«Una carta —se dijo después de dejar a Felisa—. La carta. He ahí la carta de Hélène —insistió con todo convencimiento al recordar la mirada de Meli—. ¿La compraría Ruz? ¿El viaje a Madrid fue para sacar fondos y pagar el silencio del francés? Dios mío, lo que daría por saber el contenido de esa carta. Y muy probablemente aún la guardan —añadió volviendo a recordar la cómoda del dormitorio—. ¿Un cajón secreto, quizá? Es lo más propio. Pero la original, si es que el viejo Ruz no era tonto, que no lo era, se la debieron de entregar en Madrid. La que llevase el francés sería una copia. ¿O hizo desaparecer el original y olvidó la copia partida en dos? Pero, en tal caso, alguien la tuvo que coger. ¿Hélène? ¿La guardaría Hélène? ¿En el cajón secreto? ¿La encontraría allí Elena?».
De vuelta a la plaza, sintió el calor. Era uno de esos días de los estertores del verano en que éste parece querer morir castigando. El sol caía ya a plomo y la gente andaba de sombra en sombra o se escondía en los soportales para tomar aliento. El calor era una materialización de la lentitud a la que el pueblo parecía haberse adaptado con la experiencia de cientos de veranos. Mariana, antes de coger el coche, entró en una tienda de comestibles que era también estanco y quiosco de prensa a comprar el periódico. Cuando volvió a salir al exterior, echó un vistazo por toda la plaza hasta que localizó un bar. Tenía sed y pidió un refresco en la barra. El bar era un cuchitril que desdecía del aspecto boyante del pueblo, aunque parecía limpio. El dueño tenía la camisa arremangada hasta los codos y un paño de cocina echado al hombro. Mariana se dedicó a hojear el periódico mientras bebía su refresco a pequeños sorbos. No había aire acondicionado, pero la temperatura era agradable.
La puerta se abrió y entraron dos hombres que se pusieron a charlar con el dueño. A poco, alguien más entró en el bar y pidió una cerveza.
—¿Quinto o botella? —preguntó el dueño.
—Quinto.
Mariana alzó los ojos hacia el recién llegado y plegó el periódico.
—Mansur —dijo al reconocerlo—. ¿Y Cari?
—Todavía en el hotel. Estoy dando una vuelta para hacer tiempo. ¿Y tú?
—Lo mismo. Me voy ya para Madrid, a despedirme de mi madre, y luego sigo viaje.
—¿A Santander?
—A Villamayor.
—¿No echas de menos San Pedro?
—Estoy bastante cerca, en realidad. Pero tampoco pienso quedarme en Villamayor.
—¿Qué tal the day after the wedding?
—Bien. Oye, ¿qué tal me porté ayer?
—¿Te han regañado?
—Mucho peor. Me odia toda la familia.
—No te preocupes. No son tan distinguidos como ellos se creen. La gente elegante y bien educada de verdad procura no hacer la vida incómoda a los demás, y menos en su casa. No lo digo porque yo pertenezca a esa clase: es lo que he visto. Y te diré una cosa, para tu tranquilidad: te odian porque no les dejas olvidar.
—Pues sí que me dejas tranquila, tú también. Bueno, yo simplemente quería saber si me excedí en algo.
—En guapa.
—Oye, no me lisonjees, que sé mirarme al espejo.
—En serio. Estabas muy atractiva.
—Eso es otra cosa y ya me parece más razonable. Una hace lo que puede con lo que tiene.
—De acuerdo. Yo no te lisonjeo, pero tú no me vaciles.
—Es mi naturaleza, como dijo el escorpión a la rana.
López Mansur rió alegremente.
—Supongo que conseguiste quitarte de encima al pelmazo de Joaquín —dijo cambiando de conversación.
—Es un poco pegajoso, lo reconozco, pero al final estaba imposible. Lo que ha perdido es gracia, se ha quedado antiguo. Al final, a pesar de todo, resultó ser el más amable. La verdad es que, entre unos y otros, me dieron la noche. Y esta mañana, la acabó de rematar el cura.
—¿Qué me dices? ¿Ése también?
—Pues sí, son aliados. Oye —empezó Mariana, tras un titubeo—, ¿recuerdas la historia del cadáver arrepentido?
—No es fácil de olvidar.
—Empiezo a tener algunas ideas al respecto.
—¿Sobre el enterramiento?
—Sobre el sentido del enterramiento.
—Yo no he vuelto a pensar en ello. ¿Tú qué crees?
—Yo creo que quien de verdad sabe más de lo que dice es el cura.
—Los curas ya sabes que son maestros en escribir derecho con renglones torcidos.
—Sí; en realidad es «el modo de no saber» lo que me hace pensar que sabe mucho.
—Puede que esté bajo secreto de confesión —dijo alegremente Mansur.
Mariana se quedó mirando al vacío.
—¿He vuelto a decir una necedad? —preguntó Mansur.
—Nada de eso —dijo Mariana—. Nada de eso… —repitió pensativa.
El tiempo quedó repentinamente suspendido entre ambos.
—Era el director espiritual o algo así de Elena, ¿no? —preguntó Mansur rompiendo el silencio.
—En efecto —dijo Mariana volviendo en sí—. Era su confesor.
—Pero no tiene nada que ver con lo del oro desaparecido y reaparecido y la muerte de la abuela de Amelia y todo aquello que me contaste, ¿no?
—Fíjate que hasta ayer mismo he estado convencida de que todo tenía que ver. Incluida la muerte de Elena.
—¿La muerte de Elena entra en el lote? Santo cielo.
—Luego he pensado que no, que no tenían nada que ver, que eran tres asuntos diferentes y que si no los separábamos no daríamos con la explicación de cada uno.
—Pero la familia oculta algo.
—Y ahora, al oírte decir lo del secreto de confesión, empiezo a pensar que sí que hay un nexo de unión, aunque sean asuntos diferentes.
—¿Te importaría aclararme ese galimatías?
—Quiero decir que la muerte de Hélène va por un lado y el cadáver arrepentido va por otro y luego tenemos la muerte de Elena; cada uno es un caso, pero intuyo que todos están no directa, aunque sí remotamente relacionados; lo que importa es que siendo asuntos diferentes, al final coinciden. Bueno, es una corazonada nada más.
—No te sigo.
—Mejor. Dime, tú que eres hombre de mundo: ¿por qué alguien que ha puesto su vida y su fortuna a los pies de una mujer a la que nunca creyó alcanzar acepta de pronto su derrota, desaparece y se hunde en el abismo, en una vejez cada vez más idiota?
—No sé… —Mansur meditó—. ¿Por una culpa, tal vez?
—Podría ser, pero no me encaja. O no quiero que me encaje. Lo que pasa es que yo no conocí al administrador y, aunque he tratado de hacerme una idea de cómo sería, sé que lo tengo idealizado o, mejor dicho, imaginado. Me he hecho una composición del personaje y lo malo es que puede ser cierta y puede no serlo; pero si el verdadero Rufino Ruz responde a la idea que yo tengo de él, me cuesta aceptar que se desmorone tan estrepitosamente por un problema de culpa.
—Tengo una curiosidad. Él era un administrador de varias familias, ¿no es cierto? Mi pregunta es si te parece que con ese oficio podía haber hecho la fortuna que parecía tener.
—Ya veo por dónde vas. Volvemos a la idea de que se hizo con el oro, ¿no?
—No es una hipótesis descabellada. Desentierra el oro, lo deposita en Suiza, por su carácter pundonoroso deja la mitad a nombre de Elena y con la otra mitad financia su amor por Hélène pasando a ser considerado un benefactor. Es una jugada diabólica y tiene hasta un punto de honestidad: esa media fortuna reservada a la hija, por si algún accidente estropea su plan. ¿Sabemos algo del hijo de Ruz? ¿Heredó algo a la muerte de su padre?
—Sí, habría que investigar eso, pero no lo creo; no creo que se tratase de una jugada diabólica, como dices tú. Ruz tenía fama de ser muy estricto y muy inteligente y bien podría haber ido haciendo una modesta fortuna a lo largo de su vida. Al fin y al cabo, lo único que ofreció a Hélène fue una finca adquirida a bajo precio y una vida confortable, pero sin ostentaciones de ninguna clase. Vivían en la finca y él tenía una oficina en Madrid que le servía también de dormitorio, nada extraordinario, pues. Era un buen piso, muy céntrico, pero un piso alquilado, no en propiedad.
—No digo que no.
—El problema es que quien lo enterrara no fue alguien de la familia Fombona y que al hacerlo quiso decirles algo.
—Ésa ya es una conclusión. ¿Y si no llegan a encontrarlo? Bien podría haberse descubierto dentro de dos generaciones. O nunca.
—Ahí está el quid. Y une a eso la oscura muerte de Hélène Giraud. Sí, ya lo sé, un infarto, pero las condiciones del suceso son de melodrama decimonónico. Esa escena la hubiesen bordado Eça de Queirós o Rómulo Gallegos.
—Y tras dos muertes el oro está ahora en manos de los hijos, con Amelia beneficiada, ¿o te entendí mal?
—Curioso, ¿verdad?
—¿Has pensado en la posibilidad de que quien lo enterrara no lo hiciera por dejar un mensaje? —dijo Mansur.
Mariana dejó bruscamente su vaso aún medio lleno sobre la barra y miró a Mansur con reconcentrada atención.
—Ésa era mi idea inicial —dijo pensativa.
Mariana se preguntó entonces por qué había dejado de lado esa posibilidad.