En el tocador encontró a una de las señoras que la acompañaron en la mesa, hicieron unos comentarios convencionales y en seguida se quedó sola. Retiró la rosa blanca y se desabrochó la chaqueta; al hacerlo, su pecho apareció libremente en el espejo por unos segundos; se miró con gesto cómplice, retiró el imperdible y, con él entre los labios, tras ajustarse la falda por la cintura, volvió a abrocharse la chaqueta; después prendió el imperdible por dentro. Se atusó un poco el pelo, extrajo la polvera del pequeño bolso de mano para retocar levemente la nariz y las mejillas y lo guardó todo de nuevo. Tiró de la chaqueta hacia abajo, se acomodó las hombreras y las solapas, comprobó el estado de sus zapatos alzando graciosamente cada una de las piernas desde la rodilla, como si iniciara un paso de charlestón; luego se contempló de perfil, de frente y otra vez de perfil, recogió el bolso de la encimera y abandonó el tocador.
Al salir afuera se quedó mirando la entrada de la casa, iluminada en mitad de la noche. También la casa estaba iluminada, todas las ventanas encendidas, lo que le daba un aire muy abierto y acogedor y, en cierto modo, parecía incorporarse a la fiesta. Justo delante de la puerta estaban charlando, entrando y saliendo, presumiblemente de la cocina, los chóferes de algunos invitados. Todos sin excepción la miraron de arriba abajo mientras pasaba ante ellos, y Mariana comprendió que su presencia en el exterior no era casual sino que se entretenían en evaluar a las mujeres que iban y venían de la carpa al anexo y del anexo a la carpa. Afortunadamente su posición les obligaba a limitarse a mirar, porque de lo contrario el camino a la toilette habría sido una aventura.
Mariana pasó por delante del improvisado jurado y llegó a la altura de la iglesia sabiendo que todas las miradas estaban fijas en ella, lo que ni podía ni quería evitar. Incluso caminó más lentamente y de manera más insinuante, recreándose en la exhibición; le encantaba permitirse estas travesuras. Al fin giró por el camino que bordeaba el jardín y se dirigió de nuevo a la carpa; entonces vio frente a ella a Joaquín Fombona, que la observaba acercarse con todo descaro.
—No tienes precio como mujer ni como Juez —le dijo cuando ella llegó a su altura. Mariana hizo un movimiento de esquiva para evitar que la abrazara y avanzaron juntos—. Los has debido de poner a mil —comentó tomándola del brazo y señalando significativamente con la cabeza hacia la puerta de la casa, donde los chóferes dejaban correr el tiempo.
—Me haces daño —protestó Mariana desasiéndose de él—. ¿A quiénes? —preguntó cuando aflojó su mano.
—A los albañiles, naturalmente.
—Ya quisieras tú pasar por delante de una obra de albañiles femeninos y que te hicieran la mitad del caso que me hacen a mí.
Pasaron de nuevo junto a Marita y sus amigas, que los recibieron como un coro de periquitos y que, evidentemente, apenas se sintieran a la distancia que manda el decoro, empezarían a diseccionarlos, especialmente a ella, con la pericia de un experto forense.
La orquestina, poseída de un repentino frenesí, atacaba ahora fulgurantes ritmos latinos y Mariana lo agradeció. Estaba segura de que Joaquín preferiría boleros, música íntima, melodías románticas, en fin, modos de aproximación tradicionales; pero lo cierto es que él podía con todo y ambos entraron como divos en la pista al compás de un vibrante merengue.
—Vamos a enseñar a estos aficionados cómo se baila —dijo Joaquín abriéndose paso hasta el centro mismo del remolino de cuerpos que se agitaban en todas direcciones. Pronto se hicieron un hueco y consiguieron que muchas miradas convergiesen en ellos. Bailaban realmente bien.
—Mi hermano es imparable —comentó Amelia, que se había sentado en la barandilla con Rodolfo. Lo cierto es que estaba incómoda. Meli le había contado el incidente del dormitorio y no le gustó, pero su fastidio provenía sobre todo del protagonismo de Mariana. Rodolfo, al ver su gesto de disgusto, la cogió de la mano y tiró de ella.
—¡Cambio de parejas! —anunció alegremente.
Animados por la exhibición de Mariana y Joaquín, algunas otras parejas que se habían retraído ante el ritmo tropical volvieron a la carga y la terraza se puso de bote en bote. Rodolfo llevó a Amelia hasta su hermano y se quedó con Mariana.
—Parece que a tu pareja le gusta lucirse —dijo Amelia abrazándose a Joaquín.
—Y a ti, que no te gusta nada el asunto —agregó Joaquín, que conocía bien a su hermana.
Rodolfo resultó ser un buen bailarín, menos suelto que Joaquín, menos bregado, pero buen bailarín.
—¿No te sientes muy mayor? —le dijo ella con malicia.
—No tengo la suerte de ser tan joven como tú —contestó con ironía—, pero me defiendo. Amelia es la que parece haber rejuvenecido diez años.
—Qué bien, qué amable. Espero que seas siempre así con ella.
Mariana percibió la confusión que se producía en la mente de Rodolfo y esperó. La respuesta se dilató unos segundos.
—Eres terrible.
En tan breve lapso de tiempo, Mariana volvió a preguntarse por el matrimonio de Rodolfo y Amelia. Hasta ahora lo había aceptado con absoluta naturalidad, pero de pronto le pareció una rareza y se preguntó si verdaderamente hacían buena pareja. A Amelia, Rodolfo nunca le llamó la atención en la época universitaria, al menos Mariana no lo recordaba, y sin embargo, ahora, parecía haberlo descubierto y caído en sus brazos tan enamorada como para no retrasar la boda. ¿Buscaría en él alguna forma de protección, además de amor? Pero era extraño de todos modos; aunque menos extraño que la aceptación de un Ruz como yerno por parte de Elena.
—Parece que has dejado muerta de amor a Amelia —le comentó de pronto.
Rodolfo sonrió. La luz marcaba sus rasgos con dureza, en especial las marcas de acné, lo que le daba a su aspecto un punto canalla muy interesante. Mariana lo tomó del brazo para hacer un aparte con él.
—Tengo que hablar contigo —un ataque repentino de intuición la había decidido—. Tenemos que hablar acerca de tu abuelo… —titubeó—, y también de tu suegra, es decir, de la que fue tu suegra.
—¿Otra vez con lo mismo? —contestó Rodolfo, visiblemente sorprendido—. Te recuerdo que estamos en mi boda, y no paras de hablar de un asunto más bien inoportuno.
—Ya te lo explicaré. En cuanto vuelvas de tu viaje de bodas quiero hablar contigo, ¿me lo prometes?
—Prometido. Sí. Pero ¿de qué quieres hablarme en particular? —en su tono de voz, en su manera de decir, ella advirtió una mezcla de incomodidad y desconfianza.
—Ya te lo explicaré en su momento, insisto, hay algo que me suena muy raro en la muerte de Elena —a través del brazo que ella apretaba con su mano advirtió el sobresalto de Rodolfo.
—Qué tontería. ¿Es que sospechas algo? Me dejas preocupado. Éste no es el momento, desde luego, pero me gustaría saber qué es lo que piensas sobre la muerte de mi pobre suegra. Fue un fallo cardíaco, ¿qué hay de raro en eso? Yo estaba con Amelia cuando lo descubrimos y no había nada que hacer. No entiendo… —la miraba con gesto de reproche, como si tratase de protestar por lo que ella aventuraba—. ¿Por qué me lo dices a mí? No me gusta esa insistencia, espero que lo comprendas. Estamos en mi boda, no en una investigación. Es… Te estás poniendo francamente pesada, la verdad. Es más, Amelia está enfadada contigo y no me extraña.
—Perdona, creo que no es éste el momento ni el comentario adecuado. En realidad, me dejo llevar a menudo por mi fantasía. A mí me divierte, pero a los demás les puede sonar raro —«¡Ajá!», se dijo al tiempo, «¿así que Amelia está molesta conmigo?».
—Y tan raro —dijo Rodolfo por todo comentario. Su preocupación era evidente. Mariana pensó que se estaba excediendo.
—Pues las rarezas, al olvido —dijo Mariana con su mejor sonrisa.
En ese momento, lo reclamaron y tuvieron que separarse. Mariana no dejó de advertir el mínimo ademán de indecisión con que respondió a la llamada; evidentemente, había conseguido descolocarle, pero pensó que su espontaneidad le iba a causar más desasosiego que otra cosa y se arrepintió de su arrebato. De regreso a los brazos de Amelia otra vez, aún advirtió que volvía la cabeza hacia ella, con gesto de inquietud. O de extrañeza. O dudoso. Definitivamente, no era el comentario más adecuado ante una noche de bodas.
La fiesta se encontraba en su apogeo y Mariana había olvidado la idea de volver temprano al hotel. En cuanto se separó de Rodolfo, estuvo bailando con otros y uno de ellos aprovechó un momento de descanso para preguntarle si, como le habían contado, era verdaderamente una Juez. Mariana empezó a pensar que su oficio le daba un plus de glamour o de morbo o de ambas cosas del que comprendió que no se iba a desprender en toda la noche. La verdad era que nunca hasta entonces se le había ocurrido pensar que el hecho de ser Juez resultara tan arrebatador. Se lo comentó bromeando a López Mansur mientras aprovechaba un descanso para tomar una copa.
—En mi modesta opinión —contestó Mansur—, pesa más tu condición femenina.
—Pesan las dos juntas, mujer y Juez. La condición femenina tampoco te creas que funciona sola en mi caso; no tienes más que ver a esos guayabos que están ahí moviendo el esqueleto sin parar. Y —añadió, deteniendo con una mano el comentario que iba a salir de los labios de su interlocutor— no me vayas a piropear ahora con lo de la fascinación de las mujeres maduras y todo ese rollo porque no cuela.
—Pero reconoce que a los machos del rebaño los has traído de cabeza.
—De eso nada. Yo soy una rareza para ellos, que es lo que les hace gracia.
—Algo más que rareza. En fin, sin ánimo de halagar, quede claro que el mito de la mujer madura, ¿lo he dicho con la suficiente discreción?, ¿he conseguido rodear el piropo sin perderlo de vista?, es algo que fascina a los jóvenes leones. Y Meli se ha traído a alguno.
—Tengo entendido que de pequeño eras poeta.
—De joven rebelde, para ser más exactos.
—Bien. Lo que yo llamo de pequeño.
—Sea como sea, queda ya muy atrás.
—Dicen que el que tuvo, retuvo, así que, por lo menos, te expresas con propiedad. Se nota.
—Pura experiencia literaria.
—Yo prefiero la novela, la creación de mundos, la extensión de un relato.
—Quizá instruir un sumario es algo parecido. Una historia.
—Bueno. Stendhal decía que debía su escritura al Código Civil francés.
—Ya. No hablo de precisión sino de contar una historia.
Mariana reflexionó.
—Pues sí, todo juicio contiene una historia. Pero en este caso el Juez se parece más a un fedatario que a un novelista. Nosotros trabajamos con la realidad, no con la apariencia de realidad.
—Lo propio del novelista es la representación de la realidad, usar la realidad para hablar de otra cosa, como quien dice.
—¿Te parece? Yo soy decimonónica, no sé si te lo he dicho. Virginia Woolf, por ejemplo, me gusta, pero me parece demasiado moderna.
—¿Qué tal si le damos al champán mientras seguimos hablando? Así te quito de encima un rato a ese moscón de Joaquín.
—Por mí, encantada. No tengo que conducir… En cuanto a Joaquín, primero: está más bien pelmazo, es verdad; segundo: yo me lo sé quitar de encima sola si llega el caso.
—Mensaje recibido.
—Pero no te enfades ni pongas cara de reprendido.
—¿Enfadarme? ¿A tu lado? Por favor…
López Mansur la llevó del brazo hasta el prado y allí se instalaron en un par de sillas de jardín que recogieron por el camino. Al retirarse, se cruzó de nuevo con Rodolfo, que junto a Amelia charlaba con otra pareja, y no se le escapó el gesto inquisitivo con que la seguía con la mirada. Un camarero apareció en pos de Mansur con dos copas de champán. La noche estaba sobre ellos, con el pabellón y la terraza iluminados a sus espaldas, de manera que podían ver el cielo, de un azul marino intenso, cuajado de estrellas. Otras personas se sentaban o paseaban también por el prado, apenas reconocibles en la semioscuridad. Al fondo se habían dispuesto unos focos bajo una gran encina que la iluminaban de abajo arriba, creando una ilusión de lejanía y profundidad en mitad de la noche. El ruido y la música debían de estar oyéndose por todo el valle.
De pronto, Mansur se inclinó hacia Mariana y le habló al oído:
—Ese que nos ronda, ¿no es el hermano gemelo de Amelia?
Mariana alzó la cabeza, reconoció a Marcos y lo saludó con la mano.
—Para estar dedicado a algo noble como es el vino, ya podía ser algo más alegre —comentó a media voz, para sí misma, Mariana.
López Mansur la oyó y sonrió.
—Me parece que quiere decirte algo. Voy por otras dos copas —dijo, y se levantó sin esperar respuesta. Mariana lo siguió con la mirada y luego se volvió a Marcos. Al ser visto, éste se acercó como empujado por un resorte.