Salieron de la penumbra al calor, que los abrazó apenas traspusieron la puerta del bar. Eran ya las doce del mediodía, con el sol en la vertical del cielo. Caminaron lentamente hacia sus automóviles, hablando. Al llegar al de Mariana, se detuvieron y siguieron charlando. Luego se besaron en ambas mejillas y así se despidieron. Mariana había dejado su coche al sol y tuvo que bajar las ventanillas delanteras y aguardar en pie junto a la puerta abierta mientras se ponía en acción el aire acondicionado. Luego se metió en el coche y cerró todo. Al principio sintió el ahogo de la chapa recalentada, pero poco a poco el aire fresco empezó a aliviarla. Mientras se recuperaba siguió pensando. La conversación con Mansur había puesto en marcha el torbellino de ideas que llevaba dentro y, aunque empezaba a ver cierta claridad, se daba cuenta de que lo fundamental era ordenarlas porque sólo así aparecería el dibujo de la historia que estaba buscando. Pero ahora sí corrían las ideas y, efectivamente, aunque estuvieran enredadas y no mostrasen con claridad sus respectivas trayectorias, tenía la sensación vívida de que todas confluían en un punto, que era la salida del laberinto. Puso el coche en marcha y sacudió la cabeza, como si expulsara todo lo que había estado pensando. Ahora tenía que conducir y no era momento de distracciones.

Al tomar la dirección de salida, su automóvil quedó emparejado con el de López Mansur, que también maniobraba en ese momento. Mansur bajó la ventanilla del copiloto.

—¿Vas a seguir investigando? —preguntó.

—Estoy en ello —contestó Mariana, que también había bajado el cristal de su ventanilla.

—Espero que tengas suerte. ¿Qué piensas hacer?

—Voy en busca de un francés.

—Vaya, vaya. Un francés. Luego te quejarás de la fama que te echan —dijo Mansur. Ella agitó la mano en señal de despedida.