A la mañana siguiente el teléfono sonó temprano y no tuvo más remedio que atenderlo. Medio dormida, oyó la voz del padre Vitores sugiriéndole en tono amable y despreocupado un desayuno común. La voz la extrajo de la bruma en que flotaba su mente y, como en un veloz travelling a lo largo de un pasillo ante el que los puntos de luz se iban apartando a su paso, las puertas de la memoria la devolvieron al punto en que se encontraba la noche anterior, sentada en su cama después de lavarse la cara y cavilando acerca del inesperado ataque recibido o paseando y meditando acerca del mal. Estuvo en un tris de mandar al cura al diablo, pero en seguida comprendió que la llamada debía de tener alguna intención, de manera que se dispuso a pasar al baño para recomponerse. ¿Por qué la invitaba a charlar esa misma mañana? La familia Fombona, en todo o en parte, estaba detrás de esa llamada con seguridad. Tenía sueño, porque en la noche se quedó despierta después de la agresión, tratando de entender lo que significaba, y luego se debió de quedar dormida porque ya no recordaba nada. Ahora, sin embargo, aceptaba con claridad que alguien trató de asfixiarla, alguien que había perdido los nervios al ver cómo iba apuntando hacia el asesinato de Elena. ¿O sería sólo un susto, una advertencia para que ahogase su curiosidad? Mariana comprendió que no podía hacer nada más que callar, aunque aún no lograba asimilar del todo que aquello hubiera sucedido verdaderamente. ¿En qué avispero había introducido su mano? Ya no se trataba de meras lucubraciones sino de la constatación de un hecho: el afán por meter la nariz en los misterios de la familia Fombona la había puesto al borde de la muerte. Aquello ya no era una broma. Por eso aceptó encontrarse con el padre Vitores en la terraza del bar en media hora.
Sin embargo, lo primero que hizo al salir de la cama fue dirigirse al balcón y abrir las puertas cristaleras de par en par. Las celosías estaban cerradas y trancadas y antes de nada echó un vistazo afuera a través de las lamas de madera para ver si el jardinero se encontraba puntualmente frente al balcón; comprobado que no, abrió las celosías y las dobló sobre sí mismas para que entrase luz suficiente, mas sin recogerlas del todo. La temperatura exterior era deliciosa y regresó al interior, se despojó del pijama y fue hasta el baño en busca del albornoz. Una vez que se lo hubo ceñido volvió a salir al balcón. El sol se posó sobre ella y lo recibió con gratitud. El cielo estaba limpio y azul, sin una nube, y la transparencia del aire era extraordinaria. Luego de unos minutos, volvió adentro, se desprendió del albornoz y tomó el camino de la ducha. Mariana era combativa y estaba dispuesta a demostrarlo, ya despierta.
Era el momento de reflexionar, bajo el agua. ¿Qué estaban tratando de ocultar los Fombona, con Alfredo a la cabeza? No le cabía la menor duda de que la muerte de Elena no era un accidente sino un asesinato. Lo que no conseguía entender era el asalto nocturno. ¿De verdad habían intentado matarla? ¿Tan bravamente se había defendido? Tras la agresión se inclinó a pensar que su resistencia había ahuyentado al agresor, quienquiera que fuese, pero a la luz del día entendió con claridad que si hubieran deseado matarla lo habrían hecho sin que hubiera podido defenderse: quien la atacó había matado ya antes. Por lo tanto se trataba de una improvisación un tanto chapucera y de una resistencia inesperada; el que la atacó tenía prisa, apenas debía de disponer de muy poco tiempo. ¿Por qué? Quizá tuviera miedo de que un segundo pusiera los ojos de los investigadores sobre el primero. Conocer la respuesta sería casi definitivo para fijar al asesino. ¿Quién pudo haber sido? Salvo Marcos, el resto de los hermanos dormían esa noche en el hotel. E incluso Marcos habría podido acercarse desde la finca y entrar por el balcón sin ser visto. ¿No lo había hecho ya para robar su ropa interior? Ahora bien, contra toda intención, tratando de alejarla del asunto, los Fombona conseguían que se interesase verdaderamente en él, porque lo cierto es que hasta entonces lo que le llamaba la atención no iba más allá de la curiosidad malsana, pero ahora la convicción de estar cerca de una versión mucho más turbia no ya de la muerte de Elena sino, además, de lo que dejaba ver la melodramática escena de la muerte de Hélène seguida de la expulsión de Ruz de la finca, tal y como ella la conocía, se había acentuado al punto de no estar dispuesta a soltar la presa hasta que ésta rindiera la verdad de la historia. ¿Una grave advertencia? Bien. En ese caso ella sabría dar una grave respuesta.
Pero, por otra parte, la invitación del padre Vitores resultaba también muy enigmática. Aunque no recordaba con exactitud las palabras, sí se había quedado con la idea clara de que el sacerdote sabía tanto o casi tanto del asunto Ruz y los misterios que lo acompañaban como los hermanos Fombona. De hecho tenía que saber más, al ser confesor de Elena. Todos ellos parecían compartir un secreto común y eso no casaba con ninguna de las hipótesis de Mariana, como tampoco casaba en el cuadro que dibujaba en su cabeza la autoría del enterramiento del administrador. La verdadera dificultad estaba en hacer converger en un punto común asuntos tan dispares como las dos muertes y el enterramiento, por no mencionar otros estrechamente unidos, como la misteriosa vida del administrador o el asesinato del oficial francés. Tenía entre manos un crimen que no se podía probar y varios sospechosos, uno de los cuales se beneficiaba con la muerte de Elena Villacruz. En todo caso, ya no se hacía inevitable considerar la posibilidad por parte de Mariana de que todo esto estuviera sucediendo nada más que en su cabeza. De inicio, ella sólo había ido a la boda de su amiga Amelia: ¿cómo era que las cosas habían llegado a este extremo?
Pero volviendo atrás, al origen de todo su interés, Mariana no podía apartar de la mente la idea de que la noche de la muerte de Hélène y el enterramiento del administrador estaban estrechamente relacionados. Nadie carga con un cadáver hasta la finca sabe Dios desde dónde y emplea una parte de la noche en cavar una fosa y echarlo adentro en la propiedad misma de los Fombona. Entonces, una luz se encendió en su mente: en realidad la propiedad, en aquel momento, no era de los Fombona, es decir, de la familia Fombona-Villacruz, sino tan sólo de Elena, soltera a la muerte de su madre; luego el gesto, o el mensaje, iba dirigido a ella. La idea le pareció excitante. Según eso, los hijos serían tan sólo los guardianes de un secreto sin estar implicados en él más que por un juramento de familia. ¿Era, pues, una venganza contra Elena? ¿Qué papel había jugado ella en la relación entre su madre y su padrastro? ¿Acaso mucho más que el de simple testigo de la defunción de su madre? Y, sobre todo, ¿quién podría estar interesado en enviarle tan macabro mensaje? ¿Un mensaje que el destino hacía que ella lo descubriese en su vejez, al cabo de tantos años, y, sobre todo, que quizá no hubiera llegado a conocer en vida si a Marcos Fombona no se le hubiese ocurrido levantar un pabellón y abrir una terraza al valle? En todo caso, por coincidencia o por destino, a Elena el mensaje la acompañó en su muerte.
En este punto, volvía a perderse. Mientras se secaba pensó si no estaría sacando de quicio un asunto que tenía una lectura mucho más fácil a través de la casualidad. En cierto modo, reconocía que tantas lucubraciones alrededor del misterioso suceso podían acabar convirtiéndose en algo parecido a una de esas investigaciones que realizan los parapsicólogos sobre unas manchas en la pared o cosas semejantes y que acaban convirtiéndose en pasto de revistas de esoterismo.
Había algo que esconder, eso era evidente, además de la coincidencia con la muerte de la madre. También parecía evidente que ese algo no era cualquier tontería sino que afectaba tan seriamente al honor de los Fombona como para que éstos estuvieran decididos a impedir su divulgación a toda costa; sólo que ahora el asunto parecía mucho más que un asunto de honor. Respecto a la vieja historia, muy probablemente habrían tenido que tapar la boca a más de una persona que, de modo directo o indirecto, hubiera sido testigo o copartícipe de aquello que se pretendía ocultar. En tal caso, era posible que ninguno quedase con vida. Salvo Felisa, a la que estaba dispuesta a buscar esa misma mañana. Y quizá alguien más, pensó luego. Se le hacía improbable, por ejemplo, que Felisa no hubiera dicho una sola palabra a su hija. Felisa había hablado con medias verdades, con insinuaciones, a Mariana, la que, al fin y al cabo, aunque reconociera como amiga de la familia, no era un oído donde verter cierta información salvo que tuviese verdaderas ganas de contarlo, como quien se quita un peso de encima. Y, en ese caso, con más razón y mucho más detalle, se lo habría transmitido a su hija. Aún más, en cuanto a la base de investigación: si estaba en lo cierto y Felisa levantó el velo del secreto a su hija, otras personas, aquellas cuyos labios hubiera que sellar, podrían haber hecho lo mismo. En el pueblo, con toda seguridad, se sabía mucho más de lo que los Fombona hubieran deseado que se supiese.
Mariana se calzó unos pantalones y una blusa por comodidad. Además, tenía un viaje de vuelta con paso por Madrid y esa ropa le resultaba mucho más grata para conducir. Lo que le llamaba la atención era la actitud de Amelia, francamente cortante y huidiza desde que Meli, era de suponer, le informara de su visita al dormitorio. ¿Se deducía de ello que se lo había tomado a mal?; en todo caso, carecía de sentido entre amigas. Amelia reaccionaba como si hubiera pillado a una intrusa; estaba segura de que ni siquiera se habría comportado así con alguna invitada que se llegase al mismo lugar por equivocación. Su instinto le decía otra cosa. Le decía que estaba celosa de ella, además. Celosa esa noche. Celosa de su interés por la vieja historia y celosa del interés que había despertado entre los invitados en un acontecimiento en el que ella tenía que ser la única protagonista. Aparte de lo cual había que reconocer que, con excepción de los años colegiales y de la primera juventud y los primeros novios, lo cierto era que no existía otra cosa en común entre ambas y que sus encuentros esporádicos reproducían una fórmula, una fórmula a la que quizá Mariana se había adaptado por un problema de soledad, por el deseo de no perder contactos y quedarse sola cuando toda su organización de vida se vino abajo tras el divorcio. Porque la verdad era que no tenían mucho que ver en cuanto a sus respectivos proyectos de vida, salvo una serie de recurrencias tan añejas entre ellas que podían permitirse reproducirlas periódicamente sin necesidad, de ir más allá. Lo suyo era lo que llamaban hacer risas, divertirse de una manera alocada, la única que Amelia disfrutaba. Incluso ahora le parecía recordar que Amelia le había manifestado alguna extrañeza cuando ella se dedicó intensamente al bufete y le habló de que no pensaba tener hijos en un futuro próximo, no hasta que tuviera una clara seguridad y firmeza de futuro en su matrimonio.
«Pues entonces, ¿para qué te has casado?», comentó Amelia.
Incluso su ocupación profesional, como abogada primero y luego como Juez, la entendía con alguna dificultad. De hecho ella había dedicado su vida a ser esposa y entonces, con su hija criada y casada y habiendo enviudado de su anterior marido, que era un plasta, dedicaba una parte considerable de su tiempo a buscar un segundo marido, lo que al fin consiguió con Rodolfo. En consecuencia, que Mariana se dedicase al ejercicio de la abogacía, y aún más a la judicatura, le resultaba un tanto exótico, si no una rareza. Y había bastado un simple desencuentro, un paso fuera de la rutina de su relación tan superficial, para que ésta se quebrase como un huevo fresco contra el borde del plato.
No podía hacer nada que no fuera dejar correr el tiempo sobre el incidente de la pasada madrugada. ¿A quién iba a denunciar una agresión, desconociendo al agresor? Bastante mala fama le habían criado la noche anterior como para venir a contar este cuento, porque cualquiera preferiría pensar que tuvo un sueño agitado por el alcohol de la boda y acabó cayéndose de la cama en mitad de la noche. Su imposibilidad de actuar en defensa propia era absoluta porque oficialmente no había sucedido nada: ni crimen, ni agresión, ni motivos para todo ello; pero además es que ahora se hacía una nueva pregunta: ¿qué hubiera ocurrido de no haber despertado a tiempo para defenderse?
Dedicó unos minutos a hacer su pequeña maleta, y cuando lo dejó todo listo se echó un último vistazo en el espejo, bebió un vaso de agua y bajó a desayunar. Apenas había necesitado disimular los resultados de la agresión, lo que la reafirmó una vez más en que la almohada la había protegido. Pero el aviso recibido podía ser el último, pensándolo bien.