Mariana encontró al padre Vitores en la terraza del bar, sentado ante una taza de café. A pesar de lo temprano de la hora, el sol calentaba ya con fuerza, por lo que el mozo estaba alzando en aquellos momentos uno a uno los grandes parasoles de loneta blanca que protegían las mesas. Aparte del sacerdote, no había nadie más en la terraza, aunque sí algunas personas en el interior, donde se encontraba el buffet del desayuno. Mariana saludó, entró en el bar y al poco rato regresó trayendo un plato con un panecillo abierto, tostado y regado con aceite, jamón cocido y un zumo de fruta. Un camarero la seguía con un servicio de café. Tomó asiento, se volvió a calar sus gafas de sol y empezó a desayunar con buen apetito.

El padre Vitores se sirvió otro café antes de empezar a hablar y encendió un cigarrillo.

—Café y cigarrillo —dijo Mariana señalándolo con la mano—. Vaya una manera de empezar a destrozarse el estómago desde por la mañana.

—He desayunado hace un buen rato; yo me levanto con el alba.

—Bien hecho. Los curas tenéis que dar ejemplo. Por cierto, no te importará que te siga tuteando, como tú a mí.

Mariana, mientras comía tranquilamente, no dejó de observar al padre Vitores. Nada mostraba en él alguna clase de inquietud, presumible ante la charla que debería cumplir con ella, ni huella del mandato recibido, porque, evidentemente, se trataba de una conversación preparada. Le admiraba la naturalidad con la que estaba allí, frente a ella, como si se tratara de un encuentro normal y distendido que los tuviera casualmente sentados a la misma mesa. «Lo que es la experiencia», pensó.

Cuando vació el plato y se sirvió el café con leche, optó por reclinarse en su silla con aire satisfecho.

—Bien —dijo el sacerdote tomando la actitud de Mariana como una invitación a la charla—, como te he dicho por teléfono, quería hablar contigo esta mañana, antes de que nos dispersáramos todos.

—Me parece encantador por tu parte —respondió Mariana.

—Trataré de explicarme. Pero antes te quería comentar que me ha parecido observar que entre Amelia y tú había algún roce, en fin, que no estabais muy a gusto la una con la otra, lo cual me parece raro porque, si no me equivoco, las dos sois muy amigas.

—Sí, sí, amigas de toda la vida —Mariana pensó para sus adentros: «Ajá, así que quieres hacerme cantar a mí para abrirte una puerta, ¿no es así? Pues vas listo».

—Me preocupa Amelia. La he visto nerviosa, distraída…

—No te preocupes, una boda pone de los nervios a cualquier novia. Amelia y yo estamos más unidas que nunca.

Jugaba con él, un tanto al borde del peligro porque tampoco deseaba que se diera cuenta de que ella conocía de antemano su intención, pero jugaba al desconcierto y, por lo que podía ver, el padre Vitores no se desconcertaba fácilmente, pues siguió adelante con toda naturalidad.

—Así son las amistades de tanto tiempo. Tengo entendido que las dos os encontrabais muy unidas. Si no recuerdo mal, ella no siguió contigo en la Facultad, pero continuasteis unidas a pesar de todo. Las amistades del colegio, o se olvidan al pasar a la Universidad o duran para siempre.

—Que es nuestro caso.

—Y tú ¿lo has pasado bien estos dos días?

—Genial. Me ha encantado volver a visitar la finca; hacía mucho tiempo que no venía por aquí. Y la boda ha sido un éxito.

Se produjo un silencio. Mariana observaba al cura escudada tras sus gafas oscuras.

—¿Cómo has encontrado la casa? —preguntó al fin el otro—. ¿Has podido volver a visitarla?

—Claro, de arriba abajo —contestó ella con un ademán desenfadado. Pensó: «Ya estás aquí, a ver cómo sigues».

—Ahora que lo dices, ya sé por qué te he preguntado por vosotras dos. No sé si sería un roce, pero ella me comentó, un poco, digamos, incómoda, que Meli se encontró contigo en el dormitorio de su madre. Es extraña, ¿verdad?, esa incomodidad…, no sé qué piensas tú.

—¿Por qué le incomoda o por qué me encontraba en el dormitorio de su madre?

—Bien, eh… ¿las dos cosas, quizá?

Mariana decidió pasar a la acción.

—Estaba mirando por la casa a ver si encontraba algún retrato del viejo Ruz, su abuelastro.

—¿Ah, sí? ¿Y lo encontraste?

—No —contestó Mariana con displicencia—. No vi ninguno.

Se produjo un nuevo silencio antes de que el sacerdote volviera a tomar la palabra.

—Perdona la curiosidad, pero… ¿por qué te interesa tanto el administrador?

—Es un personaje extraordinario, ¿no te parece?

—¿Extraordinario?

—Bueno, como tú eres cura a lo mejor no te llama la atención. Pero imagínate: un tipo que se enamora perdidamente y sin esperanzas de una mujer a la que, tiempo después, tiene ocasión de socorrer para evitar que caiga en la dependencia de su familia, se casa con ella y le resuelve la vida. Todo ello puramente por amor, por generosidad. ¡Claro que es un personaje extraordinario! Y, encima, ella muere en circunstancias melodramáticas y él es desterrado. No sólo la pierde a ella sino que también pierde su propia historia, incluso materialmente. ¿Te imaginas lo que haría Hollywood con esta historia? —lo último era una flecha dirigida al centro de la diana. «Ahí tienes tu oportunidad», se dijo in mente.

—Me parecería lamentable. Y a la familia Fombona, no te quiero ni decir. Considero sumamente incorrecto e irresponsable que otros saquen a relucir historias que pertenecen a círculos íntimos. Se puede hacer mucho daño con ello, sin necesidad.

—La necesidad o no, la oportunidad, depende de lo que esté en juego. Por ejemplo: ¿tú sabes cómo murió Hélène?

—¿Qué quieres decir? —Mariana notó que la pregunta le había desconcertado, aunque no lo expresase exteriormente.

—Según me contó Amelia, y no sé cómo se enteraría, pues no había nacido aún, se oyeron unos tremendos gritos, que fueron los que alertaron a Elena y al servicio.

—¿Es que piensas que la mató su romántico esposo? —preguntó el sacerdote con ironía.

—¿Su esposo? Es el único que está fuera de toda sospecha. Aunque, ahora que lo dices, podría haber sido una escena de La maté porque era mía.

El padre Vitores rió complacido.

—Espero que no sea así como preparas tus sumarios.

—Cuando instruyo un sumario, instruyo un sumario; y cuando juego a inventarme novelas, juego a inventarme novelas.

—Como tiene que ser —aprobó el otro.

—Y a ti —preguntó Mariana al cabo de un momento—, ¿no te suscita curiosidad la figura del administrador?

El padre Vitores volvió la cara y se quedó mirando el campo de golf antes de contestar. Mariana observó sus mejillas rosadas, quizá de resultas de un rasurado muy apurado.

—Anoche estuve charlando un rato con Alfredo y Joaquín —anunció.

—¿Y eso?

—Están preocupados desde el desenterramiento del cadáver de su abuelastro, como tú lo llamas.

—Es natural.

—Les preocupa, sobre todo, que el suceso vuelva a atraer la atención sobre la familia, cuando ya el asunto de la desgraciada muerte de Hélène estaba enterrado y olvidado.

—Nunca mejor dicho —dijo Mariana sarcástica.

El padre Vitores sonrió forzadamente y suspiró ante el comentario de Mariana.

—Veo que lo tomas un poco a la ligera. La verdad es que se trata de un drama familiar que no debería afectar a sus descendientes. Ahora es el momento de no levantar un solo comentario, máxime tras la desgracia reciente que ha vuelto a caer sobre ellos.

»Bien —continuó—, el caso es que todos debemos comprometernos a sepultar toda habladuría como se ha sepultado definitiva y dignamente al fin al administrador Ruz. Y ya aprovecho para rogártelo también a ti, aunque sé que no es necesario porque tú, precisamente por las características de tu oficio, sabes bien cuánto valor tiene el secreto.

—Hasta que se levanta —dijo Mariana como dejándolo caer.

—¿Qué quieres decir? —por primera vez, el padre Vitores se revolvió inquieto.

—Nada, nada. Completo tu ejemplo. El Juez decreta secreto del sumario cuando lo cree conveniente para la investigación, pero acaba por levantarlo. Es una precisión que te hago, sin más.

—Efectivamente. Pero, si no me equivoco, no estamos llevando a cabo ninguna investigación.

—Yo sí —dijo en tono burlón Mariana—, yo estaba tratando de investigar la cara del viejo Ruz cuando me sorprendieron in fraganti.

El padre Vitores encendió otro cigarrillo.

—¿Has estado investigando algo más? —dijo de pronto.

—He estado pensando.

—No lo hagas. Hazme caso y no lo hagas. No te empeñes en sacar de donde no hay.

—Y tú ¿cómo lo sabes?

—Por sentido común. Mariana: sólo te pido que no seas fantasiosa. Varios miembros de la familia están preocupados.

—Haber empezado por ahí. ¿Estas actuando como portavoz de la familia? ¿El mensajero? ¿The Go-Between?

—Te transmito una preocupación con el mayor interés, eso es todo.

—Leo Colston, el joven héroe de El mensajero, cumplió ese papel y le costó la pérdida de la inocencia. ¿No has leído a Hartley? —el cura negó con la cabeza; era obvio que la conversación empezaba a fastidiarle—. Tú, en cambio, has debido de perder la inocencia hace tiempo, lo que te convierte en un mensajero que, si no te molestas, te diré que es más bien retorcido e hipócrita, como conviene a tu condición. No, no me mires así. El defecto no te pertenece a ti sino a la Iglesia católica y tú eres, por así decirlo, un depositario subsidiario. No lo puedes evitar, mi estimado padre Vitores. El problema es que si los Fombona estuvieran libres de culpa no se habrían preocupado tanto por tapar el asunto. Tú sabes mucho y quizá, por lógica, pienso en tu papel dentro de la familia, sepas más que alguno de ellos. Éste es un asunto muy turbio, tan turbio que ya huele mal. Lo que pasa es que no es un caso que me competa, pero si yo encuentro alguna certeza en la comisión de un delito de esta naturaleza, me vería en la obligación de ponerla en conocimiento del fiscal. Como dudo que la encuentre, todo queda dentro de mí y como esto es lo único que les importa a los Fombona y, por lo que veo, a ti, podéis quedaros tranquilos que nada saldrá de mi boca.

—Gracias. Eso les tranquilizará. En cuanto a ti, es tu opinión y yo tengo que respetarla. No me voy a molestar, naturalmente, sólo deploro que veas mi condición y la de la Iglesia de una manera tan sesgada. Pero lo que no acabo de ver es la razón que mueve tu… indagación.

—Rufino Ruz, padre. La dignidad de Rufino Ruz, si no me equivoco.

—Es una ingenuidad por tu parte, una chiquillada.

—Tienes razón. Yo debería hacer lo que se llama mantener el decoro, es decir, dejar de hacerme preguntas. Lo bueno de hacerse preguntas es que te acostumbras a tratar de entender las cosas buscando respuestas y lo malo es que siempre te acabas metiendo donde nadie te llama.

—Eso está muy bien visto.

—Sucede que para entender algo hay que meter la nariz en el asunto y te la pueden arrancar de un mordisco. No siempre ocurre así, pero puede ocurrir. Por eso lo mejor es entender desde fuera, sin comprometerse, sin riesgo, un análisis lúcido y luego a merendar. Una va, escucha a las partes, acude a la ley, analiza, alcanza sus conclusiones y se retira a sus aposentos con la satisfacción del deber cumplido. Eso les ocurre a muchos jueces, por ejemplo. El reo soporta la pena y otro caso que archivar para seguir formando doctrina. La sana ingenuidad, en cambio, es pensar que el reo es también una víctima y que todo juicio esconde un drama humano por ambas partes y la verdad es que todo el mundo, víctima, acusado, abogado y fiscal, por lo general tratan de engañar al Juez. ¿De qué lado se pone una? Esto lo ves muy bien en lo penal, que era mi especialidad como abogada y que espero que lo sea como Juez un día. Todo cuanto llega a un Juzgado de lo Penal es una excrecencia social, pero el relativismo no es una razón para lavarse las manos y dejar correr las cosas. Y tú dirás: ¿a ti qué te importa el señor Ruz? ¿Qué se te ha perdido a ti en este entierro? Por cierto, que viene a cuento: pues que estoy hecha de la misma pasta, eso es lo que pasa, y no me gusta que la historia y la dignidad de Rufino Ruz, a quien no conozco de nada, se quede escondida entre las cuatro paredes de la casa de una familia cobarde y estúpida. No se lo merece, padre, no se lo merece. Pero no te apures, te repito que nada saldrá de mí porque me gusta pensar que quizá a Rufino Ruz le hubiera bastado con que una persona como yo entendiera el verdadero significado de su empeño.

—Bien —el sacerdote tomó y expulsó aire antes de hablar—. Yo sólo he pretendido trasladarte el estado de ánimo de los Fombona. He hablado por ellos, no por mí.

—Ya.

—Eres muy impulsiva, Mariana, creo recordar que ya lo eras de jovencita. Tú piensas que estoy escurriendo el bulto, manteniéndome al margen, y te equivocas. La diferencia entre tú y yo es que tenemos referencias distintas porque no servimos al mismo señor, aunque coincidamos en muchos caminos.

—Ésa es tu vía de escape.

—Una vía de escape en la que el sacrificio, la humildad y la obediencia son constantes. Yo veo en ti algo que tú no ves y en lo que estás dispuesta a perderte sin prever el peligro.

—¡No me digas! Por favor, ilumíname.

—Sí, haz chanzas, pero no creas que me voy a molestar por ello. Tú, Mariana, estás bordeando el pecado de soberbia y no te das cuenta.

—¿Dónde he oído eso antes?

—No hay peor ciego que el que no quiere ver, pero hasta un hombre como Saulo cayó del caballo y yo confío en ti, en tu rectitud. La rectitud es una virtud extraordinaria, pero como todo, hay que saber manejarla con discreción. La rectitud llevada al extremo es también un acto de soberbia.

—No sé por qué tengo la sensación de que me estás adoctrinando.

—Bien. No insisto y damos por terminado este tema de conversación. Todo ha empezado porque la familia Fombona tiene una preocupación razonable. Lo mejor es disipársela y no hay más, nada más, detrás de ello. ¿Estamos de acuerdo?

—No, padre. Me estoy acordando de una película muy interesante, que no sé si habrás visto: Anatomía de un asesinato. ¿No? No importa. En un momento de la película, James Stewart, que es el abogado del reo, un tipo que ha matado a otro por celos y golpeado a su mujer, hace una observación que el Juez considera improcedente y éste, dirigiéndose a los miembros del jurado, les advierte de que no deberán tener en cuenta la observación de Stewart. Entonces el asistente de Stewart, un borrachín que se vio obligado a abandonar el ejercicio de la abogacía, pregunta a Stewart: «¿Cómo pueden no haber oído lo que han oído?». Y Stewart le contesta: «No pueden». Eso es lo que yo pienso de todo este asunto. Tú me vienes a decir que lleve cuidado con levantar la liebre, pero la liebre está corriendo y corre por algo y lo que pretendes es que la gente no la vea correr, que no se fije en ella. Lo que sí puedes hacer es desentenderte de esa carrera, lo que no puedes negar es la existencia de una liebre que ha salido zumbando de su escondrijo. Tú y yo y ellos, todos sabemos. Ellos y tú más que yo, naturalmente. Yo, como Juez, aunque haya oído lo que no debo utilizar a la hora de dictar sentencia, no puedo dejar de haberlo oído, por más que me atendré al cumplimiento de la exigencia a la hora de dictar sentencia, ya que sería una mala Juez si no actuara así. Pero, insisto, éste no es mi juicio. Un cadáver que aparece no sé cuántos años después en posición de arrepentimiento está hablando, aunque yo no sepa qué dice. Yo no puedo dejar de preguntarme qué es lo que quiere decirnos; y no te engañes: por mucho que yo me guarde para mí lo que descubra o piense sobre el asunto, el hecho existe y mientras se hable de él, la familia Fombona no podrá olvidarlo, que es lo que les amarga la existencia. Estoy como el jurado de la película: no debo tener en cuenta lo que sé, lo que veo, lo que oigo. Sólo que esto no es un juicio y nada me impide pronunciarme como mejor me parezca.

—¿Debo entender que no vas a cejar?

—Pero ¿qué les importa a ellos?

—La fama. Que un desgraciado accidente dé lugar a interpretaciones torcidas. Que la maledicencia se cebe en ellos sin causa.

—Tú sí que no cejas en lo tuyo.

—Yo estoy ayudando a una familia cristiana.

—¡Bueno! ¡Lo que me faltaba por oír!

—Hay misterios que tú no comprendes porque te falta fe. Ya sé que eso te parece una entelequia, pero existe en miles y miles de seres humanos. La fe no se regala, Mariana. Y es tu soberbia la que te impide el acceso, con seguridad. Pero te recuerdo a Saulo, tampoco él esperaba la revelación y llegó.

—Sí, aunque de momento creo que nuestros caminos divergen y yo tengo prisa por llegar a Madrid antes del almuerzo.