La llegada de la novia se recibió con la natural expectación entre los rezagados para entrar en la iglesia. Amelia había elegido un traje corto de color claro y estaba verdaderamente elegante. Aguardó a la puerta, de cara al interior y siempre sonriente, a que entrasen los últimos invitados y se despejara completamente la entrada antes de iniciar el desfile hacia el altar. El recinto estaba lleno hasta los topes y Mariana se quedó junto a los López Mansur, en uno de los primeros bancos situados detrás de los de la familia Fombona. Al volver la cabeza hacia la puerta, que se destacaba como un marco de luz en medio de la pared oscurecida por la sombra del coro, reconoció en la última fila y en un extremo a Felisa y a su hija, a las que saludó con una sonrisa y un leve gesto de cabeza. La iglesia no era grande, pero sí armoniosa y acogedora.

Mariana siguió la ceremonia con disimulado aburrimiento, intercambiando comentarios con Mansur o entreteniéndose en localizar a las personas conocidas, que no eran muchas, en valorar los atuendos verdaderamente elegantes, que tampoco eran tantos en su opinión, y en fiscalizar a los hermanos de Amelia, especialmente a Alfredo que, naturalmente, la había conducido al altar y se mantenía a su lado con aire patriarcal. Observando a la familia Fombona, reunida de izquierda a derecha a partir de Amelia, se dio cuenta de lo poco que la ligaba a ellos. Lo descubría ahora, como quien despierta de un sueño, y le producía una sensación de extrañeza lindante con el absurdo.

Muchos invitados se apresuraron a salir al término de la ceremonia para esperar la salida de los novios mientras éstos y los testigos ratificaban el contrato matrimonial en la sacristía. Mariana se introdujo en la marea de asistentes, deseosa de ganar el espacio abierto del exterior, y allí esperó a que los fotógrafos y los lanzadores de arroz cumplieran con su cometido. Encontró a un par de antiguas compañeras de colegio que también lo eran de Amelia y se entretuvo charlando con ellas. Luego otras personas vinieron a unirse al grupo, se hicieron las presentaciones y Mariana empezó a encontrarse más cómoda. Nunca hasta ahora se había sentido aislada por el hecho de no llevar pareja; quizá fuera porque entre los invitados parecían abundar las parejas y una mujer solitaria de su edad destacaba en seguida, pero en todo caso, al comprobar que esta sensación se desvanecía poco a poco a medida que iba siendo presentada y reconocida, su ánimo mejoró considerablemente.

Paso a paso, los invitados empezaron a desfilar hacia la gran carpa donde se celebraría el banquete. El día seguía siendo cálido, el cielo estaba limpio y a aquella hora, las siete y media de la tarde, aún había una luz espléndida, por lo que todo el mundo estaba del mejor humor. Al clarear los grupos que se habían formado a la puerta, Mariana observó que Felisa y su hija, tras haberse despedido de la familia Fombona, tomaban la dirección contraria, hacia la casa, y se dirigió a ellas para despedirse también. La acción no le pasó inadvertida a Meli, que miró a las tres con reparo. Mariana, a su vez, advirtió la mirada de la hija de su amiga y le dirigió una sonrisa y un gesto que indicaba que regresaba de inmediato. Cuando la vieron llegar hasta ellas, las dos mujeres se detuvieron.

—¿Se van ustedes? —preguntó Mariana.

—Sí, señorita —contestó Felisa—. Nosotras no hemos venido al convite sino a la boda. Bien guapa que es la novia, ¿verdá usted?

—Y tanto, sí —dijo Mariana, aunque se veía a las claras que ése no era un asunto que la interesara poco ni mucho—. Pues ya lo siento, porque podríamos haber charlado un ratito, con la alegría que me ha dado verla a usted esta mañana.

—También a mí, señorita. Con lo bien que la recuerdo yo a usted cuando venían aquí con sus novios. ¿Y qué? —preguntó de pronto, con un guiño cómplice—. ¿Cómo ha encontrado usted al señorito Joaquín?

Mariana rió:

—¿Lo dice usted porque salimos juntos una vez?

—¡Mama! —la riñó su hija—. ¿Qué preguntas son ésas? —y añadió, dirigiéndose a Mariana—: Discúlpela, que a veces se le va la olla.

—Hija, qué cosas dices —protestó Felisa—. Usted me perdonará si he sido indiscreta —añadió luego dirigiéndose a Mariana.

—Usted puede ser indiscreta, no faltaba más —dijo alegremente Mariana.

—Encima no le dé usted carrete —contestó la hija—, que nos la va a convertir en una anarquista.

—¡Huy, por Dios! De eso, nada de nada, hija, qué dices.

—Que no es malo, mujer, lo que yo creo que quiere decir su hija es que a estas alturas usted ya no se tiene que andar con miramientos y eso es buena cosa —dijo Mariana.

—Si usted lo dice…

—¿Lo ve usted? Si es que no hay que tener miedo a las palabras. Yo también soy un poco anarquista, pero a mi manera y para pasar de algunas cosas que no me gustan; y, al mismo tiempo, soy Juez. ¿Qué le parece?

—¿Usted… Juez? —el rostro de Felisa expresó el más absoluto asombro—. ¡Virgen Santa María! ¡Usted Juez!

—No me diga que le parece mal.

—No, qué va, es que nunca había visto a ninguna Jueza, pero sabía que existían. Quién me iba a decir que la señorita Mariana acabaría de Jueza.

—Caray, mama, vaya una manera de decir las cosas.

—La verdad es que no me gusta nada eso de Jueza; me gusta más Juez, señora Juez, como me dicen en el Juzgado —señaló Mariana.

Felisa se golpeaba los muslos con las dos manos en ademán de sorpresa.

—Una Jueza —decía a media voz sin hacer caso del comentario de Mariana—. Una Jueza, la señorita Mariana.

La hija cambió con Mariana una sonrisa de comprensión.

—Pues ándese usted con cuidado, Felisa, no vaya a caer un día en mis manos —bromeó Mariana.

—Lo que tendría usted que hacer es mirar ahí dentro —la hija señaló la casa que se hallaba a sus espaldas con un movimiento de cabeza—, que ahí hay mucho que aclarar.

—¿Por qué lo dice usted? —preguntó Mariana, que nunca perdía onda.

—Yo sé lo que me digo —la hija pareció refugiarse en la enigmática afirmación anterior.

—Venga, hija, que tú no sabes nada de esta casa.

—Yo sé mucho —advirtió la hija—. Otra cosa es que lo diga.

—No se pueden dejar caer sospechas y escurrir el bulto —dijo Mariana—. Yo, sinceramente, le agradecería que se explicase, porque no sé si se refiere a asuntos del pasado o a cosas de ahora que afectan a Amelia y a sus hermanos y que me afectan como amiga de ellos —apenas dicho, se arrepintió de ponerse inconscientemente del lado de los Fombona; así no obtendría información.

—Pero si no es nada, son ganas de hablar —dijo Felisa, evidentemente molesta con su hija.

—Tiene algo que ver con el cadáver que encontraron, ¿verdad? —preguntó Mariana.

—Pues con eso no sé, señorita —empezó a decir Felisa—, porque para mí que es un aviso de un alma en pena y el hombre no se lo merecía.

—Mama, que eso no es así.

—Usted lo conoció.

—Muy poco. Ya le dije que era casi una niña y acababa de entrar en la casa cuando murió doña Hélène. Yo a quien he atendido más es a doña Elena y don Eugenio y a los niños.

—¿Y bien?

—Si no es nada. Yo no he dicho nunca nada de esto. Pero como usted es Jueza…

—Mama, ni que te estuvieran tomando declaración.

—Claro que no, Felisa. Si tiene algo que decirme me lo dice y, si no, tan amigas, no faltaba más.

—Es que mi madre no quiere mencionarlo —dijo por fin la hija.

—¿Se puede saber de qué está usted hablando?

—Pues del francés, de cuando vino el francés, justo al entrar yo en la casa —dijo Felisa por fin.

—¿El francés? —exclamó Mariana estupefacta—. ¿Qué francés?