La mano que apartó el visillo, lo alzó y lo mantuvo recogido en el aire se crispó. La mirada desdeñó todo el frente delantero del hotel para detenerse en la figura de la Juez Mariana de Marco, que se dirigía a su coche cargando una maleta y una sombrerera. Se entretuvo en abrir el maletero e introducir en él los dos bultos. En sus movimientos había una provocadora seguridad, una especie de lentitud deliberada. Aún se tomó un tiempo para entrar en el automóvil, como queriendo hacerse ver antes de partir, sin prisa. Seguía sus movimientos con la fijeza del gato que acecha al ratón en el campo. Unos pasos a la izquierda del lugar donde el automóvil estaba aparcado, un jardinero contemplaba lo que para él parecía ser un espectáculo a juzgar por la atención con que seguía todos los movimientos de la Juez. Había abandonado su trabajo y miraba con la azadilla colgando de su mano como un apéndice casi desgajado del brazo. El coche se puso finalmente en marcha; a través del parabrisas delantero vio a Mariana de Marco ajustarse el cinturón mientras continuaba girando muy despacio hasta colocarse de cara a la salida y luego el auto describió un semicírculo hacia atrás; Mariana echó las manos al volante y rehízo la trayectoria; acto seguido se dirigió despacio a la salida, traspasó lentamente la vistosa portalada y, como si le hubiera picado un insecto, salió enérgicamente a la carretera y se alejó con rapidez.

—Estúpida metomentodo —murmuró antes de dejar caer el visillo.

—¿Decías algo?

—Nada.