La orquestina se puso romántica y Mariana sintió un vacío en el cuerpo que le indicó que ahí se acababa la fiesta. También se encontró incómoda bailando aquella pieza con Marcos tal como él la ceñía y al retirar su rostro, como primera medida para apartarlo, vio en sus ojos una suerte de deseo indeciso que la alarmó. El fondo de esa mirada la retrotraía mucho tiempo atrás y la sensación de que el Marcos de la juventud asomaba añosamente en este hombre maduro le produjo temor, un temor que se fue haciendo tan insoportable como el progresivo descubrimiento de una deformidad. Al terminar la pieza, Mariana inventó una excusa para abandonar la pista de baile y se alejó en seguida dejando a su pareja en estado de perplejidad. Buscó a los Mansur con la esperanza de conseguir que la acercaran al hotel o, simplemente, de refugiarse en ellos, pero no los encontró. Todas las caras conocidas habían desaparecido y, en cambio, le pareció que varias personas la observaban disimuladamente. Entonces se sentó en una de las sillas que estaban dispersas por el prado tratando de reflexionar. No creía haber bebido tanto como para llamar la atención y tampoco era tarde; en realidad era la una de la madrugada y aunque la ceremonia había empezado a las siete y eran muchas las horas que llevaba allí, no justificaban su cansancio, o malestar, o lo que fuera aquello que le había aflojado las piernas. Poco a poco, sin embargo, esa especie de vacío inicial empezó a remitir.

Por un instante se avergonzó de que alguien pudiera pensar que estaba bebida. No lo estaba y lo sabía perfectamente, pero su imagen en ese momento no la ayudaba. Al volver la vista atrás, hacia el pabellón, le pareció ver a Marcos mirándola, pero al encontrarse con sus ojos, éste se dio media vuelta y desapareció. La fiesta seguía viva y animada, pese a lo cual ahora la percibía a través de un plano aislante y transparente que se interpusiera entre el bullicio y ella. Se había despegado por completo del entorno y esta sensación era extraña y antinatural y la sumía en el desconcierto. ¿Qué podía hacer? Comprendió que no le quedaba otra salida que buscar un medio de transporte para llegar al hotel. Se puso en pie y buscó a Amelia con la mirada, ¿para qué?, pero no estaba. Tampoco Joaquín, ni Alfredo, los Fombona habían desaparecido. Entonces recordó a los chóferes. Debían de estar allí, a la puerta de la casa, haciendo tiempo. Pensó que cualquiera de ellos podría acercarla al hotel en un momento y regresar en seguida, sólo eran diez kilómetros de ida y diez de vuelta.

Le resultaba violento abandonar la finca sin despedirse de los Fombona, al menos de Amelia y de su tía, mas no las encontró. Aunque le parecía absurdo, pensó si no estarían escenificando así su rechazo, pero ¿por qué?, ¿para qué? Decididamente, estaba teniendo un final de noche de lo más extraño. Entonces, mientras caminaba hacia la casa por el sendero que bordeaba el jardín, se le ocurrió que quizá estaban reunidos allí dentro.

Llegó a la puerta iluminada. Donde antes estuvieran los chóferes, ahora no había nadie. Sorprendida y cautelosa, atravesó el umbral. No se oía nada, salvo un rumor lejano de voces, y pensó que había gente más allá de la cocina, las criadas y los camareros y quizá los chóferes. Dudó si adentrarse en su busca o internarse en la zona de habitaciones que quedaban a su izquierda y que se utilizaban como dormitorios. Había una luz al fondo. Las luces de la escalera estaban apagadas y le pareció que también lo estaban las habitaciones superiores: ahora recordaba que, al acercarse, debió de advertir de manera inconsciente que la fachada estaba a oscuras; lo recordó porque la puerta de entrada le pareció dotada, al aproximarse a ella, de una solitaria y absorbente luminosidad enmarcada. Mariana se hallaba indecisa en el zaguán y su indecisión la empujó hacia la zona de los dormitorios de la planta baja.

La luz de la luna entraba desde el exterior y el aspecto fantasmal de las habitaciones, paradójicamente, la tranquilizó. En realidad su intención era la de dejarse caer unos momentos en la primera cama que encontrase y relajarse antes de emprender la búsqueda de los chóferes, si es que quedaba alguno en la casa. El rumor de la zona de la cocina aumentaba, así que quizá el servicio estuviera presto a entrar en acción, dispuesto a sacar otra vez bandejas con bebidas y dulces. Prefirió no encender la luz para evitar que la molestasen, se descalzó y avanzó hacia el segundo dormitorio, el más grande, y se tendió en la cama. Éste tenía que ser el cuarto de Marcos, pero hizo caso omiso. Estaba realmente cansada.

El francés. La palabra vino a su mente apenas apoyó la cabeza en la almohada. Felisa había hablado del francés. Alguien que, evidentemente, no podía ser un Giraud, si es que los recuerdos de Felisa eran fiables; aquel francés se había personado en la finca estando en ella Hélène aún viva y, es de suponer, su marido el administrador. Y por alguna razón este hecho llamó la atención de la jovencita recién ingresada al servicio de la casa. ¿Quién sería ese francés? El único francés de quien Mariana había oído hablar en tiempos a Amelia era el famoso amante de su abuela, al que su abuelo, Cirilo Villacruz, había atravesado con su propia espada. Si el relato de Amelia era verídico, el hombre murió a consecuencia de la herida y por tanto había que descartarlo. Pero entonces ¿quién? ¿Y por qué llamó la atención de Felisa? ¿Es que acaso tenía algo que ver con la muerte de Hélène? Hasta la propia Amelia, al parecer, ignoraba su existencia. La ignoraba… o la ocultaba. Sí, eso debía de ser. Los Fombona, o aquellos que supieran de su existencia, lo ocultaban. Tenía que ser un acuerdo tácito para que sólo ahora, por una casual conversación con Felisa, el dichoso francés hubiera aparecido en la escena, esa escena que a Mariana le resultaba incompleta, ese escenario que ahogaba la propia existencia del administrador Ruz.

La luz de la luna entraba por la ventana y bañaba la oscuridad del dormitorio con una luminosidad envolvente y relajante. Pensó en su habitación del hotel, en la luz de la luna entrando por su balcón, y le apeteció sobre todas las cosas regresar allá. A pesar de todo se encontraba en una casa que, si no hostil, se había vuelto extraña, y deseó hallarse ya donde quería estar. Pero aún tenía que empeñarse y salir en busca de un medio de transporte. Alzó la cabeza, como si fuera a medir el esfuerzo que necesitaba, y al hacerlo reparó en una cinta blanca que, a la luz de la luna, se destacaba en la penumbra, colgando de una silla de brazos medio escondida en la esquina opuesta. Saltó de la cama, se calzó, se ajustó el vestido, recuperó la pamela y, al disponerse a abandonar la habitación, de nuevo volvió a poner la vista sobre la cinta blanca que asomaba, ahora reparó en eso, por debajo de un montón de ropa apilado en el asiento de la silla. Una inexplicable curiosidad la llevó hasta ella, o quizá fue el efecto de descuido que ofrecía, y cuando se inclinó para recogerlo, por un prurito de orden de simetría, tuvo una corazonada, tiró de ella y de inmediato sintió un golpe dentro del pecho y tuvo que agarrarse a la cómoda para no caer.

Era su sujetador desaparecido. Y bajo el montón de ropa, hechas un rebuño, encontró las braguitas. En el dormitorio de Marcos Fombona.

Recogió ambas prendas, las arrugó en la mano y las escondió en su pequeño bolso. Afortunadamente carecían de cualquier rigidez, pues el encaje era muy flexible, y pudo guardarlas sin dificultad en él. Sintió que una palidez semejante a la luz de la luna que venía de fuera cubría su rostro, pero no se miró en el espejo que colgaba sobre la cómoda porque no quería ver la expresión de su cara.

Su mente era un cruce de ideas y sensaciones imposibles de deslindar. Salió del cuarto en silencio, sumida en un estado de estupor que, sin embargo, dejó pasar la imagen de la pamela y la hizo regresar por ella, caída a los pies de la cama donde había estado tendida por unos minutos. En ese momento se encendió la luz de la habitación. Mariana no se volvió de inmediato. Acostumbrada a dominar sus nervios, dejó correr unos instantes, apretó los dientes y se fue dando la vuelta poco a poco, exigiéndose calma. Alfredo Fombona estaba frente a ella, bajo el dintel de la puerta.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó con dureza.

—Me había echado un momento para descansar antes de volver al hotel.

—No sé si tu actitud me parece muy edificante —continuó él.

—No sé si me importa una mierda la tuya —respondió Mariana en un tono de voz entre desafiante e indignado. Alfredo dio un respingo.

—Yo me refiero a tu comportamiento en la fiesta —dijo, tenso.

—Déjala, Alfredo. Yo creo que ha bebido un poco —la voz de María Teresa, la mujer de Alfredo, surgió por detrás de él. Su intervención tuvo la virtud de devolver la calma a Mariana, que estaba a punto de estallar.

—Yo que vosotros —empezó a decir— me ocuparía de la gente que sigue bebiendo ahí afuera. En cuanto a mí, me encuentro estupendamente y estoy buscando quien me devuelva al hotel, porque dejé allí mi coche por consideración a tu hermano pequeño y sus viñas polvorientas.

—Qué diferencia entre la gente de ciudad y la del campo —la voz era ahora de Marcos, cargada de suficiencia—. No te burles de lo que desconoces, que parece mentira oír eso en boca de una Jueza.

—Haz el favor de dirigirte a mí en otro tono —respondió Mariana enfrentándose a Marcos— o te suelto un tortazo que te enteras —sus palabras percutieron como si las hubiera amartillado. Marcos dio un paso atrás instintivamente, la midió con la mirada, apretó los dientes, soltó un bufido, dio media vuelta y salió andando a paso furioso—. Así se te agrie el vino, cabrón —murmuró al verlo alejarse—. Y tú —dijo alzando la voz al dirigirse a Alfredo, que la miraba entre estupefacto y congestionado mientras su esposa tiraba de él—, a ver si puedes decirle a alguno de los chóferes que me acerque al hotel y así dejo de dar la lata. Y el espectáculo —añadió dirigiéndose a María Teresa con toda intención.