Extendida en la bañera llena de agua, con los brazos apoyados a lo largo del borde, el pelo recogido en un moño improvisado y libre de todo maquillaje, Mariana contemplaba el conjunto de ropa interior de encaje blanco que colgaba tendido en el toallero en perfecto estado de inmovilidad. Al cabo de un rato, echó la cabeza atrás apoyándola en el cabecero de la tina y cerró los ojos.

Pensó que lo último que le faltaba ya con la familia Fombona era la escena que acababa de vivir antes de abandonar la casa, una casa en la que no volvería a entrar en su vida, afortunadamente. Pensó en Meli, convencida de que, a partir de que ésta la hallara en su dormitorio, había mostrado con ella una actitud implícitamente recriminatoria. Pensó en su ropa robada y sintió una mezcla tal de ira y desprecio centelleando en su mente que la efusión estuvo a punto de violentarla y sacarla de su estado de quietud. Pensó en su propio cuerpo, lo recuperó por la cabeza y regresó a la beatitud física del agua caliente.

No sólo era el cansancio sino también las emociones y la ansiedad lo que se iba poco a poco apretando contra la piel por dentro para descargarse a través de ella hacia fuera, diluyendo esas emociones como en un proceso de ósmosis y sustituyéndolas por el dulce contacto de la cálida caricia del agua. Sin mover un músculo, tan sólo acompasada por el ritmo de su respiración, iba poco a poco sintiendo el cuerpo como algo progresivamente grato y ligero, casi grávido.

A un lado, en la banqueta que estaba arrimada a la tina, reposaba un reproductor de música conectado a unos auriculares por el que estaba escuchando los lieder de la colección Amor de poeta de Schumann en la voz de Fischer-Dieskau acompañado por Eschenbach. Era una de sus piezas favoritas. Mariana acostumbraba a llevar cintas en el coche siempre que salía de viaje, pero también viajaba con su reproductor portátil de CDs para los tiempos muertos en el alojamiento donde se encontrara, como esta noche en el hotel. La sensación de paz que su cuerpo absorbía morosamente del agua de la bañera se fundía en su cabeza con el singular espíritu romántico del lied de Schumann, la admirable relevancia y complejidad de su piano, y la lírica de Heine.

En el maravilloso mes de Mayo,

cuando estallan todos los brotes,

entonces es cuando el amor

llega a mi corazón.

Esta manera de dejar correr aquel tiempo, ahora en la madrugada, desde este otro tiempo, el de sus emociones y su presencia física, le producía un noble sentimiento de felicidad.

Era un aprendizaje producto de la soledad, una de esas formas estimulantes que una persona ensaya en busca del estado de gracia que ha de aprender a invocar en la dificultad o en el desánimo, en la tribulación y en la necesidad, para llegar a apropiarse de ellas y guardarlas en su experiencia y en su memoria como una parte de sí misma, un reducto de vida, un jardín secreto, una verdadera fortaleza inexpugnable.

En el maravilloso mes de Mayo,

cuando todos los pájaros cantan,

entonces es cuando siento despertar

todas mis fibras y anhelos.

De pronto escuchó voces procedentes del exterior, quizá algunos invitados que regresaban al hotel. Su habitación daba al jardín delantero. Pensó que cualquiera podía entrar de un salto por su balcón, quizá quien la estuvo observando aquella misma tarde cuando se encontraba en el campo de golf, pero no hizo el menor movimiento para salir de la bañera a cerrarlo. Era tan grande su pereza que asumió la posibilidad de que alguien penetrase en la habitación, apareciese en la puerta del baño y se arrojara sobre ella y se quedó esperando, esperando tranquilamente.