En la mesa que le tocó en suerte a Mariana no había una sola persona conocida, lo que le extrañó sobremanera, pues imaginaba que las habría dispuesto Amelia. Mientras se presentaba a los otros comensales, que ya habían ocupado sus sitios, apareció Joaquín Fombona a sus espaldas, la tomó por los hombros y le susurró al oído:
—Estoy a tu lado. He dado el cambiazo.
Mariana se dejó acomodar la silla mientras se preguntaba por qué razón estaba tan pesado y tan insistente Joaquín. Quizá había tomado nota de su aislamiento y hecho el cambio de tarjetas, pero no se sentía capaz de decidir en ese momento si prefería los desconocidos por descubrir al bribón descubierto; sea como fuere, quedó allí atrapada.
La cena transcurrió con la animación esperable. A su mesa se sentaban tres parejas insípidas aunque de muy buena posición económica, según se fue desprendiendo de sus conversaciones y de cierta clase de simpleza con que afrontaban algunos asuntos de cierto calado cuyo interés sobrepasaba lo meramente anecdótico. Se habló de las recientes elecciones del pasado mes de Marzo y de la mayoría conseguida en el Congreso de los Diputados por el Partido Popular. Uno de los comensales, un empresario de la vecina Ciudad Real, pero afincado en Madrid, mostraba tanto entusiasmo que Mariana llegó a pensar que la habían sentado a la mesa de unos nostálgicos del franquismo. Afortunadamente, la sensatez se impuso una vez que consiguió cambiar de conversación y a la altura del segundo plato descubrió que, con excepción del franquista, los demás respondían al modelo genérico de personas bien educadas.
Más tarde, apenas Joaquín dejó caer que Mariana era Juez, toda la mesa se interesó en su persona y hasta los postres no hubo manera de evitar que cada uno, en especial los hombres, expusieran sus teorías acerca de la situación de la Justicia en España. Mariana contestó amablemente a todas las preguntas sin que ninguna de ellas le provocara el menor interés, y así hubiera seguido hasta el final de no ser porque la tarta y los discursos irrumpieron oportunamente en escena. La inexistencia de micrófono hizo que las palabras se dispersaran sobre un auditorio aparentemente atento; las risas, que comenzaban en las mesas más cercanas a la presidencial, caían desde allí como fichas de dominó; y cuando las últimas mesas aún se hacían eco, las primeras recomenzaban subrayando las gracias del orador, que no era otro que el padre Vitores, esta vez dedicado a glosar con buen humor la satisfacción por el acontecimiento en lugar del adoctrinamiento que desarrolló en la celebración del sacramento.
Mariana seguía dando vueltas al encuentro con Meli en el dormitorio. Quizá fue inadecuado penetrar en él sin pedir permiso; la realidad era que había actuado como en los viejos tiempos, cuando venía a la finca y entraba y salía de sus cuartos sin precaución alguna. El paso de los años le había jugado una mala pasada a Mariana, pero, sobre todo, Meli acababa de decirle de manera implícita, y taxativa, que ella y su madre ya eran dos personas adultas que debían comportarse con la reserva conveniente a su condición aun dentro de la amistad y que Mariana ya no era la adolescente que sube y baja por toda la casa con el desparpajo propio de esa edad. Ésa era la interpretación más benévola que se le ocurría; también tenía otras. Aparte de esto, reconocía un acto quizá descortés en su paseo subrepticio por la casa, por lo de subrepticio, no por el paseo, mas no se arrepentía porque había reconocido al administrador y descubierto que el dormitorio encerraba un secreto; un secreto propiedad de todos y acaso escondido en la cómoda, aunque esto último ya pertenecía al territorio del fantaseo. Una cómoda que le estaba vedada. De cualquier modo, ya no volvería a presentarse la ocasión de entrar en la casa a solas. Entre Amelia y ella, Meli había levantado una barrera de trato. La pequeña pertenecía sin duda a la sección dura de la familia, es decir, a Elena Villacruz y, pensando en Elena, empezó a dar vueltas a otra idea que le venía rondando desde que llegó a Madrid: Mariana entendía bien que la nueva generación, es decir, los hijos de Elena, aceptasen con mayor o menor normalidad el compromiso de Amelia con un Ruz, pero ¿Elena? Le costaba creer que ella lo hubiese aceptado así, por las buenas. Hablando claro: a Elena tendrían que habérsela llevado los demonios viendo a un Ruz casado con su hija. Algo se le estaba escapando en la escenificación de esta boda.
—El baile es en la terraza.
—Hablando de baile —dijo Joaquín venciéndose hacia Mariana—, espero contar contigo para impresionar a todo el mundo.
—¿Y qué tal si nos limitamos a bailar?
—Ah, no, hay que hacer una verdadera exhibición.
—Joaquín, no seas pesado. Bailaré contigo y bailaré con quien me lo pida. Yo he venido aquí a divertirme, no a hacer exhibiciones. Además, como pareja de baile soy más bien normal.
—Antes no eras así.
—Antes tenía unos cuantos años menos.
—Seguro que estás en forma: no hay más que verte.
—Estoy en forma, pero muy lejos de los teen, qué quieres que te diga. Oye, por cierto, a ti te quería preguntar yo un par de cosas.
—Lo que tú quieras, ma belle.
Marcos apareció de pronto junto a ellos.
—Ya veo que mi hermano no te deja ni a sol ni a sombra —comentó con acidez.
—La culpa es tuya —respondió Mariana—, por no vigilar a los desaprensivos que se dedican a cambiar las tarjetas de sitio.
—Me he dado cuenta —dijo Marcos alejándose. En ese momento Mariana comprendió que quien tendría que haber estado sentado a su lado era Marcos. Así que el sinvergüenza de Joaquín se la había jugado a su hermano. Muy propio de él. Ésa sí era una jugarreta juvenil y no la suya subiendo al dormitorio en busca de una foto, pensó dolida. Evidentemente a unos se les permitía lo que a otros se negaba. Lo sintió por Marcos, aunque no añoraba su compañía. Por un instante se le ocurrió si no sería Joaquín el autor de la sustracción de la ropa.