba un asunto pendiente que se sabía incapaz de olvidar: tenía que devolver el golpe a quien se lo diera a ella aquella noche en el hotel.