—¿Qué tal, Marquitos? Por fin te dejas ver.
—No es verdad —puntualizó él—. Ayer nos vimos, por la mañana, cuando te acercaste con Joaquín hasta aquí.
—Tienes razón, pero te fuiste en seguida.
—Vamos a empezar la vendimia y tengo mucho jaleo —lo dijo como una excusa, como escondiendo la respuesta.
—Ya lo sé; he dejado el coche en el hotel en tu honor.
Marcos encogió el cuello entre los hombros.
—No sé cómo tomarlo —dudó y calló y luego añadió—: Gracias.
—Te incomoda mucho esta boda, ¿no es verdad?
Marcos se removió inquieto delante de ella, con las manos en los bolsillos.
—Anda, siéntate.
Marcos se acercó a la silla pareja a la de Mariana, titubeó, se alzó el faldón del chaqué y tomó asiento con un movimiento brusco.
—No me incomoda; me parece bien —dijo—. Es sólo que la fecha es tan inoportuna…
—Marcos —dijo Mariana inclinándose hacia él—, tú estabas aquí el día que se descubrió el cadáver de vuestro viejo administrador, ¿no es cierto?
Marcos se aferró al asiento de la silla.
—Claro. ¿Por qué?
—¿Qué sentiste?
—¿Yo? —estaba asombrado, sin duda no era ésa, exactamente, la pregunta que esperaba—. No sé. No sé qué decirte. Una sorpresa, ¿no?
—Pero luego supisteis a quién pertenecía el esqueleto.
—Más tarde —respondió él—. La Guardia Civil…
—Y dime: ¿tienes alguna idea de por qué fue a parar allí? —sintió sus ojos prendidos de su escote e, instintivamente, se llevó la mano al pecho; Marcos retiró la mirada, turbado.
—No es algo de lo que me guste hablar. Me parece terrible. Yo no sé mucho de esa historia ni quiero saber.
Mariana, al no observar síntoma serio de rechazo por parte del otro, se animó a seguir preguntando.
—Tengo la sensación de que nadie en esta casa quiere oír hablar del asunto, que han echado el cerrojo. Hasta a Amelia la encuentro rara.
—No les preguntes a ellos.
—¿Quieres decir que a ti, sí? —aventuró Mariana.
—Pero es que yo no puedo decirte nada que no sepas ya. Estoy fuera de esto, ¿sabes? Estoy fuera de esa historia. No quiero que se hable de ella.
—¿Y la boda aquí?
—Eso es cosa de mi hermana. Un disparate. Si no quiere que se hable del asunto, ¿para qué organizarla aquí? Hay mucha gente que nos conoce desde siempre.
—A lo mejor es por eso; para acallar rumores —precisó Mariana.
—Será —Marcos ya no estaba rígido—. Ella sabrá lo que hace. Yo lo que estoy deseando es que se vayan y me dejen trabajar.
—No te gusta que te invadan, ¿eh?
—No —contestó rotundo; luego, al percatarse de esa rotundidad, añadió—: Pero tú puedes venir cuando quieras. Tú me avisas y yo te atiendo encantado.
—Por los viejos tiempos —dijo Mariana. Una sombra cruzó los ojos de Marcos, un reflejo instantáneo que se desvaneció como vino. A pesar de la semioscuridad del prado, a ella no le pasó inadvertido. Por un momento acudió a su mente la memoria de aquellos años jóvenes en los que Marcos y otros chicos la rondaban sin atreverse ninguno de ellos a dar un paso más allá, probablemente impresionados por el dominio que Joaquín ejercía sobre ella y sobre ellos, el casanova de éxito.
—Por los viejos tiempos —repitió a media voz Marcos.
—Una pregunta, por curiosidad —empezó a decir Mariana—. ¿Se sabe exactamente de qué murió tu abuela?
—¿Mi abuela? —su asombro parecía sincero—. No sé; creo que fue un colapso, un ataque al corazón.
—¿Estaba mal del corazón?
—Eso dicen.
—¿Y tu madre?
—¿Mi madre? También estaba mal del corazón.
—Qué raro, ¿no?
—¿Raro? ¿El qué?
—Que las dos murieran del mismo modo.
Marcos se sobresaltó.
—¿A qué viene ese interés? —acertó a decir, evidentemente nervioso.
—Viene al deseo de comprender por qué alguien enterró al administrador Ruz en la finca de su amada Hélène y a lo repentino de la muerte de tu madre. ¿O es que te parecen cosas sin importancia?
—Eso es el destino, nunca sabremos —de pronto empezó a hablar muy deprisa—. ¿Qué más da? ¿Qué tiene de particular la muerte de mi madre? No sé por qué haces estas preguntas. Oye, me gustaría que habláramos de otra cosa. Hace tiempo que no nos vemos… Me siento como si me estuvieras interrogando.
—La Juez, vaya por Dios —protestó ella burlonamente.
—No, no he querido decir eso, es…
—Ya lo sé, hombre, era una broma.
—Si me dejas explicarte…
—No. No te dejo. No hay caso, así que no te dejo. A lo mejor soy yo la que se está poniendo pesada, que es lo que me suele ocurrir cuando aumento la dosis de champán.
—Es que yo…, sobre la familia… Yo… —Marcos titubeaba sin acertar a explicarse. Mariana le acarició cariñosamente el rostro para tranquilizarlo. En ese momento regresó López Mansur acompañado de su mujer, Cari, con unas copas.
—Oh, perdona, Marcos, no traje bebida para ti.
—No importa. No estaba yo antes aquí. Perdón —se puso en pie, ofreciendo su asiento a Cari—. Creo que voy a seguir dando una vuelta por ahí.
—¿Por qué? —dijo Mariana, que ocultaba alguna intención—. Espera un momento —tomó la copa de champán de la mano de Mansur, la medió de un trago largo, se la devolvió y continuó diciendo—: Justo lo que necesitaba. Y ahora, Marcos, tú y yo nos vamos a bailar, que ya iba siendo hora de arrimarnos un poco, ¿no te parece? —concluyó dirigiéndose a él con desenvoltura. Éste, cogido de improviso, se dejó llevar de la mano hacia la terraza, entre sorprendido y complacido. Mariana, nada más ponerse en marcha, se preguntó si la invitación al baile era una buena idea, pero, aparte de que el retroceso era ya imposible y que lo asumía como tantas otras de sus imprevisiones, le había parecido advertir que Marcos, como el resto de la familia, ocultaba algo, sólo que él quizá estaba lo suficientemente a punto como para poder sacarle alguna información. Notaba algo extraño en él, como un fondo de vergüenza o algo así, miedo quizá, miedo a ser atrapado, miedo a que alguna clase de reprobación se transparentase en sus actitudes, miedo a quedar al descubierto. ¿De qué?
—Vaya manera de beber… y de ligar —comentó Cari ligeramente escandalizada.
—Tiene todo el encanto del mundo —sentenció Mansur—, y se lo puede permitir.
—Tampoco es que sea una belleza.
—No, querida. Es mucho más que eso: es tremendamente atractiva.
—Pero, bueno, será posible… —dijo Cari simulando una rabotada.