Mariana aparcó su coche en la plaza del pueblo y fue caminando hasta la casa de Felisa. El pueblo le recordaba un viaje anterior por otras zonas de La Mancha —había cubierto un periplo pasando por localidades como Bolaños de Calatrava, Daimiel, Manzanares, Valdepeñas…— donde se había admirado de su limpieza y pulcritud, del importante cuidado urbanístico y de la evidencia de que en su aspecto, en sus calles y edificaciones, nuevas o restauradas, se reflejaba el dinero. Quizá antes también lo hubiera, pero encerrado en sí mismo, en tiempos en los que el caciquismo pueblerino y la sumisión general iban de la mano; por eso no lo lucían como ahora, posiblemente porque ahora la riqueza se hallaba más extendida o alcanzaba a beneficiar a más gente.

La casa donde vivía Felisa con su hija era antigua y de una planta; una vivienda modesta y bien mantenida, con geranios en las ventanas. La encontró en la cocina, sentada a la mesa, limpiando judías verdes en un cuenco.

—Buenos días, señorita, ¿qué de bueno la trae por aquí?

—Pues que no me quería ir sin despedirme, Felisa.

—Ah, muchas gracias. Pero coja una silla y siéntese usted, aunque sea un momentito.

Mariana no dudó en hacerlo mientras Felisa la contemplaba con aprobación.

—¿Y qué tal la boda? ¿Le gustó?

—Muy bonita, sí. Y cómo tenían la iglesia, que daba gloria verla. Y la novia, tan guapa. Y la gente, tan bien vestida.

—Usted no se quedó al banquete.

—Al convite no estábamos invitadas.

—Qué pena, con lo elegantes que iban usted y su hija.

—Los pobres, ya sabe usted, a mirar. Pero a mí no me importa, ¿eh?, que a mí hay mesas a las que no me va sentarme, que no va conmigo, vamos.

—Mejor para usted. Así, entre nosotras, le diré que la mayoría son unos aburridos que se las dan de importantes.

—Eso mismo pienso yo.

Se hizo un silencio que Mariana rompió en seguida.

—Ahora que recuerdo. Estábamos hablando allí a la puerta de la iglesia y nos quedamos a medias porque nos interrumpieron, pero me estaba usted diciendo algo que me dejó intrigada.

—Usted dirá… —Mariana captó que Felisa se colocaba a la defensiva, pero siguió adelante con decisión.

—Es que, si no recuerdo mal, mencionó usted la visita de un francés estando recién llegada a servir en la finca…

—Ah, sí, es verdad. El francés. Sí, eso sería… unos días antes de la muerte de la señora Hélène, mismamente.

—Vaya, qué curioso. Y fue una visita… normal.

—No sé. Yo no le había visto nunca antes.

—Quiero decir que vino y se fue en el día, que fue una visita, visita —Mariana hizo hincapié en esta última palabra.

—Si. Era un señor que dejó el coche esperando hasta que se fue. Llegó por la mañana, al final de la mañana me parece, y ni siquiera se quedó a comer.

—Y dice usted que era francés.

—Eso me lo dijo el chofer, que venía desde Madrid, porque es que había alquilado el coche en Madrid y le estuvo esperando hasta que se fue. Porque él no se iba a quedar a comer, sólo venía a ver a la señora, pero llegó el señor y entonces se ve que se entendieron entre ellos porque la señora no bajó de su habitación. El chofer era muy simpático y me alabó mucho la comida, porque le apeteció probar el potaje que yo había hecho. No sabe usted qué sofoco tuve que pasar —Mariana se dio cuenta de que Felisa bajaba la guardia.

—Entonces, ¿a quién venía a ver, al señor o a la señora?

—Él preguntó por la señora, pero estuvo hablando con el señor.

—¿Sólo con el señor?

—Sólo.

—¿Y la señora?

—La señora ya le dije, se quedó en su habitación. No se encontraba nada bien, me acuerdo que estaba muy pálida y la tuvieron que acompañar a su cuarto para que se echase un rato, pero ya no se levantó en toda la tarde.

—¿No recuerda usted el nombre del francés?

—¿El nombre? No, nadie me lo dijo. Y si me lo hubieran dicho, igual, porque no me habría enterado; como era en francés…

Mariana hizo una pausa antes de continuar.

—Así que el señor Ruz y el francés se quedaron solos hablando.

—Eso es.

—No se ofenda por lo que voy a preguntarle: usted no se enteraría de lo que hablaron, ¿no?

—Yo no, señorita, porque tengo educación; pero sé que le trajo una carta.

—¿Una carta? —Mariana hubo de hacer un verdadero esfuerzo para ocultar su excitación.

—Una carta que el señor llevaba en la mano cuando salió a despedir al francés. O sea, un sobre que dentro tenía la carta.

—Vaya, ¿y eso cómo lo sabe usted?

—Porque cuando el coche arrancó con el francés, el señor se quedó ahí parado a la puerta de la casa como si le hubiera dado un aire y ahí mismo sacó la carta del sobre y la miró y luego hizo un gesto que me dio pena el pobrecito.

—¿Un gesto de dolor?, ¿de rabia?, ¿de impotencia?

—De eso, sí.

—¿De impotencia?

—Sí. No. De desespero.

—Pues vaya carta —comentó Mariana.

—¿Quiere usted que le diga una cosa? Para mí que esa carta tuvo algo que ver con la muerte de la señora, que en paz descanse.

—Pero, Felisa, ¡qué me dice! —Mariana hizo un exagerado gesto de sorpresa, una invitación a continuar.

—Lo que yo le diga.

—Pues sería muy interesante saber lo que decía la carta.

—Eso es imposible, porque el señor la rompió.

—¿Eso lo vio usted?

—Yo vi cómo se sentaba en el salón, abajo, lo que antes era el salón, y se quedaba planchado en una butaca. Yo estaba preocupada, ya se puede imaginar, y la doncella, que había dejado a la señora dormida según me dijo, estaba abajo conmigo. Las dos estábamos muy preocupadas y de vez en cuando nos asomábamos por turnos; yo más, porque era casi una niña y no había salido de mi casa hasta entonces y claro, tenía miedo y no entendía nada, ya ve usted, lo que es la falta de experiencia. ¿Qué miedo habría de tener yo? Pero es que todo era nuevo para mí y los señores me parecían gente tan distinta, ¿me entiende? El caso es que en una de éstas vi cómo se levantaba y rompía un papel en dos pedazos. Me acuerdo de que me dio mucha pena por él, porque se veía que estaba sufriendo.

—Pero no lo tiró —la intuición se abría paso.

—¿El qué?

—El papel roto.

—No. Es verdad. No lo tiró. O sea, que yo no lo vi luego, al recoger el salón.

—Sí que es una historia rara.

—Pues ya ve usted. Y como una semana después, en cuanto el señor volvió de Madrid, porque se fue a Madrid a la mañana siguiente, porque la señora se encontraba mejor. Claro que lo de ponerse bien es según se mire, porque desde que yo entré en la casa a mí me parecía que estaba como ida. No debía de estar tan bien porque al poco de volver el señor le dio el soponcio a la señora y se murió.

—Y doña Elena…, porque Elena vivía en la finca, ¿no es verdad?

—No. Ella vivía en Madrid y venía a la finca a menudo.

—Y dice usted que la señora Hélène no vio al francés.

—Si lo vio, yo no lo sé. Yo sólo vi al señor con el francés.

Mariana se quedó mirando a Felisa en silencio mientras ésta rebuscaba en su memoria.

—¡Ah! —dijo de pronto—. Ya me acuerdo, ya. La señora Hélène estaba recogida en su cuarto porque se encontraba mala. La señorita Elena se tuvo que ocupar de ella. Y el hijo del señor también vino en un coche a recoger a su padre para llevarlo a Madrid.

—¿El hijo del señor Ruz?

—El hijo también venía alguna vez, muy poco.

—¿A la finca?

—Sí. Era un muchacho apocado, que vivía en Madrid, no sé si estudiando y también trabajando para su padre. Se ve que le estaba enseñando a llevar las cuentas y todo eso…, o sea, que estaba a lo que le mandaba el padre.

—Vaya, vaya. Y, entonces, el día de marras, estando los tres en casa, hay una especie de pelea y la señora fallece.

—No sé si hubo una pelea, yo no la recuerdo. De lo que sí me acuerdo muy bien es de que la señora Hélène gritó de una manera que a mí me puso los pelos de punta, ¿sabe? Era un grito largo, largo, que sonaba en toda la casa y sonó un rato hasta que se paró como si se le hubiera roto la garganta. No le quiero contar el susto. Yo me quedé agarrada a la mesa de la cocina y de allí no había quien me moviera. El guardés y su mujer y la doncella sí que salieron corriendo, pero yo me quedé allí sin poder moverme y me metí debajo de la mesa, que es donde me encontró la mujer del guardés. No sabe usted qué susto; yo era casi una niña.

—Qué cosa más tremenda —murmuró Mariana.

—Y usted que lo diga. Vaya disgusto que me llevé.

—Y luego fue cuando doña Elena echó a los Ruz de la casa.

—A los dos días, mismamente. Ni uno más. Que me daba una pena a mí el señor, que ni le dejaban estar al lado de doña Hélène. Los echó como a dos perros. La verdad es que no hizo bien. El señor quería mucho a la señora y el pobre hijo era un infeliz que no hacía mal a nadie. Yo no quiero decir nada malo de ninguno, Dios me valga, pero para mí que la señora Elena fue muy injusta con ellos.

—Sí; menuda era… —comentó Mariana suspirando—. Total, que habría que saber lo que decía esa carta. Y quién era el francés.

—Doña Elena lo debía de saber.

—Me parece a mí que doña Elena —dijo Mariana sonriendo— ya no puede contarnos nada.

—¡Jesús, María y José, qué disparate he dicho! —murmuró Felisa santiguándose.

Mariana se puso en pie.

—Pues nada, Felisa, me ha dejado usted a medias, pero le agradezco mucho la conversación. Lo mismo la llamo si se me ocurre algo nuevo.

—Lo que usted quiera, señorita.

—Y ahora me voy. Dé muchos recuerdos a su hija y muchos besos a los nietos y cuídese, que está usted estupenda y con una cabeza que para mí la quisiera.

—Ande, ande, señorita Mariana, no se ría de esta vieja. Usted sí que tiene cabeza. A ver si no, para ser Juez.