Así pues, estaba en lo cierto. Alguien asesinó a sangre fría a Elena Villacruz. ¿Se lo merecía? Nadie merece su muerte y, en todo caso, a ella le llegó muy tarde, muy cerca del final natural de sus días. También quedaba claro que la muerte estaba relacionada con la reunión que convocara para el día siguiente al crimen. Mariana, ya repuesta, fumaba dando vueltas por la habitación. Mantenía el balcón abierto porque su respuesta a una agresión era siempre retadora. Pensaba en la maldad. Pensaba, en concreto, en la ruindad que a menudo acompaña a la maldad. Uno de sus cuatro hijos había asesinado a su madre por un apuro, por un dinero. No le causaba extrañeza, pues a lo largo de su vida profesional había visto muchas cosas y aún peores que ésta, pero no dejaba de impresionarla el que se tratara de gente a la que ella conocía de toda la vida. ¿Acaso la gente que uno conoce es distinta, es ajena a la miseria y la abyección por el hecho de pertenecer a nuestro círculo más o menos extenso? Era como preguntarse: ¿acaso hay asesinos que no tienen aspecto de asesinos? El mal es como un veneno o un vapor mefítico que cualquiera puede absorber, bien a conciencia, bien sin percatarse de ello. Al menos, quien lo hace a conciencia alcanza un brillo especial, una característica propia, pero el que se deja invadir es un flojo, un blando, un perfecto mediocre sin arrestos, un ejecutor imbécil. Mariana había conocido el mal. No sólo lo había conocido: había sentido, además, su poder de seducción; pero al menos ahí cabía la lucha, el tormento, la indecisión, la fascinación…, actitudes todas ellas propicias para espíritus fuertes. Los Fombona, en cambio, eran blandos e insensibles, verdaderos idiotas. Cualquiera de ellos podría matar por una única razón: pánico, miedo, incapacidad. En este momento los despreciaba con todas sus fuerzas.