Mariana echó una mirada a los invitados que se agrupaban cerca de la puerta de la iglesia y pensó que en realidad no conocía a casi nadie. Su buen ánimo se había enfriado, y plantada allí sola delante de la casa trató de hacerse a la idea de que tendría que hacer sociedad con gente que, de entrada, apenas le interesaba. Pero como no era persona que se dejara abatir fácilmente recuperó el ánimo con la idea de que en estas ocasiones es cuando al destino le da por portarse bien y una acaba encontrando algún compañero o compañera de mesa que le salva la noche. Después, el baile lo mezcla todo mejor. Lo único que lamentaba era haber dejado su coche en el aparcamiento del hotel, porque ahora dependía de quien quisiera llevarla de vuelta y si la noche se hacía muy pesada, la salida se complicaba más. «Pero bueno —se dijo—, supongo que alguien se compadecerá de una chica en apuros; al fin y al cabo, el hotel está a sólo diez kilómetros».

Se encontraba delante de la casa, apartada del resto de los invitados, que se agrupaban ante la iglesia; otros venían caminando desde la zona de aparcamiento improvisada en el extremo opuesto de la entrada. Aún estaban llegando coches y el movimiento era continuo, por lo que nadie reparaba en ella. Mariana se volvió hacia la fachada y contempló el edificio al hilo de los recuerdos. Lo cierto era que había cambiado poco; seguía manteniendo el aire de buen gusto, rústico y armónico, que tanto la impresionara en su adolescencia. Estaba bien conservado y, ancho y bajo como era, de sólo dos plantas, daba la impresión de extenderse y pegarse a tierra con aspecto de suficiencia y prosperidad. A la derecha del cuerpo central se levantaba otra edificación de una sola planta, destinada a alojar a hermanos o invitados, tras la que se encontraban la piscina y el comedor al aire libre, que era la conexión con el interior de la casa principal, a través de un patiecillo descubierto.

Cuando se quiso dar cuenta ya estaba entrando, pues la casa estaba abierta. ¿Por qué no recordar viejos tiempos? Atravesó el umbral y penetró en el vestíbulo que distribuía los accesos: dormitorios a la izquierda, cocina a la derecha y al frente la escalera que conducía a la segunda planta. Una vez que se vio dentro, se asomó distraída al distribuidor de las distintas habitaciones de la planta baja. Curiosamente, la zona de recibir estaba arriba, junto con las que fueran las habitaciones de Hélène y el administrador, pero sólo lo recordó al asomarse a un dormitorio que parecía desocupado y ver las fotografías enmarcadas que reposaban sobre la cómoda. Se adentró cautelosamente y allí estaba la foto de familia al completo, además de un retrato de Elena a su lado y otro de los gemelos en su etapa de bebés. En realidad no fueron las fotografías las que llamaron su atención sino lo que éstas le sugirieron. ¿Habría en algún lugar de la casa una fotografía del administrador Ruz? La curiosidad la empujó a asomarse a un par de habitaciones más, pero no encontró ninguna que lo representase. Por otra parte, ella no recordaba su aspecto, si es que alguna vez lo vio en las fotografías de familia distribuidas por la casa, pero bien pudiera ser que estuviese en alguna de las que reposaban sobre los muebles o que colgaban de las paredes, entre las que abundaban las de cacería.

«Sólo me faltaba que me pillaran en el dormitorio de Marcos», se dijo.

Cuando regresó al vestíbulo, le tentó la escalera. Miró afuera, por si venía alguien, pero los pocos que aún pasaban por delante de la casa se apresuraban hacia la iglesia de manera que en un golpe de decisión subió con rapidez los escalones. A continuación del rellano superior se extendía un gran salón rectangular que desembocaba en la antecámara del dormitorio principal que fue de Hélène; sin duda lo ocupaba en su día Elena, las pocas veces que se dignara a bajar a la finca, y lo ocuparían Amelia o Meli cuando, a su vez, vinieran algún fin de semana, por lo que no se atrevió a llegar hasta el final. En el salón abundaban los retratos, que Mariana fue consultando cuidadosamente: no había una sola imagen del administrador entre ellos. ¿Lo habían borrado de la casa? ¿Casándose Amelia con Rodolfo? Imposible.

En un rapto de audacia, se adentró en la antecámara y luego en el dormitorio. El silencio de la casa contrastaba con la efusión de voces y conversaciones que venía del exterior. Tratando de no hacer ruido ni tocar nada, Mariana buscó atenta; de pronto, reparó en un marco que se encontraba parcialmente oculto entre otros sobre una mesa vestida y no pudo evitar una sonrisa de triunfo: era una foto oficial de boda, muy de la época, de Hélène y, presumiblemente, Rufino Ruz; ella sentada en un sillón con la cola recogida a sus pies y él de pie con la barbilla erguida, una mano puesta en el respaldo y la otra en el bolsillo de su chaleco.

A pesar de su posado altivo y, se diría, un tanto triunfal, Rufino Ruz era un hombre menudo. Hélène debía de ser más alta que él y una verdadera belleza, aunque en su rostro se manifestaba un aire ausente. Pero lo que verdaderamente le llamó la atención fueron los ojos; en los de ella la mirada aparecía como velada mientras que los del hombre manifestaban una voluntad cumplida. Eran pequeños, brillantes y emitían fuerza, convicción. El contraste era evidente. Mariana comprendió que aquel hombre estaba orgulloso de su situación; Hélène, en cambio, se dejaba arropar por la figura y el porte forzadamente marcial de Ruz, como si el acuerdo de vida que los unía desde ese mismo momento formara parte de un cuadro burlón.

Mariana no pudo evitar un sentimiento de compasión hacia aquel hombre. Había dedicado su vida a Hélène y esa dedicación aparecía ahora como una jugarreta del destino. Este hombre de clase inferior entró en la familia Villacruz por la fuerza del dinero y salió de ella vencido por el peso de su corazón. Era indudable que la había amado: su gesto y su ademán dejaban ver con tal claridad la consecución de un deseo largamente anhelado en el que se transparentaba también el fracaso, el cual aparecía paradójicamente inscrito en la misma figura. De aquel esfuerzo y aquel deseo sólo quedaba en la familia Villacruz un retrato escondido tras otros muchos, que probablemente se conservaba por ser la única o una de las únicas fotografías rescatadas de la boda de Hélène Villacruz, nacida Giraud, viuda de Cirilo Villacruz, con su benefactor. En cambio, la fotografía de boda de la pareja Hélène-Cirilo, en primer término sobre la mesa, era la viva imagen de un matrimonio joven y chispeante, casi a punto de iniciar un paso de baile sobre la tarima de un lujoso salón. Excepto en aquel rincón, el administrador no existía, pero en cierto modo se producía un acto de justicia poética en la boda de su nieto Rodolfo con la nieta de Hélène. En cuanto a Rodolfo, ¿habría advertido la ostensible ausencia de su abuelo en la casa? Bien cierto que ésta era de Marcos. También pensó que resultaba coherente por parte de Amelia no haberse quedado a pasar su noche de bodas en aquella casa y en aquella habitación.

La imagen del administrador quedó grabada en la mente de Mariana.

Sin embargo, otra idea empezó a tomar forma en su cabeza. En realidad, meditaba, el hombre había logrado su sueño. A pesar de su endeble figura, tenía que haber habido en él una energía y un tesón extraordinarios. La idea de robar a la amada para conquistarla luego aprovechándose de la precariedad en que la dejaba el hurto era tan perversa como romántica, es decir, doblemente romántica, y le producía una estimulante envidia.

Rufino Ruz había dado con la puerta que le permitía acceder a un estado que su condición social le impedía. Así que para él debió de ser un golpe terrible la muerte de su amada y, por demás, su expulsión por la hija de Hélène de la casa que adquiriera para ésta. En cierto modo parecía que el destino, tantos años después, se vengaba de la mala acción cometida, cumpliendo la vieja sentencia que dice que quien a hierro mata, a hierro muere. Apenas sabía nada de lo que fuera su vida desde aquel día, pero ahora más que nunca le atrajo la posibilidad de interrogar a Rodolfo. Evidentemente, él tenía que saber y, sobre todo, tendría que conocer el rastro del dinero si su abuelo fue el ladrón. Sólo quedaban dos Ruz, él y su hermano mayor.

Estaba tan embebida en sus pensamientos frente al retrato de boda que no advirtió los pasos que se acercaban por el salón.

—¡Mariana! Pero ¿qué haces aquí en el dormitorio?

La voz de Meli la sobresaltó, pero se repuso en un instante.

—¿Quieres que te diga la verdad? Buscaba alguna fotografía de Rufino Ruz.

—¿Del administrador? —Meli la miró entre perpleja y reticente—. ¿Para qué quieres tú una fotografía de Ruz?

—Para verle la cara —contestó Mariana, que había decidido que la verdad era el camino más directo para salir del apuro—. No tenía ni idea de cómo era.

—¿Y a ti eso qué te importa? No estarías buscando otra cosa, ¿verdad? Me parece extraordinario que estés aquí. Mamá acaba de llegar.

—¿Qué tiene de extraordinario? —empezó a decir Mariana; pero, de pronto, decidió perdonar la impertinencia porque un rayo de luz cruzó por su cabeza—. ¿Qué otra cosa podría buscar? —preguntó con toda intención.

Meli la miraba con extrañeza, casi con recelo. A Mariana no se le escapó la mirada que había dirigido subrepticiamente a la cómoda. Era del todo evidente que la presencia de Mariana en el dormitorio de su abuela le incomodaba extraordinariamente. O es que su mera presencia incomodaba a todos los Fombona. ¿También a Joaquín?, pensó. Tampoco se fiaba de las zalamerías de Joaquín.

—La tía Marita me ha pedido un chal para la iglesia, que dice que está fría. Es muy friolera —empezó a rebuscar en el armario. Mariana se dio cuenta de que no le perdía ojo. Un caso de mala suerte.

—¿Te ayudo? —dijo finalmente; ¿qué podía haber en la cómoda, o en la habitación, que inquietase a Meli?—. Quizá esté en uno de estos cajones —dijo dirigiéndose a la cómoda—. Es más natural —antes de que empezara a abrirlos, Meli la detuvo secamente.

—Deja, ya miro yo, no te molestes. Tú vuelve con los demás, que ya me encargo yo. La boda está a punto de empezar.

Mariana no supo qué decir y se dio la vuelta en silencio con la pamela en la mano. Salió a la antecámara, recorrió sin prisa el salón, descendió por la escalera y cuando cruzó el vestíbulo y salió a la luz del día se detuvo un momento, como deslumbrada, y se dijo: «Mariana, te acaban de echar de la casa».

Y luego murmuró para sí, mientras se colocaba la pamela:

—Como a Rufino Ruz.

—¿Estás hablando sola? —la voz de López Mansur, que caminaba unos pasos por detrás de su esposa, le desconcertó al momento. Aparentemente acababan de llegar en ese momento, pues venían de la zona de aparcamiento. Cari de la Riva retrocedió unos pasos hacia ambos. Estaba realmente elegante con un traje de cóctel de color heliotropo, la falda ajustada hasta las rodillas y zapatos a juego, una encantadora chaquetilla torera sobre los hombros y una pamela negra con un velo de gasa del mismo color graciosamente prendido alrededor.

—Llegamos detrás de la novia por culpa de este pesado —dijo Cari—. Te sienta de maravilla el color crudo. Es un acierto.

Mariana elogió debidamente el traje de Cari.

—Bueno —dijo ésta cogiendo del brazo a su marido—. ¿Nos acompañas?

—Encantada.

—Por favor —dijo Mansur—, acerquémonos despacio al grupo para que todo el mundo pueda apreciar debidamente a las dos bellezas que llevo a los lados. A decir verdad —continuó diciendo—, pocas veces me he visto tan bien acompañado y quiero lucirlo, si no os importa.

Las dos rieron. Mariana pensaba en Amelia. ¿Qué estaría pasando por su cabeza en estos momentos, en la puerta de la iglesia y rodeada de admiración y afecto? También era mala suerte ser sorprendida en plena faena cuando ya contaba con que todo el mundo estaría en torno a la iglesia, pero, por otra parte, ella no había hecho nada malo. Decididamente, los Fombona eran una familia un tanto especial; al menos ahora, porque antes no los recordaba así. Claro que, en los años locos de la primera juventud, una no estaba para fijarse en esa clase de detalles. Lo que la tentaba ahora era esa cómoda, pero ¿cómo arriesgarse a registrarla sin que la descubrieran? Las cosas iban de mal en peor; primero, los hermanos; luego, Marita; ahora, Meli. ¿En quién podía confiar ya?

Miró a su derecha y allí estaba otra vez: López Mansur.